La expectativa de alcanzar la “modernidad” ha sido una constante en nuestra historia. Desde antaño, una generación tras otra de mexicanos ha perseguido lo nuevo, lo moderno, lo funcional. Pero una y otra vez, como en las últimas décadas, la modernidad probó ser menos asequible de lo aparente o deseable. La lucha entre lo tradicional y lo moderno, entre la búsqueda de cambio y la presencia de lo viejo, ha dominado muchas de las batallas históricas en el país. Al cabo del tiempo, nadie puede dudar que la modernidad ha avanzado poco a poco, pero nunca de manera decisiva y, ahí donde ha progresado, nunca lo ha hecho de manera incluyente, sumando a todos los mexicanos en el proceso. El resultado, todos lo conocemos, es que avanzamos erráticamente, dando tres pasos para adelante y dos para atrás. El saldo neto ha sido sin duda positivo, en tanto que los avances han sido muchos más que los retrocesos; pero los retrocesos han sido suficientes para hacer del homo mexicanus un ser cínico que cumple pero no obedece y que desconfía profundamente de sus gobernantes, lo que no impide que demande todo tipo de beneficios de éstos. La pregunta es si este círculo vicioso puede ser roto de manera definitiva y qué se requeriría para lograrlo.
Una y otra vez, los proyectos modernizadores en el país se han visto truncados. Los liberales en el siglo XIX intentaron transformar al país, sólo para encontrarse con que todo intento de reforma siempre venía acompañado de una fuerte resistencia. Lo mismo ha ocurrido más de una vez en lo que va de este siglo. Historiadores, sociólogos y psicólogos han intentado elaborar diversas explicaciones para comprender este fenómeno, pero sin duda una muy importante es que todos esos proyectos, por sólidos y factibles que pudiesen haber sido, nunca incluyeron al conjunto de la población. El proyecto modernizador, en cada una de sus épocas, fue abrazado por una parte importante de la población, pero otra siempre quedó rezagada o excluida. El hecho es que, entre los excluidos (por cualquier razón) y los tradicionalistas (que, por vocación o por convicción, siempre encontraron argumentos ideológicos para montar una fuerte oposición), los proyectos modernizadores nunca han logrado cuajar en su integridad.
Pero, a pesar de lo anterior, el país ha venido avanzando poco a poco a lo largo de su historia, acercándose siempre hacia el mundo moderno al que parece añorar, pero al que nunca ha logrado definitivamente llegar. El proyecto modernizador de principios de esta década sin duda ha logrado avances significativos, aunque los retrocesos de los últimos años no son pequeños. Los críticos tanto de este proyecto específico como de la noción misma de modernidad con frecuencia han argumentado que muchos de sus componentes sólo son posibles de quedar excluida una enorme porción de la población. En su versión más banal, los críticos del proyecto modernizador afirman que México es modernizable en la medida en que desaparezcan los cuarenta millones de pobres que, según ellos, no caben en él. Aunque sería imposible encontrar a un solo abogado del proyecto modernizador –el de hoy o los de antaño- que creyera semejante afirmación, no hay duda que parte de la crítica al modelo reside en que a esa población pobre se le ha visto más como objetivo -incluso como beneficiario eventual- que como participante activo del mismo. Marginada de la concepción misma de la modernidad, esa población y sus redentores acaban oponiéndose al conjunto. El resultado es la resistencia al cambio, el avance errático, los tres pasos hacia adelante y dos para atrás.
Los pasos que se dan hacia adelante siempre han abierto la cabeza de playa, pero los pasos que retroceden han tendido a debilitar el avance sin jamás cancelarlo. Los liberales del siglo XIX jamás lograron consolidar su proyecto; su visión acabó siendo cegada por la terca realidad de un país pobre que se negaba a cambiar. No es enteramente ajena esa experiencia a nuestro entorno actual. Lanzado el proyecto modernizador de los noventa vino el levantamiento zapatista, los asesinatos y los berrinches de algunos funcionarios y políticos hasta hacer inviable el proyecto en su concepción original. Más allá de las fallas, errores, abusos y corruptelas específicos, lo que prevaleció no fue la visión, sino las respuestas del momento a la realidad que demandaba cambios urgentes. El estado obeso de los setenta y ochenta, por ejemplo, acabó por ser insostenible, lo que hizo necesaria e inevitable –entonces y ahora- la privatización de las empresas productivas propiedad del gobierno. Lo que quedó no fue la visión, sino la praxis que, más allá de los gritos y empujones, ha acabado por imponerse como realidad inexorable: por mal administrado que haya estado el proceso de privatización de los bancos, por ejemplo, nadie en su sano juicio abogaría hoy en día por que se volvieran a estatizar.
