El riesgo del ascenso excesivo en los precios del petróleo es enorme porque éste puede traer como consecuencia precios muy bajos en el futuro y, lo que es peor, por periodos largos. Esa es la característica esencial de cualquier mercado: cuando el precio de un bien sube, todos los productores potenciales aumentan su producción para aprovechar los precios del momento, lo que eventualmente lleva, primero, a que se estabilice y después a que disminuya el precio; y, viceversa, cuando los precios bajan, los productores retraen sus inversiones o disminuyen su producción, lo que estabiliza el precio una vez más. Esta ha sido la historia de la economía desde que el hombre la conoce, incluyendo el comportamiento del precio del petróleo en 1973 y 1979, y no hay razón para pensar que en esta ocasión vaya a ser diferente.
Desde nuestra perspectiva como país exportador de petróleo, es evidente que los elevados precios del petróleo constituyen una inesperada bonanza. A final de cuentas, precios más elevados implican un mayor ingreso, mayores oportunidades de inversión, reservas más altas en el banco central y una mayor estabilidad económica. El problema es que, como pudimos constatar a mediados de los ochenta y más recientemente en 1998, esas circunstancias difícilmente son sostenibles. De serlo, los países más ricos del mundo no serían los europeos, Japón o Estados Unidos, sino Arabia Saudita y Venezuela. Sin embargo, no hay que ser muy inteligente para comprender que los países verdaderamente ricos no son los que explotan sus recursos naturales, sino aquellos que transforman materias primas o ideas en bienes elaborados, servicios y otros satisfactores. Los recursos naturales constituyen una fuente potencial de riqueza, pero sus precios tienden a ser volátiles (y decrecientes).
A mediados de los ochenta, cuando cayeron los precios del petróleo, y con ellos la euforia de la era populista, los mexicanos nos hicimos muy conscientes del tema petrolero. En esa época, los precios pasaron de cerca de treinta dólares por barril a alrededor de quince y, unos años después, a menos de diez. Todos sabíamos que unos cuantos dólares más en el precio del barril implicaban un respiro, mientras que un descenso entrañaba un nuevo apretón. La mayoría de los periódicos incluía el precio del barril en un lugar prominente de su primera plana. A nadie le quedaba la menor duda de que el precio del petróleo era fundamental para el funcionamiento de la economía. Con el pasar del tiempo, sin embargo, las exportaciones no petroleras crecieron, sobre todo a partir de la entrada en vigor el TLC, con lo que el petróleo gradualmente disminuyó su importancia relativa dentro del PIB y, sobre todo, en la balanza comercial. Hoy en día, el petróleo difícilmente llega a ser el 10% de nuestras exportaciones, mientras que al inicio de los ochenta representaba más del 85%. La economía mexicana dejó de estar petrolizada.
No así las finanzas gubernamentales, cuyo ingreso depende todavía en algo así como el 15% de la suerte que corra el precio del crudo (porque el resto es IVA sobre gasolinas que se cobra de cualquier manera). En 1998, como todos los mexicanos pudimos apreciar en nuestro bolsillo, la caída de los precios internacionales del crudo se tradujo en una significativa pérdida de ingresos para el gobierno, que no tuvo más remedio que reducir su gasto e incrementar sus ingresos. Mientras que la gasolina disminuía en precio en casi todo el mundo, los mexicanos tuvimos que sufrir un alza que llevó el precio de los combustibles a niveles récord. Así como la economía se despetrolizó, sería deseable que algo semejante ocurriera con el ingreso fiscal: en países exportadores de petróleo, pero con economías más estables, como Noruega e Inglaterra, por ejemplo, el ingreso petrolero se concentra en fondos de inversión independientes del gasto fiscal corriente, para emplearse en el desarrollo de infraestructura u otros programas de largo plazo. En México todo se va al gasto corriente.
En esta ocasión, el gobierno mexicano optó por otro camino. Ante la caída del precio del crudo, el gobierno no sólo se dedicó a reducir su gasto y elevar el precio de sus productos y servicios, sino que también orquestó una serie de acuerdos con algunos de los principales productores de crudo en el mundo, particularmente Arabia Saudita y Venezuela, para reducir la producción y, con ello, elevar los precios. El acuerdo resultó tan exitoso que los precios comenzaron a incrementarse al grado en que el año de 1999 fue uno de jauja fiscal para el gobierno mexicano. Pero ese cártel que fue tan exitoso ahora corre el riesgo de caer en el otro extremo.
