En la actualidad, el presidente no cuenta con los votos en el congreso para lograr la aprobación de las tres iniciativas que previsiblemente se discutirán en el poder legislativo en marzo próximo: la reforma fiscal, la ley en materia de derechos indígenas y la reforma eléctrica. Esos votos ciertamente no son imposibles de conseguirse, pero tampoco van a ser gratuitos. A la fecha, sin embargo, el presidente parece suponer que el éxito logrado en la aprobación del presupuesto a finales del año pasado constituye una virtual garantía de que la aprobación de estas iniciativas es igualmente segura. Más vale que inicie desde ahora la promoción de sus iniciativas tanto entre los mexicanos en general (que, aunque poca, alguna influencia tienen en la mente de los legisladores), como -y sobre todo- entre los legisladores.
Cualquiera que sea el contenido final de las iniciativas que el ejecutivo finalmente presente ante el congreso, los tres temas a debatirse son extraordinariamente controvertidos. Cada uno tiene una dinámica propia, y los tres representan una nueva etapa de la historia del país. Si bien el nuevo gobierno se anotó un punto al sumar a todos los partidos en la aprobación de su paquete presupuestario, el presupuesto es una mala mojonera para evaluar la disposición de los distintos legisladores a considerar temas mucho más trascendentes y políticamente cargados. Si hay un tema de consenso en el terreno legislativo en la actualidad, éste se refiere al presupuesto: por mucho que se discuta y debata, ningún legislador quiere correr el menor riesgo de que, al inicio del año, el gobierno y sus programas se encuentren en un estado de indefinición, con las posibles implicaciones de ello para los mercados financieros, por no hablar de los sueldos de la burocracia y el gasto público en general. Los legisladores no comen lumbre y el presupuesto se tiende a calentar en la medida en que avanza el mes de diciembre de cada año. Esta situación no es cierta en ningún otro tema legislativo.
Hasta este momento, el gobierno de Vicente Fox ha hablado de sus tres iniciativas en los términos más generales, sin explayarse en los detalles. A pesar de ello, ha logrado crear una enorme polvareda política, saturada de afirmaciones tajantes por parte de diversos legisladores que insinuan una fuerte oposición a las propuestas gubernamentales. Este hecho sugiere que hay un serio problema en la estrategia gubernamental, pues los miembros de su gabinete han abierto todas sus cartas sin haber logrado convencer a ninguno de los legisladores que son, en el contexto actual y como bien reconoció el presidente en su discurso inaugural, quienes disponen de la agenda presidencial.
A pesar de las preferencias ideológicas y políticas de los últimos gobiernos, incluido el actual, la realidad política es muy clara en un punto muy específico: los únicos partidos que pueden sentarse a negociar para llegar a un acuerdo legislativo realista y viable son el PRI y el PAN. El PRD es un partido fundamental en la historia reciente del país, pero no ha logrado desarrollar una estrategia de acción legislativa que le permita remontar sus posturas ideológicas en aras de avanzar sus objetivos concretos a través de una negociación de buena fe consistente en intercambiar beneficios en unas iniciativas por votos en otras. Si uno ve para atrás, ésta ha sido la realidad legislativa desde 1988. Desde aquel año, todas las reformas constitucionales han sido posibles gracias a la concurrencia del PRI y del PAN. Sería ideal poder lograr un consenso más amplio que abarcara al PRD y al resto de los partidos, pero ese no puede ser, al menos en este momento, el centro de la atención del nuevo gobierno. Lo anterior no sugiere que haya que abandonar todo esfuerzo por integrar a esos partidos al proceso de aprobación legislativa, pero sí indica que el éxito de las iniciativas depende claramente de un entendimiento por parte del presidente con los miembros del PRI.
Si la aprobación legislativa depende del PRI, el gobierno tiene que presentar sus iniciativas de manera tal que puedan ser aprobadas por los priístas, como ocurrió hace años, en sentido inverso, con el PAN. Si uno recuerda, más de una de las múltiples reformas electorales que tuvieron lugar a lo largo de los noventa acabaron plasmando las posturas y demandas panistas en la materia. De otra manera las iniciativas simplemente no hubieran prosperado. Nadie que conociera al PRI y al régimen anterior podría afirmar que el aliado legislativo natural de ese partido era el PAN. El hecho es que lo fue por una razón muy sencilla: se trataba de un partido integrado, disciplinado y confiable, dispuesto a avanzar sus intereses por medio de la negociación. Exactamente lo mismo se puede decir del PRI en la coyuntura política actual.
Puesto en otros términos, los priístas van a aprobar cualquier legislación que contribuya a avanzar sus objetivos y bases de apoyo. Desde esta perspectiva, el gobierno tiene que identificar los factores que harían que los priístas estuvieran dispuestos a abandonar su oposición declarada a esas iniciativas en aras de lograr su aprobación. Desde luego, el hecho de que se lograra sumar al PRI en la aprobación legislativa de las iniciativas del ejecutivo no significaría que el gobierno abandona sus objetivos y prioridades; más bien, implica que se escogen los medios adecuados para alcanzar el fin, en este caso la aprobación legislativa.
