Lo fácil en materia presupuestaria es imaginar todo lo que sería deseable y pretender hacerlo realidad por medio de un acto legislativo. Desafortunadamente los sueños pocas veces se hacen realidad, y los presupuestos públicos son un buen ejemplo de ello. Las necesidades que tiene la población son siempre enormes, pero igual lo son las restricciones que enfrenta el gobierno, cualquier gobierno. Muchos legisladores, cuyo voto determina la aprobación presupuesto, con frecuencia miran más por sus propios intereses que por aquellos a quienes representan. Además, en esta época, las restricciones se acentúan por el hecho de que la economía se encuentra sujeta al juicio de los mercados financieros internacionales, que son siempre inmisericordes. A días de que tengamos un nuevo gobierno, a seis años de la última crisis y a unas cuantas semanas de que el congreso tenga que revisar, discutir y aprobar el presupuesto para el próximo año, más nos vale reparar en la enorme trascendencia y, a la vez, precariedad, de este instrumento tan delicado de política económica. Los ojos del mundo, dentro y fuera de México, estarán observando.
El problema presupuestal en México no es distinto al de otros países. Las necesidades son ingentes y los recursos limitados. La solución demagógica a este dilema reside en aumentarle los impuestos a los ricos e incurrir en un mayor déficit fiscal. El problema es que ese camino conduce a la inflación, al estancamiento de la inversión y a magras tasas de crecimiento económico, precisamente lo opuesto a lo que el país requiere. Aunque hay un consenso absoluto en la sociedad mexicana en el sentido de que lo imperativo es alcanzar tasas elevadas y sostenidas de crecimiento económico, existe una amplia creencia entre muchos políticos, periodistas y académicos respecto a la noción de que la inflación es necesaria para alcanzar tasas elevadas de crecimiento y que los déficits fiscales son un tema de decisión política sin mayores consecuencias económicas.
Una mirada al resto del mundo permite comprobar lo falaz y peligroso de estos argumentos. La experiencia demuestra que generar altas tasas de crecimiento por un año o dos es relativamente fácil; cualquier gobierno lo puede lograr por medio de un gasto desenfrenado. Sin embargo, como nos tocó experimentar hace años en carne propia, el crecimiento inducido por medios artificiales acaba siendo contraproducente porque, tarde o temprano, conduce a la inflación e, irónicamente, al estancamiento de la economía. En este sentido, aunque hay muchos países que han alcanzado tasas de crecimiento elevadas, no hay ninguno que haya logrado sostenerlas por periodos realmente largos sin un equilibrio fiscal. Los países del sudeste asiático, ejemplos de economías de alto desempeño, han logrado crecer sostenidamente gracias a que sus gobiernos han sido implacables en materia fiscal. Lo opuesto ha ocurrido en un país latinoamericano tras otro: en toda esta región, los políticos e intelectuales suelen soñar con un mundo irreal que pretenden aterrizar en un presupuesto anual, despreciando en el camino los riesgos y costos inherentes a un presupuesto deficitario.
El presupuesto gubernamental, en cualquier país, tiene dos dinámicas distintas y con frecuencia contradictorias: una política y otra financiera. En lo político, no es exagerado afirmar que los presupuestos son el punto nodal de la democracia. Es ahí donde confluyen las demandas ciudadanas, los intereses particulares y las preferencias políticas e ideológicas de los legisladores y sus partidos. En el proceso legislativo se hacen presentes todos aquéllos que esperan que el gasto gubernamental se traduzca en beneficios para ellos o sus clientelas. La manera en que los políticos involucrados en el proceso logran establecer una estructura de prioridades acaba determinando la viabilidad de la actividad económica. En términos generales, los legisladores tienen que seguir tres criterios: primero, tienen que definir en qué gastan más, si en programas sociales o en inversión física, educación, etcétera. Aunque ambos son indispensables, las consecuencias del gasto en cada uno de estos rubros son muy distintas, toda vez que la inversión tiende a generar oportunidades de crecimiento económico de manera mucho más directa e inmediata. En segundo lugar, los diputados tienen que decidir cuánto va a gastar el gobierno en relación a los ingresos fiscales: lo fácil en los últimos años ha sido debatir cuánto déficit es conveniente o, en su versión más novedosa, qué precio nos gusta para el petróleo. Mientras mayor sea el déficit, mayor la inflación y menores los incentivos a invertir. Finalmente, el tercer criterio tiene que ver con la peculiar manera en que los últimos gobiernos han decidido definir los rubros que integran el déficit fiscal. De acuerdo a la definición oficial, el déficit fiscal acaba siendo mucho menor al que en realidad es: oficialmente, el déficit fiscal en el año 2000 será de aproximadamente 1.5% respecto al PIB; sin embargo, hay un número de rubros que no están contabilizados como parte integral de las finanzas públicas, pero que acabarán teniendo un impacto en el déficit fiscal, como son los pasivos de los bancos de desarrollo que todavía no han sido reconocidos por el Congreso como deuda pública (que fue un factor determinante de la crisis de 1994), las reservas que no se han constituido para financiar las pensiones de los empleados del gobierno federal y de los estados; los pidiregas y la deuda del IPAB. Estos conceptos podrían acabar elevando el déficit en varios puntos porcentuales. Los diputados pueden autorizar el presupuesto que les parezca conveniente, pero tienen que estar conscientes de las consecuencias de sus acciones.
