Luego de cuatro décadas de extraordinaria transformación, nadie puede dudar de las enormes ambiciones de China como potencia mundial, ahora asistida por el repliegue que Trump ha iniciado, dejándole un campo fértil para su expansión política y estratégica, además de económica. Napoleón así lo entendió desde 1817 cuando afirmó, desde su “estancia” en la isla de Santa Elena, que “China es un gigante dormido… Hay que dejarla dormir, porque cuando despierte moverá al mundo.” China ha despertado y su presencia en el mundo se hace sentir tanto en el impactante proyecto logístico que está construyendo en Asia y África como en su evidente aspiración por recobrar su importancia como potencia mundial. La pregunta para México es si existe un espacio viable de interacción.
México se encuentra localizado en una zona geopolítica distante a la de China, lo que ha condicionado mucho del devenir de la relación bilateral. La paradoja ahora es que la actitud norteamericana genera un incentivo mutuo para explorar alternativas comunes. El atractivo es evidente, pero la complejidad no es menor: por un lado, a pesar de la enorme transformación que ha experimentado la nación asiática, las distorsiones económicas que la caracterizan no son menores y, en contraste con la relación complementaria con Europa o EUA, competimos con ellos en un sinnúmero de sectores (que alegan que en China no se opera bajo reglas convencionales). Por otra parte, la circunstancia geopolítica no es simple, como demostró el fallido proyecto de tren rápido a Querétaro.
Nada cambiará nuestra geografía, pero la realidad política de nuestra región obliga a la diversificación que siempre se ha planteado pero nunca se ha conseguido (algo no distinto a Canadá). Desde esta perspectiva, China constituye un ejemplo y un desafío, un problema y una solución, todo al mismo tiempo. A pesar de sus propios dilemas estructurales, que no son pocos ni fáciles de resolver, China se ha convertido en el principal motor de crecimiento del mundo y un imponente competidor en cada vez más sectores y actividades.
En este contexto, no es casualidad que China y la potencial relación con esa nación, desate pasiones: para unos es un país que no se conforma a regla alguna, en tanto que para otros constituye una alternativa estratégica. Ambas cosas pueden ser ciertas y sería una de las muchas contradicciones con que sería necesario lidiar. Su sistema político se parece más al que nos caracterizó a lo largo del siglo XX que al que (supuestamente) aspiramos a crear por la vía democrática y, sin embargo, muchos lo admiran precisamente porque su gobierno tiene una impactante capacidad para imponer cambios estructurales y forzar la transformación de sectores, regiones y actividades. Es decir, una eventual profundización de la relación con China entrañaría una necesaria introspección en México sobre valores que, al menos en la retórica cotidiana, se han convertido en clave, como corrupción, transparencia y pesos y contrapesos, ninguno de los cuales son parte del menú chino. En este contexto, cualquier presunción de interacción requeriría definiciones internas muy claras y precisas.*
Mi impresión es que las pasiones que desata esa nación se explican sobre todo por la falta de comprensión de lo que es China y cómo se mueve, situación que es prácticamente universal: un país sumamente controlado, con instituciones autoritarias y, aunque hay muchas fuentes informales de información, su criterio en la conducción de sus asuntos, igual económicos que políticos, es político y estratégico. Nada de esto es sorprendente, pero se trata de un país difícil de conocer y al que, en general, México le ha dedicado muy poca atención.
China es una fuente de referencia inexorable con la que hay que establecer contacto, pero éste es inconcebible con una nación tan centralizada y estratégica sin una visión comparable, algo inusual, por no decir inexistente (hasta hoy), en nuestro contexto. Además, aunque los contactos que se establezcan sean políticos (allá todo es política), la articulación será, en la mayoría de los casos, a través de empresas privadas (al menos de nuestro lado), lo que obligaría al gobierno mexicano a definir cómo actuaría frente a situaciones complejas: cuando las condiciones de operación no sean equitativas o cuando las fuentes de competitividad sean de origen político. En una palabra, cómo va a tomar la iniciativa la parte mexicana y no dejar que la conducción sea toda del otro lado. Pocos países exhiben tal complejidad.
Lo que he aprendido de China a lo largo de los años, y de escuchar y leer a expertos diversos, es que tenemos que ser realistas en lo que es posible de esa relación y mantener claro que se trata de una conexión triangular en la que no tenemos todos los elementos del juego porque nuestra realidad geopolítica entraña condicionantes que no podemos saltar. Mucho más importante, con Trump o sin Trump, la integración de nuestra industria está ocurriendo y nada va a modificar ese patrón, aunque el ritmo pudiera variar. También, no es imposible que, tarde o temprano, acabemos concluyendo que lidiar con los americanos, incluso con Trump, es cosa de niños comparado con el dragón oriental.
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