En adición a lo anterior, el gobierno tiene que encontrar nuevas maneras de presentar sus iniciativas ante la población de tal forma que se disminuya la oposición popular a las mismas y, con ello, se proteja a los legisladores del enojo de los votantes. Aunque elementales, estos conceptos son cruciales para avanzar los programas presidenciales y evitar una crisis energética, una crisis de finanzas públicas y para seguir avanzando en el proceso de pacificación en Chiapas.
En la actualidad, por la manera en que han sido presentadas y discutidas algunas de las ideas que presumiblemente se incorporarán en las iniciativas que el presidente finalmente envíe al congreso en el mes de marzo, se han creado caricaturas de las mismas, caricaturas que se pueden resumir de la siguiente manera: primero, se le quiere cobrar a los pobres todos los impuestos que no pagan los ricos, los informales y los políticos; segundo, se quiere desnacionalizar uno más de los baluartes de la patria y acabar con la noción del servicio público; y tercero, se quiere dividir al país, sentar las bases para la destrucción del pacto federal y crear islas de impunidad. Para el grueso de la población, las caricaturas recién descritas son producto de un pésimo manejo gubernamental de estos temas, así como de la existencia de una oposición mucho más hábil y capaz de reaccionar que el propio gobierno. El gobierno está a la defensiva en los tres frentes.
La oposición en el frente fiscal es quizá la más lógica y natural. Como se han presentado las cosas, dados los precedentes, la ciudadanía relaciona automáticamente reforma fiscal con más impuestos. A ningún ser humano, en ningún lugar del mundo, le gusta pagar más impuestos. Esto que parecería obvio, parece no serlo para el gobierno. Si la iniciativa en materia fiscal se limita a cobrar más impuestos, su perspectiva de éxito es virtualmente nula. Dado su carácter de súbdito, desde la época colonial el mexicano aprendió a acatar sin cumplir. Si el gobierno quiere aprobar una reforma fiscal tiene que comenzar por el otro lado: por el del gasto, explicando cuáles son las prioridades, cómo se va a gastar, qué garantías habrá de que no se hará un mal uso del mismo y cómo se va a hacer rendir cuentas a los responsables. Es decir, para reformar la estructura de los impuestos es necesario hablar de los beneficios del gasto y no sólo del costo fiscal. Tratados como ciudadanos, los mexicanos y sus representantes podrán evaluar las opciones, los costos y los beneficios, sin necesidad de invertir todas sus vísceras en el camino.
Lo mismo se puede decir en materia eléctrica. A la fecha, lo único que sabe la abrumadora mayoría de los mexicanos es que el gobierno quiere desnacionalizar la industria. Nadie conoce los costos de los subsidios que se encuentran implícitos en las tarifas domiciliarias o industriales y de su costo de oportunidad; tampoco sabe de los riesgos energéticos que enfrentamos de no invertirse montos enormes en generación del preciado fluido. Una anécdota lo dice todo: hace cosa de seis años, el gobierno norteamericano no pudo entenderse con su congreso en materia presupuestaria, lo que llevó a un impasse y al cese formal de las actividades gubernamentales. El gobierno de Clinton reaccionó suspendiendo de inmediato toda clase de servicios, pero con especial énfasis en aquellos que afectaban al ciudadano común y corriente: los parques nacionales, los hospitales, los servicios gubernamentales a nivel federal, etc. En unos cuantos días, la población se volcó tras el presidente, lo que llevó a que su oposición en el congreso sufriera la mayor derrota legislativa de la historia. En México, nuestra dilecta burocracia eléctrica ha actuado exactamente de la manera contraria: cada vez que hay riesgo de apagones, corta el suministro eléctrico a las grandes empresas del país (esas que generan empleos productivos y exportaciones) para evitar el enojo popular. Bien haría el gobierno en partir del principio de que la población, en su calidad de ciudadanía, tiene capacidad de discernir.
La iniciativa en materia de derechos indígenas es sin duda la más controvertida, porque además es la más conocida. A diferencia de las reformas propuestas en materia eléctrica y fiscal, que se presentan como soluciones a un problema, la legislación en esta materia se propone como un instrumento para comenzar a dar fin al conflicto chiapaneco. No es casualidad que esa legislación genere tantas preocupaciones y críticas: se trata, a final de cuentas, de una nueva concepción de la soberanía y la nacionalidad. Sin embargo, al igual que en las otras dos iniciativas, lo imperativo es que sus contenidos y consecuencias se discutan y debatan abiertamente y las partes interesadas o involucradas, comenzando por los zapatistas, expliquen los méritos o riesgos de la iniciativa y que la población termine por juzgar. Vale la pena el intento. Capaz que tratándolos como ciudadanos, los mexicanos resultan ser mucho más capaces de darle cobertura a los legisladores de lo que éstos pueden llegar a imaginar.
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