Todo mundo quiere una reforma fiscal: los empresarios porque buscan pagar menos impuestos y el gobierno porque quiere elevar la recaudación fiscal. Obviamente, las dos cosas son, al menos en apariencia, incompatibles entre sí. Para que aumente la recaudación fiscal y el gobierno tenga más recursos para hacer frente a sus obligaciones y programas de gasto, la sociedad tiene que pagar impuestos. Pero ningún ciudadano, de ningún país, va a pagar más impuestos por el mero prurito de hacerlo. La reforma fiscal tiene que partir de la redefinición de la relación entre el gobierno y los gobernados, entre el gobierno y los ciudadanos.
Los impuestos son un componente esencial en toda sociedad organizada. La vida en sociedad cuesta: desde la construcción de infraestructura hasta el cuidado de las fronteras de una nación. Aunque es fácil disputar el mérito de pagar impuestos, todos sabemos que son un hecho de la vida real. A lo largo de la historia, todos los especialistas en impuestos se han preocupado por tratar de responder a la pregunta de cómo recaudar impuestos sin distorsionar la creación de la riqueza. Como en sentido estricto esto es imposible, el objetivo se ha centrado en cómo recaudar distorsionando lo menos posible.
El objetivo de recaudar impuestos sin distorsionar la actividad productiva tiene un sentido muy preciso: la idea es que los individuos no vean afectada la manera en que toman sus decisiones de trabajo o inversión por el tipo de impuestos que deben pagar. Las distorsiones pueden ser de la más diversa índole. Por ejemplo, si un electricista decide no realizar una instalación más porque eso le llevaría a cambiar de estrato fiscal o bracket (los rangos de ingreso a partir de los cuales se calcula la tasa de impuesto), el impuesto estaría causando una distorsión en su proceso de toma de decisiones, desincentivando el trabajo y, por lo tanto, la producción, el empleo y la creación de riqueza. El solo hecho de que una persona tenga que pagar más impuestos al generar un ingreso adicional es en sí distorsionante. Lo mismo ocurre cuando un empresario opta por localizar una planta en otro país para disminuir la carga fiscal, o cuando una empresa dedica una enorme porción de su tiempo a procurar maneras de disminuir sus impuestos en lugar de mejorar la calidad de sus productos, incrementar sus ventas o elevar la productividad de sus procesos.
Una estructura fiscal ideal debería prescindir de toda recaudación relacionada con la creación misma de riqueza porque casi cualquier acción en ese frente implica una distorsión. Desde esta perspectiva, en un mundo ideal, lo que debería ser gravada es la riqueza ya existente, el patrimonio de las personas, para no incidir sobre el proceso de su creación, lo que afecta las decisiones de trabajo, ahorro e inversión. Sin embargo, este camino ha probado ser, a lo largo de la historia, inviable, pues lleva a que las personas escondan su riqueza o a que la ubiquen en otra circunscripción fiscal (en lugar de utilizarla para mejores fines) y a que la autoridad tenga que hacer valuaciones sobre la riqueza aparente, lo que entraña enormes riesgos de inequidad, arbitrariedad, abuso y corrupción.
En la práctica, hay dos maneras en que se puede lograr un sistema impositivo ideal. Una es cobrando el impuesto directamente sobre el efectivo sufragado por las empresas (en la forma de salario o pago a proveedores) y la otra es cobrarlo en la otra parte del ciclo, al momento de consumir. Por lo tanto, si no se va a gravar la creación de riqueza (que usualmente se asocia con empleos y empleadores), se tendría que gravar al individuo al momento de consumir. La conclusión de este razonamiento básico es que el impuesto menos distorsionante (y, además, más equitativo y progresivo) acaba siendo el que grava directamente el consumo.
El consumo se grava a través de dos impuestos distintos que, en el fondo, son prácticamente idénticos (aunque de entrada no lo parezca): un impuesto sobre ventas, como el IVA, y un impuesto sobre el salario (e ingresos por trabajo) que, a diferencia del ISR, podría ser fijo, con una sola tasa y sin complejidad en su administración. A pesar de todas las controversias que se generan en torno al IVA, éste es un impuesto que se aplica en casi todo el mundo por lo sencillo de su administración y por la poca distorsión que origina. Por su parte, el impuesto al salario es en realidad un impuesto al consumo porque el ciclo de vida de una persona es, a final de cuentas, un ciclo de consumo: si en lugar de ver a un individuo de manera estática en un momento dado y mejor se observa su ciclo de vida en el tiempo, se constata que éste empieza consumiendo más de lo que gana (se endeuda), luego paga sus deudas y en el camino ahorra para poder pagar el costo de sus últimos años improductivos. En otras palabras, la persona consume todo (o casi todo) su ingreso a lo largo de su ciclo vital. Por esta razón un impuesto al salario es, a la luz de toda la carrera salarial de un individuo, un impuesto indirecto al consumo.
