Para muchos mexicanos el 2008 no es sino otro año en nuestro futuro; para otros constituye la oportunidad de descarrilar lo poco que sí funciona bien de nuestra economía. De acuerdo a los compromisos contraídos por el país cuando se firmó el TLC norteamericano, todas las importaciones, con excepción del maíz y del frijol en el rubro de agricultura, y de los automóviles usados en el industrial, se liberarían por completo a partir de 2004. El año pasado, el gobierno decidió anticipar la apertura a los automóviles, por lo que, de los acuerdos originales (es decir, exceptuando temas conflictivos como el azúcar y el auto transporte), sólo queda el maíz y el frijol. Los tres candidatos principales a la presidencia, con distintos grados de sensatez o virulencia, han anunciado que no cumplirán el compromiso de liberalizar lo que queda del sector agrícola. Las consecuencias serían mayúsculas.
Es importante comenzar por el principio: por el origen y objetivo estratégico del TLC. Cuando se concibió el TLC, a finales de los ochenta, el país venía precedido por dos décadas de turbulencia e interminables crisis económicas. Los gobiernos de LEA y JLP habían introducido un conjunto de reformas que aspiraban transformar al país, pero sólo lograron trastocar todos los equilibrios financieros, fiscales y políticos, sumiendo al país en un proceso de polarización del que, bien a bien, todavía no salimos.
Los dos resultados más tangibles y palpables de aquella etapa épica de nuestra historia, fueron las crisis cambiarias y la hiperinflación. En un principio, Miguel de Madrid intentó contener la crisis y controlar la espiral inflacionaria de una manera pasiva y sin afectar intereses particulares. Cuando esa manera de proceder resultó infructuosa, su gobierno recurrió a un conjunto de reformas, como la privatización de empresas menores y la liberalización de importaciones. Lo más que logró, que no fue poco, fue evitar que el país se derrumbara en lo económico.
Carlos Salinas comenzó con una serie de agresivas reformas que, sin embargo, no fueron suficientes para recobrar la confianza de la población, los mercados financieros o los inversionistas. Sin esa confianza, resultaba obvio, no había manera de elevar la tasa de crecimiento de la economía y generar los empleos que el país requería. La administración de Salinas buscó formas de afianzar la confianza tanto de la población como de los potenciales empleadores. Emprendió importantes reformas que, sin embargo, se quedaron cortas en su objetivo. El TLC acabó siendo el instrumento que su gobierno encontró para garantizarle a los mexicanos y a los inversionistas extranjeros que esas reformas permanecerían, en buena medida porque el costo de desmantelarlas sería tan oneroso que nadie se atrevería a hacerlo. Pues bien, casi veinte años después, el 2008 podría abrir una puerta a ese desmantelamiento. Y con ello, a la confianza que tanto tiempo tardó en afincarse.
La liberalización de las importaciones de maíz y frijol no es una cosa menor. Una enorme proporción de los más de veinte millones de campesinos depende para su subsistencia de estos dos productos, además de ser la base de la alimentación de la población. Si desde el momento de la firma del TLC a la fecha los gobiernos se hubieran concentrado en su chamba, habrían trabajado con esos campesinos para crear condiciones propicias no sólo para que no se vieran amenazados por las importaciones de maíz y frijol, sino para que pudieran dedicarse (ellos, o al menos sus hijos) a actividades mucho más productivas, incorporarse a la economía moderna y, con ello, matar dos pájaros de un tiro: disminuir, de manera drástica y en una generación, la pobreza en el campo mexicano y crear una nueva base de producción y desarrollo económico. El problema es que, a la mexicana, todo se pospuso para “mañana” y ahora ese “mañana” está a la vuelta de la esquina.
En términos numéricos, la liberalización de las importaciones de esos dos bienes no es terriblemente importante, ya que importamos esos productos en amplias cantidades. Sin embargo, el efecto en los precios internos, para beneficio del consumidor pero perjuicio del campesino, puede ser severo. Atendiendo a esa preocupación, el gobierno actual cedió a las presiones de los “líderes” (léase caciques) del campo y creó un sistema de subsidios que, como siempre, no le llegan al campesino porque son mejor empleados por las estructuras corporativas que prevalecen en el campo. Irónicamente, encima de lo anterior, como los productores más pobres no son autosuficientes en maíz, cualquier protección al maíz los empobrece todavía más.
En todo caso, la gran pregunta es cómo se lleva a cabo el incumplimiento en 2008. En su momento, el gobierno podría anunciar esa decisión de una manera agresiva y militante, saturada de recursos retóricos nacionalistas, lo que provocaría una brutal reacción por parte de los exportadores y políticos estadounidenses y canadienses. Podría igual negociar en privado, atenuar consecuencias y administrar el proceso a fin de evitar una confrontación. Es decir, la misma decisión acarrearía resultados distintos. Pero es importante reconocer la potencial gravedad de la circunstancia: una postura aguerrida podría traer consigo una severa reacción por parte de nuestros socios comerciales y ésta obligaría al gobierno mexicano a definirse frente al TLC en su conjunto. En otras palabras, una acción aparentemente inofensiva y orientada al consumo interno podría revertirse, provocando reacciones descomunales que incluirían, concebiblemente, el fin del TLC.
Nadie sabe qué tan sensible es la estabilidad de una economía hasta que no se tocan sus límites. El problema es que nadie sabe cuáles son esos límites o cuáles son los factores disparadores de una crisis. Lo seguro es que, cuando la confianza de la población y de los empleadores e inversionistas se pierde, el país entra en una nueva era de turbulencia. Nadie sabe dónde está el límite: ¿en la retórica? ¿en la elevación, así sea modesta, del déficit fiscal? Nadie sabe. Nuestra historia demuestra fehacientemente que cruzar esa raya invisible puede cambiarlo todo de tajo. Podemos ingresar en una discontinuidad que puede someter al país en otra más de sus crisis históricas. El TLC, al igual que los mercados financieros, funciona sobre la base de confianza. Hay buenas razones para intentar nuevas formas de resolver problemas que no ceden, pero el riesgo de romper el equilibrio, atravesar esa raya imaginaria, es enorme y los costos de hacerlo inconmensurables.
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