DFiciente

Salud

Siempre me ha fascinado el contraste entre la retórica de los gobernantes del Distrito Federal y la realidad de la ciudad. Mientras que la retórica, sobre todo a partir del inicio de los noventa, se desvivía por afirmar la salud financiera de la ciudad, la realidad material del DF clamaba por toda clase de reparaciones físicas en su infraestructura más elemental. Es obvio que la razón del contraste es el hecho de que desde que nuestros regentes y jefes de gobierno se sintieron presidenciables todo, hasta el lenguaje, comenzó a cambiar. Cualquiera que haya sido su lenguaje, la realidad es que el DF tiene una atroz infraestructura física que no justifica las palmadas en la espalda que se dan nuestros gobernantes ni su pretensión de salud financiera en las cuentas de la ciudad.

La salud financiera de una ciudad se puede medir de dos formas: una es la que arrojan las cuentas fiscales que, de manera simplista se puede decir que equivale a sumar los ingresos, restarle los egresos (incluyendo el servicio de la deuda) y terminar con la cuenta final, que generalmente muestra un déficit, si bien relativamente modesto. Otra manera, la que realmente debería emplearse, tendría que incluir tanto lo que los contadores llaman “pasivos contingentes” (obligaciones que en algún momento tendrían que cubrirse) así como la depreciación del capital. En una ciudad, el capital (los activos) está integrado por el sistema de agua, las calles, los semáforos, el drenaje y, en general, todo lo que representa una inversión.

Cada uno de estos componentes del activo de la ciudad tiene una vigencia distinta. Mientras que los focos de los semáforos duran relativamente poco, el sistema de agua tiene una duración que se mide en décadas. La pavimentación de las calles dura mucho menos que el sistema de tuberías pero usualmente más que los puentes peatonales que cruzan las avenidas y periféricos. Sin embargo, todos estos elementos de la infraestructura urbana se van deteriorando poco a poco hasta que se acaban y por eso la contabilidad de la ciudad debería contemplar su reposición en un plazo lógico, antes de que comience a ser inutilizable o incluso contraproducente.

Lo que se puede decir de la infraestructura que no se ve (como el drenaje y las tuberías) también se puede afirmar de las vías “rápidas” con que cuenta la ciudad. El número de automóviles crece con celeridad, pero las calles disponibles para que estos circulen brillan por su ausencia. En lugar de anticipar crecimientos futuros, el gobierno de la ciudad responde décadas tarde (y usualmente mal) ante el desafío de la transportación urbana. Se construyen nuevos edificios de oficinas y desarrollos residenciales pero no se crean las calles y avenidas para desahogar el tránsito incremental que inevitablemente se producirá.

Así como son rápidos para ponerse medallas por museos o programas sociales no financiados, nuestros gobernantes locales nunca han sido excepcionales en su disposición a reconocer los pasivos que tienen con la ciudadanía en materia de infraestructura. Peor, desde que comenzaron abiertamente a querer ser candidatos a la presidencia se abocaron a toda clase de gastos muy atractivos y de gran visibilidad política (igual segundos pisos que universidades o subsidios a la población de mayor edad) sin reparar en la necesidad de darle el mantenimiento más elemental a lo existente.

Cualquiera que haya caminado en las calles de la ciudad de México sabe bien que toda la ciudad es un gran bache: prácticamente no hay cuadra en la que no haya agujeros en las calles, coladeras sin tapa u obras incompletas. El drenaje profundo ha sufrido descalabros mayores en los últimos años y nada se ha hecho para repararlo; la red de tuberías de agua potable tiene fugas por todos lados y su deterioro es palpable en grandes partes de la ciudad. Las calles y avenidas son insuficientes y conllevan al mayor desperdicio de horas hombre que alguien pudiera imaginar. Aunque en sentido estricto no es de su responsabilidad, el mismo problema existe en la red eléctrica. Sin embargo, el gasto público sigue concentrándose en lo aparente y visible sin reconocer que es lo otro lo que hace posible que funcione una urbe como la nuestra.

El gobierno de la ciudad pretende atraer grandes inversiones tecnológicas, turísticas, de manufactura no contaminante y de servicios diversos. Sin embargo, pretende que eso es posible sin construir la infraestructura (en sentido amplio) que requerirían esas inversiones. Por ejemplo, si bien la ciudad de México cuenta con grandes unidades hospitalarias de investigación que son un ejemplo para el mundo entero, las condiciones de trabajo de los científicos que ahí laboran son incomparablemente menos propicias que las de sus pares en naciones donde los temas de criminalidad o infraestructura elemental simplemente no son temas.

Estas reflexiones surgen de observar la forma en que los operarios del gobierno del DF responden ante problemas en las redes de agua por donde paso todos los días. Las tuberías tienen más de cuarenta años de vida y su deterioro es creciente. Rara es la semana en que no hay una fuga. Llegan los operarios, hacen un gran agujero que obstruye la circulación y molesta a los vecinos y proceden a hacer un parche: ponen un pedazo de tubo nuevo que no es del mismo material que el existente y lo conectan lo mejor que se puede, cierran el hoyo y se retiran. La semana siguiente vuelven para atender una nueva fuga y reparar otro pedazo de tubo, cuando no el mismo. Luego de decenas de reparaciones, a un costo astronómico, no se da el reconocimiento de lo evidente: hay que cambiar todo el tubo (a un costo mucho menor).

Detrás de esta manera de actuar yace la noción de que se puede parchar todo sin con ello mermar el potencial de desarrollo de una ciudad moderna. El problema es que esa es una pretensión absurda. Una parte importante de la ciudad no cuenta con los satisfactores esenciales para la vida, en tanto que otra sufre las consecuencias de la falta de atención de esos mismos factores. Mientras tanto, nuestros gobernantes predican la salud financiera y se dedican a procurar la construcción de grandes edificios y proyectos sin resolver su funcionamiento o impacto en materia de tránsito, infraestructura o desarrollo de la comunidad.

La ciudad de México tiene un extraordinario potencial, pero éste es inasequible mientras las prioridades estén tan trastornadas. Primero deberían ser las soluciones y luego la construcción de grandes proyectos urbanos o políticos. La lógica actual no lleva más que a la lógica del NO que caracteriza a todos y cada uno de los habitantes de esta jungla urbana.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.