Pleito interminable e innecesario

Derechos Humanos

Estados Unidos es nuestro principal socio comercial. Más del setenta por ciento de nuestras exportaciones se dirige hacia aquel país. Más de la mitad de toda la inversión extranjera en planta, equipo y, por lo tanto, en la creación empleos y riqueza, proviene de nuestro vecino del norte. Todo parecería sugerir que deberíamos poner toda la atención para cuidar, nutrir y desarrollar esa relación, como la más importante de todas las que tenemos. La realidad, sin embargo, es la contraria. De todas las relaciones internacionales del país, la más tensa, difícil, compleja y conflictiva es sin duda la que mantenemos con Estados Unidos. Nuestra historia común, las obvias diferencias en niveles de riqueza y la mera vecindad son razones suficientes para explicar la complejidad de la relación. Con todo, uno pensaría, cualquier país que enfrentara esta contradictoria combinación de beneficios y riesgos, oportunidades y dificultades, futuro e historia, dedicaría todos sus esfuerzos y habilidades a maximizar los primeros y disminuir los segundos. Pero, ¿qué es lo que hemos venido haciendo nosotros? Nos hemos dedicado, con toda conciencia y premeditación, a echar pimienta debajo de la nariz del tío Sam cada vez que podemos. Esta estrategia tal vez tuvo sentido hace décadas; hoy en día es indefendible y fuente de innecesarias fricciones que no hacen más que dañar al país.

La historia de la relación entre ambas naciones no requiere mayor descripción. Todos los mexicanos sabemos con absoluta claridad que en su proceso de expansión en el siglo pasado, Estados Unidos se quedó con la mitad del territorio mexicano. También sabemos que muchos inversionistas de ese país abusaron cada vez que tuvieron la oportunidad. El puerto de Veracruz fue invadido en más de una ocasión por tropas norteamericanas. Todos estos hechos históricos son parte de la memoria colectiva de los mexicanos, algo que está casi totalmente ausente en la conciencia pragmática del norteamericano. Las realidades de antaño, nutridas de manera sistemática a través de los libros de texto, siguen tan vivas en la mente de tantos mexicanos, que son percibidas como verdades absolutas, directamente aplicables a nuestra realidad actual. El problema es que esa conciencia histórica choca con la realidad económica y geopolítica que hoy caracteriza a la relación. Es un hecho indisputable que la economía mexicana está cada vez más integrada a la economía norteamericana, una enorme proporción de los mexicanos -arriba del 55%- tiene vínculos familiares directos en Estados Unidos, un número creciente de familias mexicanas depende para su sobrevivencia de las remesas que les son enviadas por sus parientes en aquel país y prácticamente todas las fuentes de empleo viables y con futuro en la industria están vinculadas, directa o indirectamente, a la economía norteamericana. Al mismo tiempo, muchos de nuestros problemas más graves, incluido el narcotráfico, son irresolubles sin una acción conjunta. No hay que ser muy inteligente para ver lo obvio, una verdad de Perogrullo: el país no tiene ninguna relación internacional, en ningún ámbito o rubro, que sea más importante, trascendente y rentable que la que mantiene con Estados Unidos.

Pero para muchos funcionarios gubernamentales esto no parece ser lo suficientemente obvio. Virtualmente no hay foro internacional en el que no busquemos pleito con los norteamericanos. Ya sea que se trate de armas nucleares o del Tribunal Criminal Internacional; en la Organización Mundial de Comercio o en conflictos como el de Kosovo o Irak; o bien, en temas relacionados con Cuba o los derechos humanos. En casi todos los foros, México se ha colocado del lado opuesto a Estados Unidos. Por supuesto que no hay nada de malo en tomar posturas contrarias a nuestro vecino del norte cuando así convenga a nuestros intereses fundamentales. Hay una gran diversidad de asuntos en los cuales nuestros intereses son claramente contrarios a los de ellos. De hecho, la existencia del TLC nos confiere un amplio margen de libertad, toda vez que ese instrumento constituye un límite a la acción que pudiera emprender Estados Unidos en los ámbitos que más directamente nos interesan, como son el del comercio, la inversión y todo lo que éstos representan en materia de empleo y creación de riqueza. Sin embargo, cuando nuestra política está diseñada para oponernos de manera sistemática a todas sus posturas en todos los foros y en todas las circunstancias, resulta que la definición gubernamental del interés nacional deja de tener un referente concreto en nuestra realidad económica, política o social interna, para convertirse en un mero prurito de oposición a ultranza. México puede -y debe- adoptar posturas fuertes con relación a temas centrales de nuestro interés nacional, pero la oposición sistemática no sólo lleva a perder toda credibilidad, sino que acaba por colocarnos como meros lacayos de los intereses de grupos sectarios, cuando no de otros países, que sí entienden sus prioridades e intereses nacionales. El patrón del comportamiento del gobierno mexicano en los foros internacionales sugiere que el propósito de la política exterior es exclusivamente el de oponerse a la política de Estados Unidos. La pregunta relevante es cuál es la motivación y a quién sirve esa estrategia.

