En lugar de pelarse con el electorado que apoya a AMLO, sería mejor comenzar a tratar de entender las motivaciones y razones que yacen detrás de su exitosa oferta.
Luis Rubio / Reforma
Esta elección es cada día más clara: se disputan dos mundos, dos perspectivas sobre la vida y el papel del gobierno en el desarrollo y en la vida cotidiana. Se confronta la arrogancia frente a la redención: una gran parte de la ciudadanía simplemente está harta del statu quo: la inseguridad, la arrogancia gubernamental, la corrupción, las promesas incumplidas y el choque entre el discurso político (de todos los partidos y candidatos) y la dura realidad cotidiana. Frente a eso, la oferta de todos los candidatos menos uno suena frívola, si no es que banal. No hay duda alguna que la visión implícita en esa oferta -del candidato que uno prefiera- es la que México necesita, pero al elector promedio le suena falsa porque van décadas de promesas similares.
El éxito de Andrés Manuel López Obrador en las encuestas se debe a que ofrece algo radicalmente distinto: regresar a una vida tranquila donde no hay más promesa que la de la redención. Como con el caso de Trump, ha logrado penetrar el subconsciente de la ciudadanía porque no opera en el mundo real sino en el del hastío que legítimamente caracteriza a buena parte de la ciudadanía. Cuando quienes pretendemos estar en el siglo XXI lo vemos no responder a las preguntas, evadir los asuntos relevantes o prometer cosas absurdas, nos congratulamos que vive en otro mundo y que nadie en su sano juicio votaría por él. Pero los números al día de hoy dicen otra cosa: su discurso mesiánico tiene un efecto redentor y ahí yace la razón de su éxito.
Andrés Manuel López Obrador tiene una visión grandiosa de sí mismo y de su capacidad para, por su mera presencia, transformar la realidad. En condiciones normales -es decir, en un contexto de paz social, progreso económico y un razonable optimismo sobre el futuro- su mensaje y presencia pública no tendrían posibilidad alguna de prosperar: todo mundo vería lo absurdo de su propuesta y, particularmente, su falta de realidad. Pero, como con Trump, una porción significativa de la población lo ve como un medio, un instrumento, para mentársela a quienes llevan décadas prometiendo soluciones sin resolver nada.
La oferta de López Obrador choca con la realidad objetiva, pero eso a nadie le importa porque el hastío y el hartazgo, además del enorme enojo que pulula la sociedad mexicana, son tan vastos que cualquier cosa le parece mejor a muchos votantes de a pie. Quien quiera ver los números reconocerá enormes avances en calidad de vida, longevidad, salud, consumo y otros muchos indicadores objetivos, pero ninguno de esos es relevante cuando el electorado se siente ofendido por la arrogancia gubernamental, no nueva pero incomparablemente superior en este sexenio respecto al pasado. Gobiernos anteriores al menos entendían que el mexicano estaba ansioso de una mejoría y dedicaban su discurso a atenuar sus molestias; el actual está tan seguro de sí mismo que no tiene ni siquiera la capacidad, ya no digo humildad, para entender que su actitud es la principal fuente del problema.
¿A qué político sensato en el mundo se le ocurriría una campaña mediática centrada en quejarse de los ciudadanos? Eso es precisamente lo que el gobierno actual ha venido haciendo a lo largo de todo el sexenio, primero con ese “ya chole con tus quejas” y ahora con lo mismo pero con otras palabras: “hagamos bien las cuentas.” Con esa evidente arrogancia e indiferencia respecto al sentir ciudadano, no es difícil entender la posición de AMLO en las encuestas. Su mera presencia dice lo contrario.
AMLO vive en un mundo distinto al del resto de los mexicanos. Su propuesta programática es a-histórica y peligrosa en cuanto a que conscientemente ignora el mundo de hoy; su postura respecto al aeropuerto de la CDMX es reveladora y similar al muro de Trump, es decir, se trata de un símbolo; no es que no sea obvia la saturación del actual, sino que, como con su “al diablo con sus instituciones,” constituye una afronta a quienes él ha satanizado como los arrogantes que prometen pero no cumplen y sólo se hacen ricos a costa de los demás. La postura (y la estrategia que yace detrás), es impecable.
Es significativo que AMLO jamás se refiera a la ciudadanía porque, en su visión, ésta no existe. Él encarna al “pueblo” porque sólo él lo entiende y lo representa, ergo, su mera presencia acaba con la corrupción y la “mafia del poder.” En ese mundo, los contrapesos son malos (e innecesarios), las instituciones sirven como medio para que el presidente imponga su visión y el gobernante todopoderoso es el único que puede decidir. En otras palabras, la esencia del proyecto reside en acabar con la libertad individual, con el sistema de mercado, con los tratados comerciales, con la prensa independiente y con las organizaciones sociales (empresariales, sindicales, civiles) porque todas ellas limitan, en mayor o menor medida, que el presidente actúe como le plazca.
AMLO toca una fibra por demás sensible que sólo puede ser contrarrestada con una propuesta realmente transformadora, una que parta del principio que hay que cambiar el statu quo político porque es ahí donde yace el obstáculo al desarrollo del país. Mientras eso no exista, el discurso redentor seguirá teniendo éxito.
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