¿Pactar o abrir el pasado?

Sociedad Civil

A un año del voto que cambió la historia moderna de México, la interrogante sigue siendo hacia dónde dirigir el buque. Sintomático de la complejidad de nuestra realidad actual es el hecho de que el país haya logrado la transición legal, formal y política que hasta hace unos cuantos años parecía imposible, pero sea incapaz de plantear un nuevo derrotero político con el que todos los mexicanos nos podamos sentir identificados. El presidente ha hecho gala de su carisma y enorme capacidad de convocatoria, pero no ha logrado traducir esas cualidades en un liderazgo efectivo que una esfuerzos y abrace un futuro nuevo y diferente, el futuro que prometió en campaña y con el que convenció a una porción mayoritaria del electorado el año pasado. El resultado es que todo en el momento actual enfatiza las diferencias en lugar de remarcar las coincidencias. Así no se puede reconstruir un país.

En el corazón del conflicto político que caracteriza la transición política que experimentamos radica un factor central: el del pasado. Cada quien ve en el pasado algo distinto. Unos observan el desarrollo urbano, industrial y, en general, poblacional y concluyen que, a pesar de todo, el desempeño del país ha sido muy bueno, sobre todo si se le compara con algunas naciones al sur del continente. Para ellos, los costos de ese progreso son pequeños y deben ser juzgados en su dimensión real. Consideran que el pasado no es más que eso, algo que ya no está y que debe dejarse tranquilo. Otros más reconocen en el pasado algunos de estos logros, pero son menos generosos con los adjetivos que emplean al hacerle referencia. Para éstos, lo verdaderamente importante no es lo alcanzado, pues saben que se pudo haber avanzado mucho más, sino los medios que se emplearon para llegar hasta ahí. Su conclusión natural es que, en vez de darnos palmadas en la espalda, tendríamos que revisar cada uno de los resquicios de ese pasado, sobre todo los relacionados con la corrupción, el espionaje telefónico, las crisis, el rescate bancario y los interminables abusos que cercenaron las posibilidades de que el país se desarrollara de manera cabal. Argumentan que es imperativo ventilar el pasado, no necesariamente para procesar judicialmente a alguien, sino para concluir esa etapa de la historia del país y estar en posibilidad de iniciar una nueva. Otra postura sobre el mismo tema la sostienen quienes opinan que los horrores del pasado mexicano son muy diferentes a los que se vivieron en otras sociedades, como Chile y Sudáfrica, en las que la desaparición y asesinato de disidentes eran rutina común. Los horrores de nuestro pasado tienen que ver con la corrupción, por lo que argumentan que ésta tiene que ser perseguida y castigada sin cuartel. Finalmente están los más pragmáticos: aquellos que reconocen las barbaridades del pasado pero que piensan que no es posible personalizar la arbitrariedad porque se trataba de un problema sistémico en el que todos estábamos involucrados en mayor o menor medida. Más importante, sostienen que el mandato que se desprende de la elección del 2 de julio pasado no apunta a un ajuste de cuentas o la búsqueda de culpables. Su conclusión inevitable es que hay que pintar una raya y movernos a la siguiente etapa del desarrollo del país.

El debate sobre el pasado ha dominado a la administración Foxista y la ha paralizado. Al igual que en la sociedad en general, en su interior se pueden identificar todas estas posturas. Lo irónico es que todo mundo, fuera y dentro del gobierno, plantea la necesidad de un pacto político, de un acuerdo que se convierta en la base, los cimientos, de una nueva etapa de desarrollo para el país. El principal desacuerdo no está en la noción de alcanzar un pacto o un acuerdo, sino en cómo llegar a él. Lo más probable es que quienes pretenden que ignorando el pasado se puede construir una nueva era de institucionalidad, se encuentren con cimientos muy débiles para construir algo nuevo. Pero, de la misma manera, quienes piensan que abriendo el pasado se van a cerrar las heridas que existen o las que esa apertura crearía, sencillamente pecan de ingenuidad.

En el fondo, nuestro problema es que seguimos viendo para atrás, exacerbando nuestras diferencias y puntos de conflicto, en lugar de ver hacia delante, hacia aquellos factores que los mexicanos compartimos, hacia los puntos en que hay coincidencia. Claramente, es imposible negar el pasado o ignorarlo, pero abrirlo en el momento actual seguramente acabaría polarizando posturas e impidiendo todo vestigio de objetividad. Peor, conduciría a la confrontación en instancias que, como el congreso, precisan de puntos de unidad y consenso para cumplir con su responsabilidad política y constitucional. La pregunta es si es posible encontrar un punto intermedio que permita echar una mirada crítica, objetiva e independiente hacia el pasado sin politizar la administración de la justicia y sin conducir directamente a la confrontación política. Respondiendo a un dilema idéntico, la propuesta de Adam Mishnik en Polonia se resume en la frase que acuñó con motivo de la detención del exdictador Jaruzelski: “sí a la amnistía pero no a la amnesia”. Que sean los historiadores, no los políticos, quienes revisen el pasado, lo expongan y, con ello, imposibiliten su repetición.

Mirar hacia adelante en el momento actual del país implicaría procurar todas las coincidencias entre partidos y fuerzas políticas, las organizaciones civiles y los forjadores de opinión, la sociedad organizada y los mexicanos de todas las latitudes. Lo fácil es identificar diferencias, pero las coincidencias también son evidentes. Por ejemplo, no sería difícil forjar un consenso en torno a temas centrales de la economía como la necesidad de volcar todo el esfuerzo nacional en torno a tasas elevadas de crecimiento económico o la creación de nuevas fuentes de generación de riqueza y empleo; mayores niveles de educación y una mejor educación de base; eliminación de trabas a la actividad económica y modernización de la infraestructura del país. Aunque en cada uno de estos temas existen intereses que podrían salir beneficiados o perjudicados de un cambio en el statu quo, pocas dudas caben que un liderazgo efectivo y bien dirigido generaría un consenso nacional.

Algo similar se puede decir en el ámbito político. Las coincidencias potenciales en este ámbito no son menos evidentes. Se podrían conformar acuerdos alrededor de los siguientes temas: la resolución pacífica de disputas políticas y electorales y la creación de nuevos canales de participación política; la transparencia en el manejo de los asuntos públicos y la rendición de cuentas; la despolitización de la procuración de justicia y el fortalecimiento del poder judicial; el fin de la impunidad y el ataque frontal a la criminalidad; libertad de expresión y el desarrollo de una prensa seria, honesta y responsable; la discusión civilizada de nuestras diferencias y el desarrollo de instancias efectivas de resolución de conflictos entre ciudadanos y entre éstos y la autoridad. El número de coincidencias es literalmente infinito. Lo paradójico es que vivimos empeñados en enfatizar lo que nos separa.

El futuro se gana construyendo consensos que nos hagan ver hacia adelante. Lo de menos es si se formalizan en un pacto; lo importante se encuentra en la coincidencia de miras. La clave reside en el liderazgo que permita forjar esos consensos y, con ello, romper con la propensión a la inmovilidad y la resistencia al progreso que hoy nos consumen.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.