A la memoria de Leonor Ortiz Monasterio
Todos los gobiernos del mundo, de todos colores, quieren inversión del sector privado, pero ninguno la puede lograr por la fuerza. Nadie -chico o grande, nacional o extranjero- asume riesgos o compromisos sin sentirse cómodo y bienvenido y eso de las sensaciones no depende del discurso político ni de la voluntad del gobernante, sino de la existencia de reglas claras y confiables. Así de fácil y así de difícil.
La noción de una “obsesión” por la inversión suena altisonante y atractivo, pero es una quimera. Nadie se obsesiona por invertir. Quien debiera obsesionarse es el político que necesita la inversión privada para lograr sus objetivos de desarrollo, disminución de la pobreza, empleo y, en general, una mejoría generalizada de la vida de la población. Pero una obsesión política o discursiva es anatema para la inversión privada: la clave radica en la confiabilidad de las reglas.
- Invertir entraña un riesgo: quien pone su dinero en un proyecto -igual a través de la compra acciones (una forma de ahorro), que al emprender un determinado objetivo productivo- está apostando que puede lograr retornos o rendimientos atractivos. Su apuesta representa el reconocimiento de un riesgo de que el proyecto sea exitoso. Muchos restaurantes abren sus puertas con bombo y platillo, sólo para acabar cerrando unos meses después. Una apuesta fallida.
- Invertir es un acto de fe y de confianza tanto en el proyecto específico como en el contexto en que se realiza la inversión. Las franquicias son exitosas porque disminuyen el riesgo del proyecto. Lo mismo se requiere para el entorno.
- Nadie invierte sin una razonable expectativa de que su proyecto será exitoso y el éxito depende de dos circunstancias: la primera es que el proyecto mismo sea viable; la segunda, que exista un marco normativo confiable y estable. Esto último es lo que debería concentrar las obsesiones del gobernante.
- A pesar de esta obviedad, la mayor parte de los gobiernos se concentran en cambian las leyes, lanzar grandes iniciativas, crear monstruos burocráticos, premiar a sus favoritos y desarrollar clientelas, cuando lo que se requiere es fortalecer el entorno (una fuerza de trabajo mejor educada, mejor infraestructura y múltiples fuentes de certidumbre), o sea, algo muy simple, pero muy difícil de lograr: estabilidad en las reglas del juego. Simple porque es obvio; difícil porque implica ir contra toda la cauda de prejuicios acumulados.
- La virtud del TLC norteamericano, y su enorme éxito en atraer inversión, radicó en el marco normativo que fue su esencia: reglas claras, confiables y no cambiantes. Más específicamente, en el TLC original la clave no eran las miles de páginas de procedimientos, sino el capítulo once, que le confería certeza al inversionista respecto a la seguridad de su inversión. No es casualidad que el TLC se haya convertido, a través de las exportaciones, en el principal motor de la economía del país. En lugar de inventar el hilo negro, lo que procedería sería ampliar las reglas inherentes al TLC a todo el territorio nacional. Sería la forma más expedita de crear un entorno normativo propicio para la inversión, a la vez que se resuelve el entuerto creado por Trump en la materia: certidumbre generada desde México.
- Y lo anterior entraña una gran lección para nuestro gobierno y sus huestes: en el mundo interconectado de hoy no existe diferencia alguna entre los inversionistas o ahorradores nacionales o extranjeros. Todos siguen la misma lógica, todos quieren reglas claras y confiables. Muchas empresas mexicanas han invertido en México a través del TLC norteamericano o europeo precisamente para gozar de la misma certidumbre. Cuando el contingente de Morena en el Congreso plantea limitar la inversión extranjera no hace sino amenazar a la inversión nacional.
- El gobierno actual quiere subordinar las decisiones económicas a las políticas. Suena bien y es lógico en su perspectiva, pero no hay nada más pernicioso para la inversión privada que las decisiones políticas. La inversión va donde existen reglas claras y confiables, no donde los políticos cambian las reglas o las subordinan a sus preferencias políticas. Por eso fue tan dañina la decisión sobre el aeropuerto.
- La inversión privada no responde a discursos ni a peticiones: lo único que requiere es certeza o eso que llaman “confianza,” que no es otra cosa que el convencimiento de que las reglas del juego serán las mismas el día en que se invierte que cuando entrará en funcionamiento el proyecto.
- El gobierno puede suplicar, implorar, exigir o criticar, pero no puede obligar a que una persona arriesgue sus ahorros a través de una inversión.
- Lo único que puede hacer un gobierno es controlar su chequera, desarrollar instituciones fuertes que confieran certidumbre y asegurar, a través de su liderazgo, que todo el país se dedique a atraer la inversión y a engrandecerla. Así de fácil y así de difícil. Mientras mejor sea el entorno laboral, educativo y de infraestructura, menor el riesgo y mayor la inversión. No es ciencia del espacio.
Todavía es tiempo de obsesionarse por crear condiciones para que el país realmente se aboque a atraer la inversión, todo eso que no se ha hecho en las décadas pasadas.
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