En suma, los impuestos ideales son aquellos que gravan el consumo porque son los que menos distorsionan las decisiones de trabajo, inversión y producción. Además, los impuestos al consumo no sólo son mucho menos regresivos de lo que comúnmente se cree, ante todo porque gravan más al que más consume, sino también más progresivos que las alternativas. La experiencia demuestra que los impuestos al ingreso, que siempre se presentan como impuestos progresivos porque la tasa impositiva se incrementa en la medida en que lo hace el ingreso, acaban siendo bastante regresivos toda vez que las personas de mayores ingresos siempre encuentran maneras de disminuir su pago, lo que lleva a que los diferenciales de tasas sean engañosos. Es decir, la progresividad del impuesto al ingreso es un mito.
La discusión anterior muestra que la estructura fiscal que tenemos puede ser seriamente reformada, pero, en lo fundamental, tenemos el tipo de impuestos que menos distorsionan y más recaudan. Los problemas se encuentran en otra parte. Primero, en la manera en que los impuestos son aplicados (sobre todo el IVA con sus tasas diferenciadas y los regímenes especiales de tributación que benefician a algunas actividades específicas como el transporte público y la agricultura) lo que genera enormes oportunidades de evasión, con los efectos conocidos: unos cuantos acabamos pagando por los demás. El otro problema reside en que la población no se siente obligada a pagar sus impuestos: lo percibe más como una imposición arbitraria del gobierno que como una obligación ciudadana. La verdad es que no es para menos, toda vez que los mexicanos llevamos décadas de carecer de los más mínimos derechos en nuestra calidad de ciudadanos. Si el gobierno del presidente Fox quiere elevar la recaudación va a tener que empezar por convocar a un pacto ciudadano.
Una reforma fiscal integral tendría que partir del principio elemental de que el ingreso gubernamental no es independiente del gasto del gobierno. En la actualidad, el gasto del gobierno no es fiscalizable por parte de la ciudadanía. Si el gobierno presenta una propuesta de gasto que incluya mecanismos que garanticen la transparencia en su ejercicio y una rendición de cuentas plena por parte de los responsables de ejercerlo, la ciudadanía dejará de tener justificaciones para negarse a pagar impuestos, lo que legitimará la acción coercitiva de las autoridades recaudatorias. La iniciativa que el gobierno decida emprender en materia tributaria tiene que partir del reconocimiento de que la problemática fiscal del país en el largo plazo no puede ser resuelta con más impuestos, mayores tasas o una mejor fiscalización, sino mediante un cambio radical en el comportamiento de los gobernantes.
Además, para poder avanzar en torno a una reforma fiscal, también es indispensable reconocer que los impuestos tienen que ser equitativos, pero no son, ni pueden ser, una fuente de igualdad social o económica. Los impuestos no son una vía apropiada para resolver problemas ancestrales de inequidad. La noción de cobrarle más a los ricos porque son ricos, tiene problemas no sólo constitucionales (porque todos los impuestos deben ser equitativos) sino prácticos: los ricos, en todo el mundo, utilizan sus recursos para encontrar maneras de disminuir su carga fiscal o, simplemente, transfieren su riqueza a otra parte. En este sentido, los impuestos deben ser concebidos para cumplir con una sola función: la de generar ingresos al gobierno. La solución de los ingentes problemas de pobreza y de desigualdad que enfrenta el país tiene que venir por el lado del gasto y, sobre todo, como resultado de una estrategia de desarrollo que, al articular incentivos e instituciones adecuados, con educación, desarrollo tecnológico, gasto gubernamental en infraestructura y la iniciativa de millones de ciudadanos, genere tasas elevadas de crecimiento económico, fuentes de empleo y, por ese medio, grandes oportunidades de desarrollo individual. Es así como las personas que hoy, por lo reducido de su ingreso, no son contribuyentes, pasarían a serlo, bajo el entendido de que la política social compensaría ese desembolso. Desde luego, las personas de menores ingresos que, por la igualación en las tasas del IVA, resultaran empobrecidas, tendrían que ser compensadas de manera directa. El beneficio fiscal de igualar las tasas más que pagaría por el costo de esa compensación.
Los impuestos son un medio y no un fin en sí mismo. Hasta ahora, en la mentalidad de nuestros gobernantes ha dominado la noción de que los impuestos son, como el diezmo, una obligación sin más, sin la menor consideración. Mientras esa concepción no cambie, mientras la ciudadanía no logre convertirse en una contraparte aceptada por los gobernantes, los mexicanos seguiremos haciendo como que pagamos y el gobierno hará como que gobierna. Nada nuevo bajo el sol.
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