El taxi conduce por una de las principales arterias de la ciudad, hasta que, de pronto, se para en seco. A lo lejos se puede ver que el entronque con el ramal de uno de los circuitos “rápidos” de la urbe prácticamente no se mueve. El taxista voltea a la izquierda y observa que, del otro lado de la avenida, hay una entrada por la que se incorpora un automóvil tras otro a la calle. El taxista piensa rápido y decide darse la vuelta a la brava para cortar unos minutos en su trayecto. Los coches que vienen en sentido contrario le tocan el claxon y le recuerdan a su progenitora pero en un par de minutos se sale con la suya y les regresa el sentimiento con la mano. El taxista se comportó tal como lo hacemos muchos una y otra vez de manera cotidiana al estacionarnos en doble fila, tocar el claxon frente a un hospital, darnos vuelta en sentido contrario, pasarnos un alto, conducir a mayor velocidad de la permitida, etcétera. Lo hacemos y creemos que fuimos muy listos.
Detrás del taxista antes mencionado está otra persona que iba a su trabajo y observaba la misma escena pero optó por mantenerse en su carril hasta llegar al entronque, cumpliendo las reglas al pie de la letra. Mientras que el taxista se ufanaba de su travesura y se burlaba de los tontos que se quedaron en la cola, el señor de atrás llegó tarde a su trabajo. Le salió caro a quien cumplió con las reglas. Esta historia en nada se diferencia a la del ciudadano ejemplar que va y paga la tenencia de su automóvil en el tiempo establecido, mientras que su vecino pospone y pospone hasta el límite, sólo para encontrarse con que el gobierno local decretó un descuento especial para los retrasados. El que optó por apegarse a las reglas perdió.
En México el cumplimiento de la ley es opcional, igual para los gobernantes que para los ciudadanos. Los funcionarios deciden si aplican la ley o si la cambian sin el menor rubor; lo peor que le puede suceder a un ciudadano común y corriente por no cumplir una ley es que tenga que pagar una mordida para luego decir “me salió barato.” El que cumple la ley llega tarde, paga más y tiene una vida complicada. Cumplir con la ley es ser perdedor.
En nuestro sistema de gobierno la ley es un instrumento que se usa a conveniencia: cuando satisface los objetivos, usualmente políticos, del funcionario en turno, la ley ES LA LEY y se hace cumplir. Cuando no le gusta lo que dice la ley, el funcionario tiene dos posibilidades: una es ignorarla (lo más frecuente); la otra, sobre todo si es el presidente o se trata de un funcionario de alto nivel, procede a modificarla o promover una nueva ley, que se apegue al objetivo. Cuando López Obrador le respondió al Ing. Slim en el asunto del nuevo aeropuerto, su punto de partida hizo evidente que sería facultad suya aplicar la ley, cambiarla o concesionar el aeropuerto. No es necesario que haya un proceso de licitación o que el congreso revise la ley. Con la decisión de una persona basta.
Nada de esto es novedoso o especialmente revelador, pero ilustra el choque entre nuestra forma de ser y nuestras pretensiones. Hace no mucho observaba yo a una persona indignadísima, tocando el claxon y gritándole a una señora que se había estacionado en Paseo de la Reforma, creando un enorme embotellamiento. Más allá de los gritos, la persona molesta tenía razón: no se puede uno parar en esa avenida como si fuera estacionamiento particular. Lo interesante fue lo que ocurrió dos cuadras más adelante, cuando el gritón hizo exactamente lo mismo, en la misma avenida. Se paró en seco, puso las luces de emergencia y se bajó a comprar un periódico. Cuando alguien le tocó el claxon como él había hecho unos minutos antes, su lenguaje corporal fue desafiante y amenazó: “lo que quieras c….” Poco le faltó para sacar una pistola. Nos indigna que otro viole el reglamento pero nos parece enteramente natural violarlo cuando nos conviene o sirve a nuestros propósitos.
Saltarnos las trancas es parte de nuestro ADN y lo hacemos todos los días. El caso del tránsito es quizá el más evidente o, al menos, el más visible, pero es sólo una muestra de nuestro ser. En una ocasión asistí con varios legisladores mexicanos al Congreso estadounidense. El policía de la entrada tenía una lista de los visitantes y exigía una identificación a cada uno de nosotros para cotejarla contra ella. Un senador se acercó y, con tono de autoridad, le dijo “yo soy senador de la República,” como si al policía, responsable de quien entra y sale, le importara. En inglés, le respondió, de la manera más natural, pero inconfundible: “si quiere entrar tiene que mostrar su identificación.”
Los países más exitosos y desarrollados se apegan a las reglas y no piensan ni un instante en la alternativa: las reglas y las leyes no son opcionales: son obligatorias. Los funcionarios de esos países no dudan en que la ley es la que está en el código y tiene que hacerse cumplir sin chistar: no es algo opcional. Eso es lo que hace posible la equidad y el desarrollo. Algún día, los mexicanos tendremos que decidir si queremos ser un país desarrollado y lo que eso implica, comenzando por cumplir y hacer cumplir la ley. Mientras, sólo los tontos (hay mejores palabras) la cumplirán.
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