Filipinas: entre las instituciones y la reforma

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Los filipinos han logrado una exitosa transición política y económica, pero no es obvio que vayan a saber aprovecharla. Tres lustros después de la salida de Marcos, la política filipina florece en todos sus órdenes y la economía muestra una franca continuidad, lo que le ha permitido evitar los peores avatares de la crisis asiática de los últimos años. Pero esas mismas fortalezas constituyen también fuentes de debilidad con las que el gobierno filipino actual no ha sabido lidiar. En franco contraste con la mayoría de los países de la región, Filipinas no se colapsó con la devaluación de la moneda tailandesa, pero tampoco es probable que se levante con la celeridad con la que lo empieza a hacer aquella nación. El dilema de los filipinos es complejo y profundo, pero no por ello deja de ser envidiable.

Entre el fin del reinado de Fernando Marcos y la crisis asiática de hace dos años, Filipinas logró dar un salto fenomenal. De ser un país que inició su vida independiente después de la guerra, gobernada por un héroe con gran apoyo popular y convicción de desarrollo del país, acabó siendo controlado por un dictador dedicado a repartir beneficios entre sus amigos -los llamados cronies- y su familia. El panorama de Filipinas se ensombreció en las décadas que se perpetuó el fenómeno de Marcos y los zapatos de su mujer. Con el fin de Marcos llegó al gobierno Corazón Aquino, una mujer valiente pero sin la menor experiencia u oficio político. Sus carencias las logró compensar con el desarrollo de una sólida estructura institucional que ha probado su fortaleza en más de una ocasión.

Cory Aquino aprovechó una característica muy peculiar de Filipinas para modernizar a su país y evitar la aparición de un nuevo Marcos en el futuro. En las décadas que duró el periodo colonial estadounidense en Filipinas (de 1898 al fin de la Segunda Guerra Mundial), los norteamericanos desarrollaron instituciones políticas a su imagen y semejanza: división de poderes, mecanismos de pesos y contrapesos, una prensa libre, fuerte presencia y participación de los intereses sociales a través de organizaciones no gubernamentales y un poder judicial fuerte e independiente. Marcos hizo caso omiso de toda la estructura formal, pero Aquino la recuperó, llevando a cabo un sinnúmero de ajustes que efectivamente disminuyeron el poder presidencial sin paralizar al país. El presidente Ramos, que sucedió a Aquino, se dedicó a convertir esos cambios legales en instituciones funcionales y a tejer las estructuras que permitieran una estabilidad permanente. Dos cambios de gobierno después, la visión institucional de Corazón Aquino ha mostrado su vitalidad.

El gran avance que ha logrado Filipinas es precisamente el haber institucionalizado el proceso político y la transmisión del poder, lo cual se manifiesta en dos cambios de gobierno -de Corazón Aquino a Fidel Ramos y de Ramos a Joseph Estrada- sin ninguna discontinuidad o altibajo político. De particular importancia es el hecho de que al menos Estrada no era el candidato favorito de Ramos, lo que no impidió que hubiera un cambio de gobierno libre de tensiones o disputas. Quizá todavía más significativo ha sido el hecho de que a pesar de las diferencias filosóficas, de visión y de objetivos entre estos tres personajes, la economía filipina ha experimentado una acusada continuidad en los temas centrales: la política fiscal y monetaria, la política comercial y, en general, en la naturaleza de la relación entre el gobierno y la economía.

La fortaleza de las estructuras tanto económicas como políticas de Filipinas se puso en evidencia cuando la crisis cambiaria que azotó a Tailandia orilló a virtualmente todas las economías de esa región al colapso. Sin embargo, mientras que Corea súbitamente se despeñó e Indonesia entró en una catarsis política a partir de su colapso económico, Filipinas logró mantener su estabilidad. Por supuesto que el ritmo de crecimiento de su economía disminuyó súbitamente, circunstancia que se produjo por la recesión de sus principales mercados de exportación. Dicha disminución, hay que apuntar, fue mucho menor a la observada en la mayoría de los países de la región. En estas circunstancias, uno esperaría que, tan pronto se recupere la economía japonesa, pilar de la región, la economía de las Filipinas sea una de las primeras en recuperarse y en retornar a tasas relativamente altas de crecimiento. Esto, sin embargo, no es evidente. Aquí entra en escena la complejidad institucional de ese país que, en su extremo, puede llevar a la total parálisis.

