El problema del PRI no reside en que haya perdido una elección importante (o varias), sino en que no sabe qué quiere ser cuando sea grande. Este es, en resumen, el dilema del PRI. Los grandes jerarcas del partido, y muchos de los que aspiran a esa condición, se desviven por retomar el control de un partido que nunca lo fue y por recobrar el poder por medios que ya no son efectivos. El dilema del PRI no se encuentra en su liderazgo, sino en su naturaleza misma; en consecuencia, a menos de que los priístas comiencen por replantear lo que puede y, sobre todo, lo que debe ser ese partido en el México de hoy, el PRI irá dando tumbos sin sentido, unos más violentos que otros.
Los priístas parecen muy preocupados por el futuro de su partido. Se mueven, convocan a juntas, conspiran tras bambalinas y, en los más de los casos, navegan sin brújula. Muchos, los más pragmáticos, quizá la mayoría, velan más por su futuro personal que por la entelequia a la que pretenden revivir. Si de verdad quieren construir algo nuevo de las cenizas que dejó, el dos de julio pasado, tienen que comenzar por reconocer la enorme dimensión del cambio que tuvo lugar. Todavía más importante, precisamente por la crisis que atraviesa el PRI, de reconocer el momento político y actuar en consecuencia, los priístas podrían acabar siendo los grandes ganadores en el largo plazo. Sin embargo, a juzgar por sus tropiezos y por su incapacidad para contener los conflictos que su desmembramiento está generando, es difícil creer que los priístas tienen lo que se necesita para dar la vuelta y salir airosos.
Hay tres maneras de ver la problemática que enfrenta el PRI: una es observando lo que de hecho cambió el dos de julio pasado y especular sobre sus posibles implicaciones; la segunda es analizar lo que históricamente fue el partido y contrastarlo con la realidad actual, sobre todo a la luz de dos fenómenos presentes en los últimos meses: la violencia intrapriísta y el increíble pragmatismo de algunos priístas en lo individual, que abandonan el barco sin mediar recato o convicción alguna. Finalmente, la tercera manera de ver al PRI es comparándolo con sus referentes internacionales, que sugieren modelos sobre sus posibilidades de desarrollo en el futuro mediato.
Respecto al cambio que experimentó el país el pasado dos de julio, quizá todo se pueda reducir a un concepto elemental, concepto históricamente ajeno al partido de la revolución: los mexicanos dejaron de ser súbditos para reclamar su reconocimiento como ciudadanos. Súbitamente, los votantes perdieron el miedo y optaron mayoritariamente por una alternativa. Si se suman los votos que obtuvieron los partidos opositores al PRI, el mensaje es llano y transparente: la población ya no podía tolerar a un partido asociado con la corrupción, la impunidad, el abuso y el favoritismo, las crisis, la imposición y la total ausencia de compromiso por parte del gobierno con la sociedad. Las diferencias que presentaron los resultados de encuestas preelectorales respecto a los de la elección, sobre todo en cuanto al ascenso en los números de Vicente Fox, muestran que los votantes, no quisieron correr el menor riesgo de que un voto dividido mantuviera al PRI en el poder. La población no dejó la menor duda de que el reprobado era el PRI. Independientemente de las acciones y cambios en materia institucional y en la estructura del sistema político que Fox decida o pueda emprender, el mero hecho de que el PRI haya perdido una elección a nivel presidencial ha abierto la caja de Pandora, lo que entraña consecuencias fundamentales para el futuro, toda vez que: a) ningún partido cuenta con la estructura de clientelas, lealtades y controles que históricamente caracterizó al PRI; b) una vez envalentonada, es dudoso que la ciudadanía abandone su afán de obligar a sus gobiernos, en todos niveles, a cumplir o de castigarlo en la siguiente elección; y c) todos los partidos políticos, gobiernos, legisladores y grupos de interés no tienen más remedio que negociar porque de no hacerlo, todos acabarían perdiendo. En una palabra, la esencia del sistema priísta –lealtades por beneficios, arbitrariedad como forma de gobierno y corrupción a cambio de controles verticales- pasó a mejor vida.
Por lo que toca al PRI, sin embargo, todo parece indicar que la abrumadora mayoría de los sus líderes y opinantes no se ha enterado de la nueva realidad. Absortos en su lucha por la presidencia de un partido agonizante, los priístas parecen incapaces de reconocer lo que cambió en la pasada elección. Acostumbrados a imponer y a los controles desde arriba, están paralizados frente a los reclamos que presenta la ciudadanía, los conflictos intestinos dentro del partido –desde Ocosingo hasta Chimalhuacán-, la criminalidad que se desató en los últimos años en forma paralela con el gradual desmembramiento del partido y, sobre todo, las hordas que día a día abandonan sus filas. A los priístas que creían en el partido y en el sistema les parece inconcebible que los grupos más diversos –desde sindicatos hasta los burócratas, incluyendo clientelas urbanas y rurales y un interminable número de políticos en lo individual- se hayan quitado la cachucha de priístas para abrazar a Fox y sumarse a la nueva cargada. Pero el hecho es que el PRI, como organización nacional, está desapareciendo. La evidencia en cuanto a que el partido no existía como tal es contundente: lo que en realidad existía era un sistema de control político muy desarrollado que vivía de satisfacer necesidades concretas de sus diversas clientelas y de la gestión de favores, concesiones, subsidios y corruptelas a cambio de lealtades sumisas.
