Todos los mexicanos con edad suficiente para recordar las elevadas tasas de crecimiento que experimentó la economía en los años sesenta, saben bien que algo no marcha bien en los últimos años. Muchos han sido los cambios y extraordinario el debate y contraposición de posturas e ideas sobre por qué no hemos crecido elevada y sostenidamente. El debate, cuyo clímax tuvo lugar en la contienda presidencial del año pasado, ha sido sesgado y pobre, pero en cualquier caso no ha contribuido a explicar las causas de nuestros problemas.
Unos proponen retornar a la década de los sesenta, algo irónico, toda vez que muchos de quienes así argumentan son precisamente los que entonces abogaban por cambiarlo todo y son cómplices de la era de desequilibrios y crisis que comenzó en 1970. Otros proponen hacer más reformas y concluir las que se quedaron pendientes, sin reparar en el hecho obvio de que muchas de ellas no alcanzaron los objetivos prometidos. Cualquiera que vea su derredor sabe bien que es necesario acelerar el paso en muchos temas críticos, pero también es indispensable entender otros problemas que impiden el desarrollo y son particulares a nuestro país.
Los impedimentos al crecimiento son muchos y variados, pero no hay acuerdo sobre cuáles afectan más severamente o cómo combatirlos. Algunos afirman que la corrupción es el corazón del problema, otros que son los trámites y obstáculos burocráticos; algunos dicen que el mexicano no tiene iniciativa, otros que son los bancos, con la falta de crédito, quienes aniquilan toda oportunidad; algunos más han estudiado la (poca) disposición a asumir riesgo como factor determinante de la falta de nuevas empresas y empresarios. Otros ven en la presencia de empresas dominantes, sobre todo en sectores críticos como las comunicaciones y la energía, un atentado en contra de las capacidades de desarrollo de nuevas iniciativas empresariales.
Las explicaciones son muchas, variopintas y pocas aguantan un escrutinio más o menos riguroso. Típicamente, las explicaciones que se sustentan en factores culturales (como que el mexicano no puede o no quiere) se derrumban frente a la abrumadora evidencia que surge del éxito empresarial de miles de mexicanos en EUA. De la misma forma, los intentos de explicación que apelan a la corrupción son igualmente invalidados por la evidencia que presentan muchas naciones asiáticas, donde la corrupción convive mano a mano con tasas de crecimiento sostenidas de casi dos dígitos. Algo influye también la interminable tramitología, pues el mero hecho de que exista una economía informal tan amplia, evidencia los excesos burocráticos (pero también la falta de un gobierno dispuesto a hacer cumplir la ley). Además, no hay duda sobre la merma que sufren algunas actividades, imposibilitadas de crecer porque la estructura económica actual se traduce en costos tan elevados para insumos básicos que les resulta imposible competir.
No menos importante es el hecho de que el crecimiento experimentado en los cincuenta y sesenta se agotó entonces porque no era sostenible ni financiable. En este contexto, es más fácil idealizar un pasado no repetible que enfrentar los problemas estructurales de fondo.
Frente a estas circunstancias, el debate público y político no contribuye a dilucidar las causas de los problemas porque muchas veces se trata de discusiones etéreas, politizadas y tan abstractas e ideológicas que es imposible separar las causas de las consecuencias. Esa forma de “debatir” no es productiva porque tiende a anatemizar: que si debemos aumentar el gasto público con celeridad para inducir un crecimiento por el lado de la demanda o si debemos contraerlo para favorecer la estabilidad; que si es necesario hundir a los ricos cobrándoles cada vez más impuestos o si requerimos reducirlos para fomentar la inversión. Cada visión y perspectiva de las políticas públicas tiene su lógica y racionalidad, pero lo que se discute poco contribuye a dilucidarla.
Tratando de entender las causas de nuestras penurias, he consultado literatura sobre diversos países. Sin pretender hallar la piedra filosofal que explique nuestras dificultades, encontré argumentos interesantes para entender mejor las circunstancias de nuestra economía, particularmente el agudo contraste entre los sesenta y la actualidad. Evidentemente, las circunstancias de ambos periodos no tienen relación alguna: el mundo ha cambiado con tal celeridad que no es posible replicar el pasado. Sin embargo, es posible dilucidar qué condiciones del éxito de ayer no existen en la actualidad. Comienzo con una.
Los profesores Shaomin Li y Judy Jun Wu han estudiado el fenómeno de la corrupción en Asia. En un estudio reciente (Why China Thrives Despite Corruption, Far Easter Economic Review, Abril 2007), los académicos concluyen que la corrupción puede ser un instrumento útil para el desarrollo económico, sobre todo cuando las reglas son tan estrictas e inflexibles que es imposible cumplirlas a cabalidad. Sin embargo, añaden los autores, no en todos los países donde hay corrupción existe crecimiento económico acelerado. ¿Por qué?
Al comparar China con Filipinas, Li y Yun Wu encuentran una interesante explicación: la corrupción tiene efectos “benéficos” (en el sentido de facilitar el crecimiento) cuando existe un entorno de confianza en una sociedad. Un clima de confianza permite que ambas partes, el corruptor y el corrompido, tengan la seguridad de que lo pactado será cumplido; más importante, un clima de confianza propicia un mercado eficiente de corrupción en el que los oficiales corruptos venden los bienes públicos (contratos, información privilegiada o acceso al mercado) al postor que cuenta con la operación empresarial más eficiente. En un contexto de desconfianza en el entorno social, sólo participan los jugadores que se conocen, limitando el acceso de nuevos empresarios, potencialmente más eficientes. En China, dicen los autores, existe un clima de confianza, en Filipinas no.
Me pregunto si una de las explicaciones de nuestro estancamiento resida en la brutal caída de los niveles de confianza dentro de la sociedad. ¿Será posible que la economía del México anterior a las crisis funcionara mejor porque había un entorno de confianza que permitía a los procesos funcionar? ¿Será posible que los esfuerzos setenteros por burocratizarlo todo y luego moralizarlo en los ochenta, se hayan traducido en niveles cada vez menores de confianza? Son preguntas que tal vez nos ayuden a entender mejor nuestros entuertos.
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