La democracia ha sido un gran reclamo de la parte moderna de la sociedad mexicana, pero también ha sido una gran excusa. Amparados en la noción de que México ya era una democracia, los priístas cometieron tropelía y media. Bajo la aseveración de que México no lo era, el PRD se especializó en atacar al PRI, al gobierno y al sistema, como si los mexicanos viviéramos en una dictadura o si el mundo se caracterizara por blancos y negros absolutos. El PAN, por su parte, se dedicó a cosechar alcaldías y gubernaturas al amparo de ese ambiente de indefinición que por dos décadas vivió la política mexicana –ni democracia ni dictadura, ni apertura ni represión-, atacando cuando le convenía y cosechando cuando era oportuno. Ahora que la realidad súbitamente se hizo mucho más compleja para los tres principales partidos políticos, es tiempo de anticipar la manera en que cada uno de estos actores, y sus respectivos representantes legislativos, actuará a partir del primero de diciembre.
Democrático o autoritario, el sistema político mexicano se pasó muchos años sin resolver los principales problemas de la población o, más certeramente, sin lograr crear las condiciones propicias para que el país pudiera prosperar en forma sostenida. Por más que en las últimas dos décadas se avanzaron reformas fundamentales orientadas precisamente a hacer posible el crecimiento económico y que éstas comienzan a dar sus primeros frutos, la realidad es que todavía no existen las condiciones idóneas para que la sociedad en general prospere. Para que eso ocurra son necesarias más reformas, aunque de una naturaleza muy distinta a las que hasta este momento se han avanzado.
Ahora que nos encaminamos decididamente por la senda de la democracia, la ciudadanía tiene el derecho de demandar y esperar del próximo gobierno avances fundamentales en los tres rubros esenciales de la responsabilidad gubernamental: un estado de derecho, un gobierno limpio y transparente y la oportunidad de que cada persona y familia logre una forma decente de vivir. Estos derechos, elementales en cualquier democracia que se respete, nunca han existido para los ciudadanos mexicanos. El nuevo gobierno, que goza de una legitimidad inusitada, única en nuestra historia por su origen electoral y por el hecho de que no proviene de un partido desgastado por años de gobierno y, con frecuencia, desgobierno, tendrá la enorme responsabilidad de cambiar el rumbo de la realidad mexicana. Sus dos tareas medulares tendrán que ser las de restaurar la fe del público en el sistema político y acelerar el ritmo de las reformas económicas.
Se dice fácil, pero el desafío es enorme. Aunque las elecciones de julio pasado desataron inmensas expectativas y la esperanza de que las cosas en el país mejorarán con celeridad, no sobra recapitular, ahora que estamos cerca del cambio de gobierno, sobre las causas de la desilusión y el desaliento que llevó a los mexicanos a optar por una alternativa al PRI. En cierta forma, el PRI perdió una elección presidencial en el momento aparentemente menos lógico para que eso ocurriera: cuando la economía registraba tasas de crecimiento no observadas en los últimos veinte años. Muchos priístas argumentaban razonablemente que la buena marcha de la economía les aseguraba el triunfo en la justa electoral. La paradoja quizá resida en el hecho de que ese buen desempeño económico animara a la población a manifestar su rechazo a la corrupción, el abuso y la arrogancia de los gobiernos priístas que por años había guardado por el temor a cualquier cambio o a que las cosas acabaran peor. Esto es, en el momento en que la situación económica pareció más estable -y, sin duda, que existió un candidato percibido como viable para encabezar una presidencia alternativa- la ciudadanía se armó de valor y votó por Vicente Fox. Este diagnóstico de lo ocurrido el dos de julio pasado puede ser válido o no, pero el tener un diagnóstico correcto es crucial para los priístas, pues de otra manera van a seguir yendo contra la ciudadanía que eventualmente podría permitirles retornar al poder.
La propensión natural, y muy generalizada en las filas de los partidos que hasta este momento han estado siempre en la oposición, ha sido la de culpar al PRI de todos los males del país, comenzando por la corrupción. Ahora que Fox encabezará el primer gobierno de un partido distinto al PRI, no hay razón alguna para pensar que la corrupción va a desaparecer. Tampoco existe el menor indicio para suponer que el acceso a la justicia mejorará por el mero hecho de que se dé un cambio de gobierno. El punto es que el problema no residía en los antiguos funcionarios priístas o en el propio PRI, sino en el sistema político que se construyó a lo largo de las décadas y que, le guste o no a Fox, será el que él encabezará a partir del próximo primero de diciembre. En este sentido, la noción de restaurar la fe de la población en el sistema político constituye un reto de enormes dimensiones.
