Una manera de pensar sobre lo que viene es contrastar lo que el gobierno dice que quiere lograr y lo que de hecho se propone hacer. El caso de la austeridad es ilustrativo: casi la primera prioridad del nuevo congreso fue una ley de austeridad, seguida por la de remuneraciones a funcionarios, como eje de su estrategia. Es obvio, como punto de partida, que nadie puede estar en contra de la austeridad como principio; sin embargo, lo relevante es preguntar cuál es el objetivo de la austeridad y cómo se va a practicar: no es lo mismo elevar la eficiencia y eficacia de la función gubernamental (algo deseable y para lo cual hay, como se dice, muchísima tela donde cortar), y otra muy distinta es someter a otros poderes públicos por medio de recortes de gastos (sobre todo aquellos que le dan capacidad al Congreso de funcionar como contrapeso) o penalizar a los buenos funcionarios reduciéndoles sus ingresos: dos objetivos muy distintos, aunque ambos sean igualmente consistentes con la austeridad. La pregunta no es ociosa: qué se propone lograr y qué le asegura a la ciudadanía que aquello es lo adecuado y necesario.
Andrés Manuel López Obrador ganó la elección con un porcentaje del voto al que ya nos habíamos desacostumbrado. Ninguno de sus predecesores, de los noventa para acá, contó con el nivel de votos o apoyo legislativo y la legitimidad de mandato que ello entraña. Para todos ellos, el Congreso y las diversas entidades del Estado que gozan de autonomía sirvieron de contrapeso, al menos en algunos de los momentos más álgidos. Aunque, a decir verdad, su oposición fue casi siempre inspirada en recelos políticos de corto plazo, ahora ni eso es probable que ocurra. Pero hay un gran valor en ello.
La transición política mexicana que comenzó con la reforma electoral de 1996 resolvió el problema del acceso al poder, pero no el de la forma en que los mexicanos habríamos de ser gobernados. De hecho, mucho del deterioro que se ha dado en las últimas décadas –en seguridad, crecimiento económico y corrupción- se debe, casi exclusivamente, al desarreglo político que se derivó de la derrota del PRI en 2000. El fin del contubernio presidencia-PRI trajo todo tipo de consecuencias, muchas de ellas negativas: inmensas transferencias (y desperdicio) de fondos a los gobernadores sin contrapeso alguno; ocurrencias en lugar de estrategia de gobierno; deterioro sistemático de las estructuras institucionales (procuración de justicia, policías, ministerios públicos, aduanas); y, en general, colapso de la civilidad en el trato cotidiano entre ciudadanos, entre políticos y entre ambos. Hoy no es extraño escuchar a algún mexicano preguntar, cuando se encuentra en el extranjero, si puede salir a caminar a la calle, pregunta hubiera sido ridícula hace algunas décadas. El enojo y la disfuncionalidad no son producto de la casualidad. La pregunta es cómo lograr la transformación que el país requiere, no ir hacia atrás en la historia para empobrecer al país.
La solución que puede intuirse en lo que ha venido haciendo y proponiendo AMLO consiste en centralizar al poder a través de medios como los virtuales procónsules en los estados; la re-concepción del ejército como supervisor de todos los asuntos de seguridad a nivel regional; la reducción de salarios a funcionarios de los primeros niveles; la creación de programas de distribución de transferencias a jóvenes, ancianos y otros grupos susceptibles; y la reducción de presupuestos al Congreso y al Senado. La centralización del poder no es algo bueno o malo en sí mismo; la cuestión es centralizar para qué: todo sugiere que es no más que un medio para eliminar toda disidencia y garantizar lealtades. Sin embargo, lo importante no es la acumulación de poder en sí, sino si ésta permite cambiar la realidad para bien, no sólo para cambiar.
El mandato que recibió AMLO es de cambiar la realidad, pero no cualquier cambio resultaría en una mejora de las condiciones de vida de la población más vulnerable a la que se quiere abocar o a crear un mejor futuro en general. No bastan los buenos deseos: hay problemas de extrema complejidad, comenzando por el de la seguridad, que requieren cuidadosa planeación. Como ilustran algunos ejercicios exitosos a nivel estatal, hay opciones viables, pero una solución integral va a requerir un plan bien articulado por profesionales y una disposición a construir para el largo plazo. En vez de eso, lo observable son acciones, no todas coherentes entres sí, para atender enojos de grupos cercanos al presidente, como el maltrato que se le da al ejército, culpándolo de todos los males y, a la vez, convirtiéndolo en el corazón de la estrategia. Se requieren soluciones de largo plazo para evitar que el país acabe peor de lo que estaba.
En lugar de recortes al Congreso, se requieren contrapesos efectivos que le ayuden al propio presidente a asegurar que sus propuestas sean susceptibles de cambiar la realidad para bien. Los contrapesos no disminuyen el poder presidencial, pero sí obligan a que éste produzca proyectos que puedan mejorar la vida de la población. Ese es el mandato que parece evidente de la elección pasada; ojalá así lo lea así el nuevo presidente.
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