La contienda va a todo lo que da, meses antes de que inicie formalmente. Los candidatos hacen lo posible por tener presencia, atraer votantes nuevos y responder a los desafíos (y bretes) en que los colocan sus contendientes. Todo eso es lo normal en la vida democrática, aunque ésta se vea plagada de spots, discursos y alharacas. Los candidatos hacen lo que tienen que hacer para elevar su visibilidad y, confiadamente, ganar el voto adicional que permitiría lograr la victoria. La pregunta es qué está haciendo la ciudadanía para exigirle respuestas a los candidatos. Uno sin lo otro no es más que una invitación a la perpetuación de la impunidad.
La pregunta clave es dónde estamos, porque sólo así es posible responder a lo trascendente: cómo lo resolvemos. Los candidatos se desviven por avanzar su mensaje (y descontar a los otros), pero eso no responde al asunto medular que interesa a los ciudadanos: cómo vamos a salir del bache.
Por situación lógica e inevitable, el candidato del partido en el gobierno tiene la difícil situación de tener que proponer algo distinto sin alejarse de donde proviene y con demasiados jefes que, además, no comprenden el sentir del electorado; por su parte, los dos contendientes tienen mayor facilidad para atacar y denunciar, sin molestarse en proponer. AMLO se ha distinguido a lo largo de todos estos años por plantear algunos de los dilemas y problemas más fundamentales que enfrenta el país; sus planteamientos para resolverlos son vagos, muchos de ellos absurdos y casi todos a-históricos, pero eso no le quita el mérito de obligar a enfocar hacia problemas reales como los de la pobreza, la desigualdad y la corrupción. Anaya traía un discurso más moderno e innovador, pero se ha dedicado a competir por el voto anti sistémico, perdiendo con ello su ventaja comparativa: la herencia liberal de su partido, que es lo que lo hace (hacía) distinto. José Antonio Meade cuenta con la experiencia y la visión que permitiría romper con los entuertos que mantienen empinado al país, pero sólo lo lograría en la medida en que rompiera con mucho de lo que hereda del gobierno del que emana. Ninguno la tiene fácil.
Pero esa perspectiva es en abstracto. En el mundo real, la contienda es muy distinta a lo que sugieren las encuestas en este momento. Una contienda de más de dos candidatos sin segunda vuelta tiene características muy específicas que determinan mucho del devenir del proceso electoral. El primer efecto es el de la fragmentación del voto; un segundo efecto es que alguna porción de la población, típicamente cercana al 10% en nuestro pasado reciente, abandona a su candidato si éste o ésta va en tercer o cuarto lugar para evitar un resultado que le es inaceptable: es decir, una porción del electorado de hecho actúa como si hubiera segunda vuelta. El tercer efecto es el más trascendente: con la fragmentación del voto, disminuye el umbral de triunfo, lo que le otorga un enorme peso al voto duro; es decir, la contienda se convierte en una en la que las maquinarias partidistas se tornan críticas.
Aunque todos los partidos tienen sus aparatos y maquinarias, ninguno tiene la organización con que cuenta el PRI que, por razones obvias de nuestra historia, tiene presencia incluso en estados y localidades en las que hace décadas no gobierna. Esto implica que si Meade logra consolidar la base priista, su probabilidad de ganar rebasa con mucho las apariencias que reflejan las encuestas.
Desde luego, la maquinaria no lo es todo, pero en una contienda en la que la base dura del electorado es crucial, la maquinaria adquiere una importancia excepcional. AMLO tiene su base dura (que, según diversas encuestas, anda alrededor del 25%) en regiones del centro del país históricamente saturadas de operadores, clientelas y organizaciones. El PRI, con la maquinaria más aceitada y distribuida, arroja un voto duro, si todos esos electores de hecho votan, de alrededor del 18%, en tanto que el PAN tiene cerca del 15%. Si al voto priista se le suma el Verde y el PANAL, el candidato del PRI prácticamente se empareja con AMLO. Con estos números, la verdadera contienda se concentraría en los 5%-6% adicionales que el ganador tendría que lograr de la ciudadanía.
Este análisis supone que Meade logra sumar al 100% de los priistas, comenzando por los que no se sienten representados por el candidato que no es miembro del partido que lo postula, y que todos sus operadores actúan de manera coordinada el día de la elección. Sin el voto duro priista, la probabilidad de éxito de Meade disminuye porque el voto ciudadano estaría muy disperso y casi sin duda sería insuficiente para reemplazar a la base dura.
En este contexto, el Frente se encuentra ante la tesitura que explica el discurso anti-sistémico de su candidato, así como la manera en que juega con fuego el gobernador de Chihuahua. Con una maquinaria menos grande y con un voto duro más pequeño, su única probabilidad de éxito, como ocurrió en 2006, es que alguno de los otros dos candidatos falle, cometa una pifia o se desmorone.
Nada de esto garantiza un resultado -de hecho, cualquier cosa es posible- pero sugiere que esta elección estará de morderse las uñas.
@lrubiof
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