Todos los presidentes se sienten destinados a cambiar el mundo, pero ninguno lo ha logrado en el último medio siglo. ¿Qué diferencia podrá hacer el próximo? Los recientes intentaron todo: gasto público exacerbado (Echeverría y López Portillo), pactos (Miguel de la Madrid y Peña Nieto), alianzas (Salinas), acuerdos (Zedillo) y tratados (como el TLC). Muchos planes pero los resultados no son encomiables porque ninguno enfrentó el principal reto del país: el de cómo y, sobre todo, para qué gobernar. Con AMLO existe la oportunidad de una transformación cabal porque goza de una legitimidad inusual, pero sobre todo porque no está comprometido a preservar el statu quo.
Si uno observa al país desde al menos 1964 cuando Díaz Ordaz asumió la presidencia, todos los presidentes comenzaron con grandes planes pero, con la sola excepción de Zedillo, acabaron mal: unos porque provocaron crisis incontenibles, otros porque sus actos los desacreditaron al punto de no poder volver a ver la luz pública. Todos prometieron el cielo y las estrellas pero pocos acabaron bien. Sin duda, algunos dejaron legados trascendentales (como el TLC) y otros construyeron instituciones que han cambiado la naturaleza de la problemática. Todos, cada uno a su manera, intentaron reformar al país para lograr un crecimiento elevado y sostenido, pero ninguno logró que ese fuera el caso para el conjunto de la población.
Hoy es claro que nadie ha querido o ha estado dispuesto a enfrentar el problema de fondo de nuestra estructura institucional y política: aunque mucho ha cambiado, el gobierno ha quedado igual. El país ha vivido una profunda transformación económica, convirtiéndose en una potencia exportadora; la demografía nada tiene que ver con la de hace medio siglo: hoy la población es tres veces mayor y se ha dispersado por todo el territorio, además de sostener contactos e intercambios permanentes con el mundo. Estamos atravesando el momento demográfico más crítico -el llamado bono demográfico- el punto en el cual los jóvenes son la mayoría y, de incorporarse exitosamente al mercado de trabajo, constituirían la plataforma de creación de riqueza más importante para el futuro; de fracasar en este proceso, acabaríamos siendo una sociedad vieja y pobre. No hay margen para donde hacerse.
Si la economía y la demografía ofrecen ingentes oportunidades, la crisis de seguridad, la pobreza y la rijosidad política constituyen fardos que nos detienen y obstaculizan; todo eso ha impedido que el país prospere y se transforme en una potencia capaz de proveerle exitosamente a toda la ciudadanía. Porque, a final de cuentas, si el propósito de gobernar no es la prosperidad, su función es irrelevante. Y el récord del último medio siglo no es encomiable en esta medida. Tampoco lo es la forma en que AMLO pretende gobernar, como ilustró la faena del aeropuerto.
Hace tres o cuatro años el gobierno mandó hacer una encuesta de percepciones sobre el país. El resultado se expresaba en una gráfica de barras en la que aparecían, de mayor a menor, los asuntos que la población evaluaba de manera positiva, descendiendo hacia los que percibía como negativos. De esta forma, había barras muy altas del lado izquierdo de la gráfica y otras muy negativas del lado derecho: las del lado izquierdo se referían a la naturaleza del mexicano, la comida, la afabilidad, el arte, la historia, las exportaciones y demás. Luego seguían muchas barritas pequeñas cubriendo asuntos que no se percibían como buenos ni malos, para acabar con una serie de barras hacia abajo, cada una peor que la anterior: estas se referían a las policías, la educación, el gobierno, las autoridades hacendarias y los tribunales. O sea, la población aprobaba todo lo que es parte de nuestra historia y de nuestra cultura y reprobaba todo lo que se vincula con el gobierno. Ese es el problema del país: no tenemos un gobierno que funcione para lo relevante, para generar prosperidad.
A los políticos les encanta emplear el término “gobernabilidad” para referirse a la capacidad de hacer lo que les da la gana. AMLO no tiene ese problema y lo ha demostrado de manera cabal. El problema para él es que tiene que arrojar resultados: no es suficiente desmantelar programas existentes o tener una mayoría abrumadora en el poder legislativo. Si no logra la prosperidad del país, su enorme poder resulta intrascendente. La historia enseña que recrear los mismos vicios, programas y estrategias que no funcionaron en el pasado tampoco funcionarán ahora. El país y el mundo han cambiado, lo que obliga a buscar nuevas formas de acceso a las oportunidades para toda la población.
Si quiere acabar bien, el gobierno tiene que a crear condiciones para la prosperidad de la población y, para eso, debe no sólo cambiar la estructura del gobierno, sino construir medios de acceso para la población que siempre ha estado excluida. No basta ser poderoso: para salir del hoyo es imperativo crear un nuevo sistema de gobierno institucionalizado y con criterios explícitos de inclusión social. La tragedia de su consulta sobre el aeropuerto es que sólo pensó en el cambio de relaciones de poder, sin reparar en sus consecuencias en términos de desarrollo a largo plazo.
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