El sistema político perdió toda su legitimidad porque no servía a los intereses y necesidades de la población. Todo en el sistema estaba orientado a preservar al PRI en el poder y no a servir al ciudadano. Sólo así se explican los innumerables pactos implícitos que existían entre el gobierno y los monopolios, muchos sindicatos y toda clase de grupos de interés particular. De haber habido un gobierno preocupado por la población, el mexicano promedio gozaría hoy de un nivel educativo comparable al de los asiáticos (cuyas economías han crecido a tasas cercanas al 10% por años), el poder judicial estaría al servicio de la resolución de disputas y conflictos y la inseguridad pública sería insignificante. Sin embargo, nuestra realidad, que va a heredar el próximo presidente, es una de analfabetismo y baja calidad educativa, ausencia, para todo fin práctico, de un poder judicial funcional, y de una lacerante inseguridad pública. Evidentemente, el gobierno de Vicente Fox no va a ser culpable de estas circunstancias, pero la realidad no va a mejorar por el hecho de que él provenga de otro partido o de la legitimidad indisputada generada por una elección democrática. Es decir, los problemas que ahora hereda Fox requieren soluciones urgentes pero distintas a las que históricamente se intentaron y que, es evidente, no rindieron fruto.
Algo semejante ocurre en el ámbito de la economía. A diferencia de la política, la economía del país ha experimentado cambios sumamente profundos en las últimas décadas. No es casualidad que la economía esté creciendo a tasas relativamente elevadas, ni que las exportaciones se multipliquen de manera prodigiosa. Todo esto es producto de la privatización de un sinnúmero de empresas, de la apertura comercial, del TLC y del crecimiento de la productividad. Sin embargo, las reformas e iniciativas que permitieron todos estos cambios no siempre fueron acertadas ni todas exitosas. Antes teníamos monopolios públicos y hoy tenemos monopolios privados; antes teníamos muchas empresas en condiciones precarias, hoy tenemos muchas creciendo de manera espectacular, a la par con muchas que simplemente no han dado el ancho. Muchos de los problemas que hoy aquejan a la economía mexicana son sin duda atribuibles a circunstancias particulares, pero muchos otros son producto de reformas incompletas o mal concebidas. En este sentido, Fox no sólo no tiene opciones en cuanto a proseguir con la reforma de la economía, sino que tiene que introducir cambios cualitativos en la manea de reformar a fin de acabar con las prácticas monopólicas, liberalizar recursos –humanos, materiales y financieros- y modificar los patrones educativos de raíz, para así abrirle posibilidades reales de desarrollo a toda la población. La reforma no es una opción, sino el comienzo renovado de una oportunidad.
Ninguno de estos conceptos es particularmente novedoso, pero la experiencia de distintos gobiernos priístas en todos estos ámbitos estuvo lejos de ser exitosa. Las causas de esos resultados no residen en el hecho de que hayan sido priístas los que encabezaran el gobierno, en que hayan emprendido reformas a la economía o en su manera de administrar las finanzas públicas: estas nociones son meras distracciones de priístas que se rehusan a comprender que, de no haberse iniciado las reformas en los años ochenta, el país habría acabado en un caos como el que ha caracterizado a más de un país en nuestro continente o en el este de Europa, lo que habría aniquilado al PRI mucho tiempo atrás. El problema de los priístas residió en que todas sus acciones estaban determinadas, en última instancia, por el objetivo de preservar el statu quo, es decir, el acceso a la corrupción.
Sobra decir que Fox llega al gobierno por el deseo generalizado de la población de acabar con toda esa lógica, pero el objetivo es mucho más fácil de definir que de materializarse. A final de cuentas, las reformas económicas de los últimos años se instrumentaron en buena medida gracias a la aplanadora legislativa del PRI que permitía que se aprobara virtualmente cualquier iniciativa de ley. Fox (afortunadamente) no gozará de esa ventaja, lo cual implica que sus opciones serán muy distintas y probablemente mucho más acotadas que en cualquier época previa. La ventaja de esto es que será posible comenzar a acabar con la arbitrariedad y la impunidad; pero la desventaja es que no hay certeza de que se pueda avanzar una agenda de reforma. El sistema político de antaño no se puede desmantelar por la fuerza, sino por medio de negociaciones con un partido (el PRD) que no parece saber a dónde quiere ir, otro (el PRI) que pretende retornar a lo que nunca existió; y otro más (el PAN) que se siente profundamente incómodo con ser gobierno y con un presidente emanado de su partido. Valientes socios para la consolidación de la democracia.
Por todo esto, el reto de gobernar en el entorno de una democracia inmadura e incipiente va a ser mayúsculo. La clave reside en que Fox no pierda de vista la esencia de su responsabilidad y de que tenga la habilidad para convencer a los diversos contingentes legislativos de la necesidad imperiosa de restaurar la fe de la población en el (nuevo) sistema político y de avanzar con celeridad en el camino de la reforma económica. Todo el resto son distracciones.
La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org