Pero una vez que se destapó la cloaca, el PRI se encuentra en verdaderos problemas y el país a la puerta de peores circunstancias. Más allá de algunos verdaderos creyentes -¿serán aquellos a los que la Revolución les hizo justicia?- las masas antes priístas se comienzan a consumir en conflictos por la ausencia súbita de beneficios. En lugar de dulces que repartir, el PRI despide a su personal, reduce sus espacios de oficina y, todo parece indicar que empieza a contemplar su liquidación. Pero en su estela, los conflictos entre priístas son todo menos asuntos de risa, aunque por ahora no parece haber nadie que se responsabilice de ellos, ni nadie que sepa como pararlos: las clientelas del PRI cobran vida propia. De esta manera, el partido dedicado a las clientelas no puede sobrevivir, pero sí puede consumirse en conflictos internos, cada vez más violentos. La salida para el PRI no radica en salvar lo insalvable, sino en construir un nuevo partido, comenzando desde cero. Para contemplar sus opciones vale la pena observar lo que ha venido ocurriendo en otras latitudes.
El PRI no es el primer partido de nuestra era que ve morir su monopolio. A partir del fin de los ochenta, toda una colección de reliquias comunistas en Europa del este comenzó a transitar por un proceso similar al que enfrenta el PRI en la actualidad. Ciertamente, el PRI nunca fue una entidad totalitaria como los partidos comunistas; sin embargo, muchas de sus formas fueron similares: sus estructuras de control, su naturaleza monopólica, la apropiación de símbolos patrios, el desarrollo de clientelas y la imposición de una ideología sobre una población que no tenía alternativa alguna. En otras palabras, al igual que el PRI, eran todo menos partidos; por ello es interesante observar su evolución a partir de la caída del muro de Berlín. Algunos de esos partidos se reformaron, otros fenecieron, algunos se aferraron violentamente al poder y otros más se paralizaron: no avanzaron ni para adelante ni para atrás. El futuro del PRI podría caber en cualquiera de estos casos. El más atractivo de entre todos los antiguos partidos comunistas es sin duda el polaco. Una vez que ese partido perdió la elección presidencial, sus integrantes se abocaron de lleno a la renovación: se modernizaron, adoptaron la forma de un partido de verdad, reconocieron el hecho de que tenían que lidiar con ciudadanos y no con súbditos, adoptaron una ideología moderna e hicieron suyos los retos y dilemas que enfrentaba su país. En particular, pronto se convirtieron en los principales proponentes de algo que, años antes, hubiera sido anatema: incorporarse a la Unión Europea. No por casualidad ese partido retornó al poder apenas unos cuantos años después de iniciar su odisea.
Algo muy distinto ocurrió en Yugoslavia, país en el que el antiguo partido comunista se aferró al poder y no ha habido poder humano (ni militar, religioso o internacional) que lo remueva. Peor aún, nada ha sido suficiente, ni siquiera el desmembramiento de su territorio, para contener la ambición desmedida de los miembros de ese partido. Quizá este modelo sea irrelevante para el PRI ahora que ha perdido, pero no sobra observarlo, sobre todo por el suicidio nacional que encarna. En franco contraste con los dos casos anteriores, la república Checa ejemplifica otro extremo del proceso de cambio postcomunista: en ese país, el antiguo partido comunista prácticamente desapareció sin dejar rastro.
Pero es el Partido Comunista de la antigua Unión Soviética el que bien podría ser significativo para nosotros. A final de cuentas, los partidos comunistas en todos los países de la órbita soviética fueron impuestos, apuntalados o apoyados decisivamente por un tercer país, factor que hizo fácil a los partidos locales desembarazarse, culpar a los rusos y ponerse a trabajar, como ha ocurrido en Polonia, Hungría y otros países. En cierta forma, México se parece más, en concepto, a Rusia que a cualquiera de otros países europeos. En Rusia el antiguo partido comunista ni avanza ni retrocede: controla un bloque muy importante de la Duma, el parlamento ruso, pero se dedica a obstruirlo todo; propugna por retornar a los viejos tiempos y vive apostando a un pasado que ya no puede ser; sus apoyos se reducen a la población de mayor edad que añora la certidumbre del pasado y a unos cuantos núcleos de poblaciones aisladas geográfica o funcionalmente. Como todas las entelequias, ese partido no tiene mayor opción que cambiar o extinguirse en el curso de los próximos años.
Igual para el PRI. Los priístas ciertamente pueden aferrarse a lo que tienen, argumentar que siguen siendo el partido mayoritario en el congreso y pretender que todo marchará bien. De tomar ese camino, seguramente acabarán como el partido comunista ruso: en la oposición y en decadencia. Su alternativa reside en el modelo polaco: cambiar, modernizarse, abandonar sus peores prácticas y reconocer que el mundo ya cambió. ¿Podrán con tanto pragmatismo?
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