Los precios del crudo de referencia (el West Texas Intermediate) rebasaron la marca de los treinta dólares (que obviamente, por la erosión inflacionaria, no son los treinta dólares de hace veinte años), creando un virtual pánico en los países consumidores. Japón ha amenazado con vender crudo de su reserva estratégica y el gobierno estadounidense, cuya población ha visto subir el precio de la gasolina en más de cincuenta por ciento en menos de dos meses, está experimentando una creciente presión por avanzar en la misma dirección. La respuesta de nuestras autoridades ha sido inverosímil: en la fantasía gubernamental, el cártel tiene la capacidad de imponer un determinado precio al mercado petrolero mundial. Sólo en ese mundo de fantasía cabe la declaración del Secretario de Energía en el sentido de que “México no admitirá que países distintos a los productores aumenten la oferta.” Por supuesto, los mexicanos podemos estar seguros de que el gobierno japonés, a quien se refería el funcionario mexicano cuando se dio el lujo de hacer tal afirmación, va a actuar en consonancia con los intereses de los países productores de petróleo en perjuicio de sus propios ciudadanos e industria.
La realidad es que a nosotros tampoco nos convienen precios tan elevados del petróleo. No nos conviene ni como productores de petróleo, ni como exportadores de bienes manufacturados. Por el lado del petróleo, el problema es que todos los mecanismos artificiales que se emplean para alterar el funcionamiento natural de los mercados, como son los acuerdos entre productores, también llamados cárteles, tienen una debilidad intrínseca. Los intereses de los integrantes de un cártel no son necesariamente los mismos. El interés del mayor productor de petróleo del mundo, Arabia Saudita, por ejemplo, no es el de maximizar al ingreso inmediato, sino el de mantener precios estables y ligeramente crecientes en el tiempo. Por ello, ese país no puede permitir precios tan altos del crudo por un periodo prolongado de tiempo, porque eso terminaría por incentivar la producción de combustibles alternativos. Por contra, otros países, como Venezuela, pueden ver en los precios actuales del petróleo una forma de lograr un ingreso adicional inmediato para amortiguar su crisis. Si la lógica de unos y la de los otros se suma, los excesivos precios del momento pueden llevar a que todos los interesados actúen provocando un desplome en el precio, con un enorme perjuicio para nosotros. Pero el otro lado de la ecuación no es menos importante. De seguir los precios en su nivel actual, nuestros principales socios comerciales, comenzando por Estados Unidos, podrían verse obligados a iniciar la venta de algunos millones de barriles de su propia reserva estratégica, lo que igual podría servir para estabilizar el precio que para tumbarlo. También podría ocurrir que los esfuerzos de nuestras autoridades resulten exitosos y el precio del crudo empiece a disminuir sin colapsarse, o que los intereses cruzados de todos los participantes en el proceso lleven a una catástrofe fiscal para el gobierno mexicano.
La combinación de un invierno más frío de lo común y de la asombrosa disciplina de los miembros del nuevo cártel nos ha permitido lograr un beneficio fiscal inesperado. El presupuesto fiscal para el año 2000 se conformó sobre la base de un precio del petróleo de 16.50 dólares por barril; dado que en este momento la mezcla mexicana comanda un precio promedio de casi 26 dólares, el ingreso adicional, en un año electoral y tan conflictivo, no es despreciable. Lo ideal sería que el precio se estabilizara en los niveles que experimentó a mediados del año pasado, o sea, alrededor de veinte dólares para la mezcla mexicana, pues ese nivel parece ser suficientemente alto como para mantener la disciplina entre los productores, pero no tanto como para incentivar acciones por el lado de productores depredadores o países consumidores que actúan bajo una enorme presión interna. Pero los buenos deseos rara vez funcionan en mercados tan complejos como el petrolero.
La política de cartelizar al petróleo evidencia la filosofía gubernamental. Por un lado insiste en declararse partidario de una economía de mercado pero, en la realidad, ha hecho poco por avanzar su instauración. La población ve a un gobierno que pregona los beneficios de la economía de mercado pero que rara vez los promueve; el resultado práctico es ignorancia y cinismo. Ignorancia cuando se producen las reacciones viscerales, como la de arroparse en la bandera nacional en este momento en que los países consumidores del crudo se quejan del precio; y cinismo respecto a las reformas de las últimas décadas que, aun cuando han traído muchos beneficios, no han logrado que se instaure una economía competitiva. Cuando le toca el turno a la gasolina, ésta sube cuando los precios del petróleo bajan y sigue subiendo a la misma tasa de incremento mensual, independientemente del comportamiento del precio del crudo. Nadie puede culpar al mexicano de sus quejas, errores de concepto o cinismo generalizado. La realidad es que muy pocos mexicanos viven en un entorno competitivo y son todavía menos los que consideran que eso es algo deseable.
En el caso específico del petróleo, el gobierno se ha dedicado a jugar al cártel y en el camino está corriendo enormes riesgos. Algo parecido ocurrió al inicio de los setenta con el gasto público y ese error ya le costó al país tres lustros de estancamiento. En este momento, nadie sabe en qué va a acabar la apuesta petrolera pero, como en todas las apuestas con el destino nacional, si las cosas salen mal, el costo lo acabarán pagando todos los mexicanos. ¿No será ya hora de dejar de jugar con el país?
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