Hace cuarenta años, la respuesta más frecuente a esas preguntas era que los ataques a Estados Unidos y a su política exterior satisfacían a la izquierda mexicana lo que, en teoría, tenía el beneficio de contribuir a aplacarla y, por lo tanto, a afianzar la estabilidad política del país. Al margen de si esa política lograba los objetivos que se proponía o, incluso, si era la mejor manera de lograrlos, al menos era evidente que existía un fundamento estratégico, un sentido claro de costos y beneficios. En contraste con aquella política, hoy en día nadie en la izquierda se subordina a la política gubernamental en prácticamente ningún foro o asunto, por el hecho de que el gobierno enfatice posturas antinorteamericanas. Los únicos beneficiarios de esa línea de política son los intereses o, más bien, los valores e inclinaciones personales de diversos miembros de la burocracia del servicio exterior mexicano. Todos los demás mexicanos pagamos un enorme precio por la satisfacción que derivan unos cuantos burócratas.

Ese costo tiene referentes concretos y específicos. Hoy en día, el mexicano es visto en Estados Unidos como un ser corrupto, frecuentemente vinculado al narcotráfico. Esta percepción, conscientemente alimentada por ciertos grupos, como los sindicatos norteamericanos, cuyos intereses se han visto afectados por acciones de su gobierno, como la firma del TLC, es casi universal en todo el aparato gubernamental norteamericano y afecta a todos los mexicanos que viven, trabajan, visitan, viajan, exportan o transitan por Estados Unidos. Es claro que no existe una vinculación absoluta entre la política exterior de México y la percepción de corruptos y narcotraficantes que los norteamericanos tienen de los mexicanos, pero no hay duda que la decisión del gobierno mexicano de oponerse a Estados Unidos en todos los foros contribuye fuertemente a que no se disipen esas imágenes. En lugar de avanzar los intereses del país a través del combate inteligente y sofisticado de esas imágenes y percepciones, y de desarrollar una estrategia de acercamiento con ellos, el gobierno ha dejado que las diferencias se acentúen y que, como consecuencia, se pongan en riesgo algunos de los intereses más vitales del país, incluyendo las relaciones con algunos de los países europeos más importantes.

El daño no es sólo psicológico o de imagen. Así como en México varios de los candidatos presidenciales no dejan de afirmar que llevarían a cabo “pequeños cambios” al TLC, en Estados Unidos hay un sinnúmero de grupos e intereses listos, al acecho, esperando el momento en que el gobierno mexicano, éste o el que le suceda, abra la caja de Pandora y se acabe con un tratado comercial crucial para el desempeño de la economía nacional. La total ausencia del gobierno mexicano en el debate que sobre México se da en Estados Unidos y su total desinterés por las discusiones y visiones que allá tienen del país puede llegar a tener las más graves consecuencias. De no cuidarse la relación con el énfasis que ésta amerita, los intereses del país podrían salir profundamente dañados. Además, el desinterés que caracteriza a nuestro gobierno lo ha hecho desaprovechar oportunidades potenciales, como podría ser la de profundizar el TLC hacia otros ámbitos, como el monetario y el laboral.

En lugar de avanzar por la senda iniciada con el TLC que, a final de cuentas, implicaba un claro reconocimiento de nuestras realidades geopolíticas y económicas, nos hemos dedicado a golpear a nuestros vecinos sin ton ni son, cuando no a ignorar la esencia de la relación. De esta manera, justamente cuando deberíamos estar abocados a la negociación, el entendimiento y el estrechamiento de vínculos, estamos permitiendo -y en muchos casos creando- las circunstancias para elevar el nivel de conflicto, que ya de sí es elevado.

El TLC ha tenido el beneficio indirecto de aislar, al menos en forma parcial, los vínculos económicos, comerciales y financieros del resto de la relación. Pero, en la medida en que ese otro universo -el de las percepciones negativas y de los intereses contrarios al estrechamiento de la relación- siga deteriorándose, todo podría acabar siendo amenazado, hasta el propio TLC. El punto no es que la relación formal -entre ambos mandatarios-, por ejemplo, sea buena o mala, sino que, en una vinculación tan estrecha, producto de la geografía, las relaciones entre gobiernos son sólo una parte, cada vez más pequeña e irrelevante, del conjunto.

En la medida en que México y todo lo mexicano continúe siendo visto como malo, indeseable y corrupto, el camino no podrá mejorar, no importa qué haga o deje de hacer un gobierno en su relación formal con el otro. Dada la naturaleza de la relación y, sobre todo, las características tan peculiares de la sociedad y el sistema de gobierno de Estados Unidos, el gobierno mexicano, además de abandonar su absurda política exterior, debería dedicarse a transformar esas imágenes y, por esa vía, a contener el deterioro y, confiadamente, a acelerar el desarrollo de nuevas oportunidades. Nada se perdería con incorporarle una brújula a nuestra acual política exterior.

La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org

Comentarios

Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.