Por estas razones, sería posible llegar a concluir que la manera en que funciona el país es menos resultado de grandes visiones o de luchas ideológicas, que del liderazgo que ejercen diversos gobiernos a lo largo del tiempo. El común denominador de personajes como Benito Juárez, Porfirio Díaz, Venustiano Carranza, Alvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas y Carlos Salinas no fue su definición ideológica (ni siquiera el que los caracterizara una lucha ideológica), sino su liderazgo. Todos y cada uno de ellos fueron líderes excepcionales en su tiempo, líderes que lograron romper obstáculos y avanzar sus respectivos proyectos de modernización, algunos con más éxito que otros. En una perspectiva histórica, ninguno de esos liderazgos se sostuvo, pero todos avanzaron más de lo que sus sucesores lograron retroceder. Esa parece ser la forma en que el país evoluciona: no con base en grandes proyectos de reforma, ni con saltos cuánticos, sino con el empuje de ciertos liderazgos que lo llevan adelante, seguidos por una resaca que los revierte en forma parcial, pero siempre consolidando algo de lo que antes se había avanzado. El resultado en todas y cada una de esas justas históricas ha sido un avance en la modernización del país, pero menor de lo que hubiera sido posible o deseable.
Es imposible saber si hay un gran factor que haya impedido, a lo largo de nuestros casi doscientos años de vida independiente, la consolidación de los diversos proyectos modernizadores. Pero tampoco hay muchas dudas de que la desigualdad social ha sido una constante en nuestra historia. Probablemente ninguno de los proyectos modernizadores ignoró a esa otra parte de la sociedad mexicana –de hecho, es probable que todos la vieran como el objetivo último, como el problema a resolver- pero, según parece, todos o al menos la mayoría veían a esa población como un objeto inerte, como beneficiario y no como participante activo. El tiempo dirá si la democratización que gradualmente penetra en los diversos estratos de la sociedad va a cambiar esa realidad; pero lo que parece cierto es que sólo con un proyecto político que incluya al conjunto de la sociedad es que será posible dar el gran salto modernizador.
Mientras eso ocurre, nos estamos adentrando en un proceso de cambio que avanza en la dirección de una creciente liberalización política, pero sin instituciones que la conduzcan. Esa liberalización comenzó con el movimiento estudiantil de 1968 y ha avanzado en forma notable, con enormes beneficios, como el de la libertad de expresión y el de la exigencia de cuentas a los funcionarios públicos, pero sin las instituciones que impidan los excesos, como en los que con frecuencia incurren los medios de comunicación, y sin la formalización de procesos que hagan posible una efectiva rendición de cuentas por parte de los gobernantes. El país ha avanzado en el terreno de las libertades políticas, pero el país no ha mejorado en su calidad de gobierno o en la calidad de vida de la población. Avances y retrocesos por donde uno los quiera ver.
Lo que la historia nos ha enseñado es que por más libertinaje que unos perciban o autoritarismo que otros denuncien, el país ha avanzado dentro de límites bastante específicos que lo diferencian de países como Inglaterra o Suiza en un extremo y de Ecuador o Venezuela por el otro. En 1994 no era raro oír el comentario de que hasta la guerrilla mexicana era diferente. Efectivamente, cada país tiene características propias que establecen el comportamiento de sus actores políticos, sociales y económicos. Lo que no es claro es dónde acabará el proceso que hoy vivimos, sobre todo a la luz de la justa electoral en que nos estamos adentrando.
Lo más deseable sería, por supuesto, que las campañas que están por comenzar sean equitativas, que los partidos compitan con un sentido de justicia y con la convicción de que en el electorado residirá la última palabra el día dos de julio y que todo lo que nos aleje de eso es el enemigo común. Algo parecido a lo anterior sin duda ocurrirá, pero todos sabemos bien que los riesgos que existen son grandes, pues los conflictos no resueltos, en todos los ámbitos, son fuente permanente de incertidumbre e inestabilidad. La UNAM, Chiapas, la pobreza, las guerrillas, los descontentos de un bando y otro son todos amenazas a la paz social y a la evolución gradual de la vida política en el país. Mucho de ello es producto de lo inconcluso de un sinnúmero de reformas y la ineficacia de una serie de decisiones, pero mucho es también resultado de la ausencia de un liderazgo que logre sumar los esfuerzos que hoy divergen, pero que con habilidad podrían caminar en una dirección común.
Quizá la mayor de las fuentes de riesgo reside en el recuerdo de la violencia política que se registró la última vez en que presenciamos un proceso electoral para elegir al ejecutivo federal. En esa ocasión se sumaron toda clase de fuerzas, intereses y proyectos de la manera más destructiva posible. Es en este contexto que queda por dilucidar si los próximos meses nos acercarán más al modelo shakespeareano o al modelo chejoviano. En sus tragedias, los personajes de Shakespeare siempre acaban logrando reivindicar un sentido de justicia, pero todos acaban muertos; en las tragedias de Chéjov todo mundo acaba triste, desilusionado, enojado, desencantado, peleado, amargado, pero vivo. Los conflictos inherentes a la sociedad mexicana no van a desaparecer de la noche a la mañana; pero lo que los mexicanos requerimos es que el manejo de la política nos acerque a Chéjov, porque lo otro es simplemente inaceptable.
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