Si no leemos los resultados de la elección con seriedad, no estaremos aprovechando las bondades que el instrumento pone a nuestro alcance.
México amaneció el 3 de julio con la idea clara de que no tiene una idea clara de su proyecto de nación.
Amanecimos con un país que votó simultáneamente por dos programas distintos, antitéticos y contrapuestos, por dos visiones divergentes, que trazan ritmos y rutas diferentes. Sea cual sea el resultado final de la elección, México queda atrapado en dos proyectos de desarrollo. El electorado con su voto no opta y al hacerlo no establece una visión común. La diferencia de votos entre una y otra oferta, aunque permite formar gobierno, no establece un consenso sobre el futuro que quieren los ciudadanos.
La democracia obliga a aceptar que quien tenga un voto de diferencia sea el ganador de la contienda. Pero, quien sea el presidente de México de 2006 a 2012, recibe un mandato electoral dual y contradictorio. Gobernará a partir de su proyecto, pero está obligado a matizar y a dar respuesta, con mucho ingenio, a una división que las campañas no crearon, sino que pusieron de manifiesto.
Existe un problema político real, al que hay que dar respuestas políticas. El ganador no puede actuar como si no existiera el otro modelo y la otra visión de país. Para ponerlo gráficamente, en 16 entidades ganó Calderón y en otras 16 López Obrador. La votación nos arroja la geografía de un México que marcha a dos velocidades.
Calderón gana en los estados del norte, en la frontera con Norteamérica, en las entidades exportadoras y de mayor desarrollo económico e industrial; López Obrador, en la frontera con Centroamérica, en los estados del sur, en las entidades expulsoras de migrantes y con menor ingreso per cápita. Tenemos un Presidente para el norte y otro para el sur. Una vez más, el viejo problema de la desigualdad y de la disparidad del desarrollo regional se pone de manifiesto.
Era lógico que la democracia en algún momento nos confrontara nuevamente con esta realidad, que no hemos resuelto. La democracia, dice Norberto Bobbio, es el poder en público. Evidencia y muestra los problemas de la política y el poder. Hoy nuestra democracia muestra, en cifras concretas de votos electorales, la complejidad de las dos visiones.
La democracia puso hoy en votos lo que hace un siglo la Revolución mostró con balas. La elección nos muestra que no hemos dado respuesta a la desigualdad social y regional que tiene el país y que ese es nuestro principal problema.
Si no leemos los resultados de la elección con seriedad, no estaremos aprovechando las bondades que el instrumento pone a nuestro alcance.
Para el México que usa internet, el de la era del conocimiento y de los servicios, que habla inglés y exporta, para los profesionistas jóvenes, los empresarios, para quienes viajan y conocen el mundo, el discurso de Calderón hizo sentido: reformas estructurales, liberalización económica de segunda generación, continuidad en las políticas económicas, estabilidad macroeconómica, responsabilidad, y graduales reformas a las políticas públicas.
Pero, para el México pobre, campesino, suburbano, subempleado, con grandes rezagos educativos y culturales, que piensa en migrar como única forma de desarrollo, con profundas carencias y necesidades, la propuesta de López Obrador sonaba atractiva: reivindicación social, un gobierno al servicio de los pobres, ayudas generalizadas, combate a la corrupción, solidaridad social y uso eficaz del Estado para matizar las desigualdades sociales y regionales.
Calderón, con cifras del PREP al corte, ronda 36.38% de las preferencias electorales y López Obrador 35.34%. Con esta cercanía, es obvio que nadie gana todo y es necesario el acuerdo político y la construcción de un gobierno de coalición y de unidad nacional. Pero, ¿cómo conciliar ambos proyectos? ¿Cómo unificar la visión de país? ¿Cómo atender simultáneamente al México de Calderón y al de López Obrador? ¿Cómo articular a un país que marcha a dos velocidades? ¿Cómo sumar las 16 entidades que votaron por uno, con las 16 que votaron por el otro?
Estamos ante un problema político y social serio, que ha sido analizado, citado, intuido y referido de muy diversas formas: la falta de un acuerdo nacional, le llaman algunos, la carencia de un proyecto de nación, otros.
Lo cierto es que, a unos años de celebrar el bicentenario, México no tiene un proyecto definido y el cambio de un partido a otro pone a la nación en riesgo de rutas todavía muy distintas.
Ninguno de los países que han despegado en las últimas décadas lo ha logrado sin establecer antes, con claridad, un modelo de desarrollo socializado, internalizado, generalizado y compartido por todos.
Tenemos que leer la magnitud del desencuentro. El ganador no ignora la fuerza de los votos que tenía el proyecto contrario. La dificultad estriba en la forma como construye los mecanismos políticos, que le permitirán conciliar y articular, desde el gobierno, ambas formas de ver la vida. Llegó la hora de los matices, pero, sobre todo, la hora de la innovación y la creatividad política.
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