El gran problema de Filipinas es que su economía no ha avanzado lo suficiente, que las reformas económicas de la última década no acabaron de eliminar las barreras a la competencia (interna y del exterior) y que la mayoría de las empresas filipinas prefiere no competir en el resto del mundo porque, gracias a esas barreras, su rentabilidad sigue siendo muy elevada, más de lo que sería de salir a competir en el exterior. De esta manera, si bien las reformas, la apertura y las privatizaciones que caracterizaron al periodo del presidente Ramos transformaron la base productiva de ese país y la distribución de las propiedades productivas de que se había Marcos y sus cronies entre los filipinos, la transformación no fue suficiente como para provocar un despegue de la economía hacia nuevas latitudes. Ahora, en ausencia de un presidente con la misma capacidad y visión de desarrollo que Ramos, el país corre el riesgo no sólo de estancarse, sino de desaprovechar su gran éxito de los últimos años: el de haber sido una de las pocas economías con la capacidad para sortear exitosamente la crisis cambiaria tailandesa.

Tanto la fortaleza como las debilidades de Filipinas se derivan, en buena medida, de su estructura institucional. El sistema político es extraordinariamente descentralizado y se caracteriza por la presencia y participación de todo tipo de intereses. Los filipinos, en franco contraste con la mayoría del resto del mundo subdesarrollado, cuentan con un sistema político que, aunque explicable por su origen, es una excepción. Las líneas divisorias entre los poderes públicos se encuentran perfectamente definidas, el poder presidencial no es ni mágico ni extraordinario y los pesos y contrapesos son amplios y efectivos. Cuando el presidente Ramos intentó modificar la constitución para hacer posible su reelección, tanto el poder legislativo como el people power que había llevado a Corazón Aquino al poder diez años atrás, se hizo sentir de inmediato. Cambiar la constitución implicaba violar una de las reglas elementales de la convivencia política, razón suficiente para que un presidente sumamente popular y exitoso, se retractara. Algo semejante está ocurriendo en la actualidad con un cambio constitucional propuesto por el presidente Estrada que consiste en permitir a los extranjeros la propiedad de tierra en ese país. Los pesos y contrapesos funcionan de manera automática.

La estabilidad política que ha logrado Filipinas a partir de esta estructura es excepcional. Pero los costos de esa rigidez no son pequeños. El sistema de gobierno norteamericano, que sirvió de modelo para Filipinas, fue cobrando forma a lo largo de los años y se estructuró no para impedir el cambio, sino para moderarlo y hacerlo posible sin exabruptos. Aunque es extraordinariamente difícil llevar a cabo una enmienda constitucional en nuestro vecino país, eso ha ocurrido en diecisiete veces en su historia, después de aprobada la constitución y sus diez enmiendas originales. En todo caso, el tema no es si debe haber enmiendas constitucionales, sino en que el sistema norteamericano, a pesar de sus pesos y contrapesos, tiene muchas fuentes de flexibilidad que, en el curso del tiempo, le han permitido adecuarse a las cambiantes circunstancias económicas, políticas, internacionales y sociales. Eso es algo que parece imposible en Filipinas. Las razones para ello no son malas ni pequeñas: a final de cuentas, el objetivo que persiguen los celosos guardianes del equilibrio institucional es evitar un retorno a la dictadura. Sin embargo, esa inflexibilidad viene aparejada de la permanencia de barreras y obstáculos al desarrollo que se traducen, a final de cuentas, en una menor inversión tanto interna como del exterior, con su consecuente impacto sobre el empleo y el ingreso de la población.

Lo más envidiable de Filipinas es que es un país que ha logrado transformarse, recreando un sistema político sólido que impide el abuso y premia la participación. Aunque su éxito tiene costos, algunos elevados, una rápida mirada al resto del mundo subdesarrollado muestra lo suertudos que son los filipinos. Aunque parezca paradójico, no faltan ejemplos de países que en los últimos años se han dedicado precisamente a introducir mecanismos inflexibles al funcionamiento de su economía (como los consejos monetarios de Nueva Zelanda o Argentina) o a su sistema político (como Sudáfrica con la “comisión de la verdad” y Perú con el fortalecimiento de su poder judicial). En todos esos casos, naciones enteras han optado por atarle las manos a sus gobiernos con el propósito específico de acotar su “flexibilidad” y obligarlos a cumplir con su función sin miramiento. El sistema filipino es intrínsecamente inflexible: en las buenas eso constituye un enorme desafío; pero en las malas es sin duda una bendición.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.