La otra dinámica presupuestal tiene que ver directamente con el impacto económico del presupuesto y con las expectativas de los actores en los mercados financieros. Visto desde esa perspectiva, lo crucial deja de ser la manera en que se asignan los recursos o la naturaleza de los ganadores y de los perdedores en el proceso político. Lo único importante para esos actores -fríos y calculadores como pudimos constatar en 1994 y 1995- es que los números cuadren, que la inflación esté bajo control y que el presupuesto contribuya a crear las condiciones para que la economía crezca de manera sostenida en el largo plazo. El interés de los actores en esos mercados es simple y transparente: lo único que les importa es el retorno de sus inversiones. Ellos no se complican la vida: si el presupuesto contribuye a que el país avance hacia la estabilidad económica de largo plazo, y, por tanto, al éxito de la actividad de las empresas mexicanas y de sus inversiones, premian con mas inversión; en caso contrario, castigan sin el menor pudor. La lógica es simple, directa e implacable.
En este momento, las dos lógicas, la política y la financiera, se están enfilando en sentidos opuestos. Mientras que los legisladores quieren reasignar muchos rubros del presupuesto e incrementar el gasto gubernamental, los mercados financieros no cesan de alertar sobre los riesgos por los que atraviesa la economía mexicana en la actualidad. Dada la experiencia de hace seis años, sería importante no ignorar esas señales de alerta. ¿Qué dicen los reportes de los bancos y corredurías financieras? Enumeran los siguientes puntos como fuentes de inestabilidad: la economía mexicana está creciendo mucho más de lo que es sostenible; la inflación así como el consumo están aumentando con rapidez; los instrumentos de control monetario del banco central no tienen mayor influencia sobre el desempeño de la economía por la ausencia de crédito bancario (o sea, que prácticamente no hay política monetaria); y el dinamismo de la economía estadounidense, el motor de nuestras exportaciones y del crecimiento de nuestra economía en los últimos años, está disminuyendo con rapidez y podría acabar en un súbito colapso. En una palabra, el problema económico es muy serio y más vale atenderlo de inmediato.
Los gobiernos tienen dos instrumentos esenciales para orientar el desarrollo de sus economías. Uno es la política monetaria y el otro es la política fiscal, es decir, el presupuesto gubernamental. El primer instrumento, la política monetaria, es clave, pero poco efectivo (además de costoso) para afectar los indicadores principales de la actividad económica en el momento actual. Eso nos deja exclusivamente con la política fiscal. Con este instrumento el gobierno tiene que estabilizar la economía y para ello requiere disminuir drásticamente el déficit fiscal, si es que de verdad pretende evitar una nueva crisis. Este objetivo lo tiene que lograr a través de la combinación de una mayor recaudación fiscal y una disminución del gasto. Puesto en términos llanos, no hay alternativa.
El meollo del asunto es muy simple: el país requiere de ingentes montos de inversión productiva que generen empleos, ingresos y riqueza; para que crezca la inversión, es necesario crear las condiciones idóneas tanto en el sentido macroeconómico como en lo específico, en ámbitos como el de la educación y la infraestructura. En la medida en que baje la inflación, y con ella las tasas de interés, será posible que los empresarios inviertan, que se creen empleos, que esos empleos se traduzcan en mayores ingresos para la población, que se desarrolle el crédito para casas habitación, para la inversión productiva y, en suma, se construya un círculo virtuoso. En este momento estamos encaminados en el sentido inverso: la economía se podría llegar a desbocar y el próximo presupuesto podría ser la causa directa de esa situación.
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