La crisis financiera por la que atraviesa EUA surge de excesos fiscales, una política monetaria laxa y, sobre todo, gran disponibilidad de capital por los elevados precios de petróleo. Todo esto tuvo el efecto de incentivar el desarrollo de productos financieros que no diferenciaban el riesgo en el precio. Es decir, le cobraban tasas de interés muy similares a proyectos sólidos y a inversiones de alto riesgo. En la medida en que los proyectos más riesgosos, como las hipotecas llamadas “sub prime”, comenzaron a hacer agua, todo el resto se vino abajo como un castillo de naipes.
La crisis no es producto del capitalismo salvaje ni del Estado interventor como argumentan tirios y troyanos. El sector financiero norteamericano se caracteriza por un sistema regulatorio extraordinariamente complejo que obliga a sus participantes a ceñirse a un conjunto de reglas muchas veces onerosas y arcaicas. En todo caso, aún un sistema regulatorio perfecto no puede prevenir todas las crisis porque los cambios tecnológicos y la creatividad humana tienden a generar nuevas circunstancias. De lo que no hay duda es que un mal sistema regulatorio puede causar crisis futuras y eso es lo que parece haber ocurrido aquí. Por eso la dicotomía relevante en este momento no es entre más mercado o más regulación sino en un sistema regulatorio apropiado.
A nadie le debe quedar ni la menor duda de que esta crisis exhibe las vulnerabilidades del sistema financiero estadounidense. También ilustra la complejidad de la globalización, sobre todo a través del llamado “empaquetamiento” de deudas y su venta a terceros alrededor del mundo. Un banco le otorga un crédito a una familia o empresa y luego divide ese crédito en pedacitos y se lo revende a una multiplicidad de aseguradoras, bancos y fondos de inversión. Lo que ocurrió aquí es que al final nadie sabe quién tiene qué riesgos en su balance y eso paraliza al sistema.
El caso de las hipotecas es ilustrativo. En un ejercicio populista, los legisladores estadounidenses obligaron a los bancos a que crearan hipotecas para gente de menores recursos (a las que luego se sumaron personas con un mal expediente crediticio y especuladores) que, por definición, tenían poca capacidad de pago. Así nacieron las hipotecas “sub prime”. Estas hipotecas inician con pagos muy bajos en los primeros años y luego, súbitamente, experimentan un ascenso vertiginoso. Como resulta obvio ahora, todo mundo estuvo contento en los primeros años, pero en el momento en que los pagos ascendieron todo cambió. Tan pronto comenzó a subir el pago mensual, los propietarios de esas casas simplemente las abandonaron, dejando un hoyo en los balances de todos los poseedores de esos créditos alrededor del mundo. Detrás de esta crisis yace una política populista y no necesariamente (o no solo) un comportamiento impropio de actores del sector financiero, excepto su lógica avaricia.
Iniciada la crisis, el gobierno norteamericano comenzó a responder con celeridad pero de manera casuística. Pronto resultó que se trataba de un problema sistémico que exigía una solución general e inmediata. Aunque el primer proyecto de solución fracasó en el Congreso, la fortaleza institucional de ese país se ha dejado ver paso a paso. El proyecto elaborado por el Tesoro se discutió hasta el cansancio, los críticos hicieron saber sus perspectivas y el Congreso fue procesando los detalles del plan, todo a plena luz del día. Así como se exhibieron las vulnerabilidades del sistema financiero, se pudieron apreciar las fortalezas políticas e institucionales: la capacidad de emprender acciones decisivas, corregir el rumbo, sumar fuerzas y cooperar entre instituciones, partidos y entidades con objetivos e intereses disímbolos. Y todo eso a un mes de las elecciones. Como dijera Churchill, “los americanos invariablemente hacen lo correcto, después de haber agotado todas las alternativas”.
La gran pregunta, con enormes implicaciones para nosotros, es cómo afectará esa crisis a la tasa de crecimiento de la economía y a la generación de empleo. La crisis es profunda e involucra montos exorbitantes de dinero pero, a diferencia de 1929, existen los mecanismos necesarios para lidiar con ella y así limitar el daño potencial. De hecho, la expectativa es que el gobierno de ese país logre una utilidad sobre el dinero que emplee en este proceso de rescate. Si uno observa las bolsas, el mercado está diferenciando y discriminando entre empresas: no todo ha estado cayendo, lo que ya en sí dice mucho.
Más allá de las fluctuaciones cotidianas, así sean brutales, el sistema está funcionando como debe. Los pesos y contrapesos que caracterizan a ese país están operando de manera transparente y efectiva. Lo crucial es restablecer la confianza entre los jugadores en el sistema financiero y esa es precisamente la prioridad de las autoridades: su objetivo es restablecer el flujo de financiamiento para no afectar más el desempeño de la economía real.
Las autoridades mexicanas han insistido en que el impacto sobre México será menor y en eso están cumpliendo con la responsabilidad que les corresponde. Sin embargo, no hay manera de evadir algunas implicaciones evidentes. De hecho, si uno observa las expectativas de la población, ésta ya está tomando providencias: años de crisis le enseñaron a no esperar, sino anticipar las acciones, o errores, del gobierno.
Cualquiera que sea la disminución en el ritmo de actividad económica en EUA, ésta va a afectar tres variables clave para nosotros: las exportaciones, las remesas y los precios del petróleo. Además, el gobierno ha sido omiso en los ambiciosos planes de inversión en infraestructura que tenía y ahora no encontrará el mismo número de inversionistas o capital para llevarlos a cabo. Es decir, por razones externas pero también de incompetencia interna, es inevitable que México sufra como consecuencia.
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