Luis Rubio / Reforma
La disputa por las candidaturas a la presidencia es candente y se manifiesta en conflictos, propuestas, zancadillas, ataques, negociaciones y muchas veladoras encendidas. Cada uno de los llamados “suspirantes” promete lo necesario y corteja a su público: unos, los perredistas, intentan construir un Frente para lograr su sobrevivencia; los panistas atizan las discordias y se enmarañan en reyertas inexpugnables, olvidándose que primero hay que ganar…; por su parte, los priistas se desviven en atenciones -que bordean en la adulación- a quien decidirá la candidatura. La competencia interna es natural e inevitable y cada partido la resuelve a su manera. Presumiblemente, todos intentan que ese proceso eleve la probabilidad de ganar la elección presidencial.
Las aspiraciones y las contiendas son todas legítimas, pero nada tienen que ver con los problemas y desafíos que enfrenta el país o con las necesidades y expectativas de la población, que acaba siendo mero espectador en un proceso del que es protagonista, pero sobre el que prácticamente no tiene influencia alguna. Mucho menos sobre lo que siga después del día de la elección.
A pesar de la distancia que separa a quien llegue a gobernar de la población, lo que es evidente desde hace por lo menos tres décadas es que los presidentes no pueden gobernar ni ser exitosos sin al menos el reconocimiento y aprecio de la población. Si uno observa el devenir de las administraciones desde los ochenta, los gobiernos que avanzaron y aportaron algo relevante fueron aquellos que buscaron y procuraron el apoyo de la ciudadanía. Todos los que la ignoraron y despreciaron acabaron derrotados.
El apoyo popular siempre es importante y por eso la máxima de Mao en el sentido de que se puede gobernar sin comida y sin ejército, pero nunca sin la confianza de la población. Ese principio elemental se ha tornado en crucial en la era de la ubicuidad de la información pues los gobiernos de hoy no controlan ese insumo fundamental que, en el pasado, servía para mantener ignorante a la ciudadanía. Hoy las redes sociales y otros medios de transmisión de la información son casi siempre más importantes que los instrumentos con que cuenta el gobierno para actuar. Si a lo anterior se suma el enorme poder de los mercados financieros y su potencial disruptivo, resulta claro que quienes aspiran a gobernar deben tener en mente al menos los tres ejes cruciales que tantos de nuestros gobernantes recientes han ignorado.
Los tres ejes clave para la viabilidad y potencial éxito del próximo gobierno son muy claros: gobernar, mantener las finanzas en equilibrio y ganarse la confianza de la población. Parecerían obvios pero, a juzgar por los resultados de las últimas décadas, ninguno es fácil de lograr. Además, luego de Fox, en que la ciudadanía se sintió traicionada, los votantes han aprendido a usar su voto para premiar y castigar, respectivamente, a los partidos y sus candidatos.
En ese entorno, llega un nuevo presidente a Los Pinos a la vez que se instalan sus secretarios en Hacienda, Gobernación y las otras secretarías clave y todos sienten que les hizo justicia la Revolución. ¡Ya la hicieron! Todo ello cuando la chamba apenas comienza.
Gobernar, ese verbo raro que los jóvenes de hoy nunca han visto, implica hacerse cargo de lo fundamental: la seguridad, la justicia y los servicios públicos; decidir prioridades, explicarle a la población, convencer al electorado y sumar fuerzas para re-direccionar los destinos del país. Quienes aspiran a gobernar típicamente ignoran lo que eso implica: ganarse a la ciudadanía, afectar intereses, someter a quienes amenazan o dañan a la población y, en todo caso, ceder poderes para institucionalizar su propia función. La disputa por la fiscalía es un buen ejemplo: ¿no hubiera sido la gran oportunidad para despolitizar la administración de la justicia y construir un fundamento para el progreso del país, rompiendo con el pasado?
Mantener finanzas públicas en equilibrio es algo que parecería sencillo pues para cualquier ciudadano es elemental no gastar más de lo que tiene, pero no faltan secretarios de hacienda que creen poder desafiar la ley de la gravedad: gastan más de lo que ingresa, endeudan al erario y luego pretenden desentenderse de la inflación y devaluaciones resultantes, factores todos ellos que crean ansiedad entre los acreedores, desprecio por parte de la ciudadanía y costos crecientes de la deuda. Décadas de crisis han sido insuficientes para internalizar estas obviedades.
Finalmente, nadie puede pretender gobernar si no le explica a la ciudadanía qué es lo que se pretende lograr, la convence de la bondad de sus propuestas y le reporta de las dificultades que se presenten en el camino. En lugar de ello, nuestros “gobernantes” tienden a optar por la mentira, aderezar los errores y pretender que nadie se da cuenta. Tanto más simple es cultivar su confianza y rendir cuentas, en las buenas y en las malas.
Todos los buenos gobernantes entienden esto. Liu Bang, el primer soberano de la dinastía Han (202-195 AC), supuestamente dijo que “podía conquistar un imperio a caballo, pero para gobernar tenía que desmontar.” México no es distinto: hay que desmontar para gobernar…
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