La intransigencia domina el panorama de la industria aérea en el país. Las dos principales aerolíneas nacionales tienen un control tan extendido del mercado aéreo nacional que es innecesario e improcedente el recurso a eufemismos que no hacen más que insultar la inteligencia de los usuarios del servicio. Aunque las autoridades reconocen, algunas en forma abierta y otras a escondidas, la existencia de una empresa dominante en el mercado, no hay el menor consenso entre ellos respecto a cómo enfrentar el problema. Unos argumentan que se trata de un sector excepcional de la economía, en tanto que otros insisten en que un monopolio siempre presenta efectos perniciosos, independientemente del sector en que se encuentre. El problema es que ambas partes tienen algo de razón; pero eso no justifica la parálisis que caracteriza al sector, y que no hace más que preservar un inaceptable statu quo.
El problema de la industria aérea en el país no es nuevo. Llevamos más de una década de cambios y ajustes en el sector sin que se acabe de consolidar un esquema de competencia que permita el funcionamiento eficiente del transporte aéreo, la entera satisfacción del consumidor, un bajo índice de accidentes y la existencia de un conjunto de empresas económicamente exitosas. A decir verdad, aunque los problemas del sector siguen siendo enormes, no hay duda que los avances a lo largo de estos diez o doce años son mayores que los retrocesos. Sin embargo, dado que el punto de partida era muy pobre, los avances logrados son mucho menos impresionantes de lo aparente. Para que la industria prospere, el gobierno tendría que detonar su crecimiento a través de un esquema competitivo mucho más activo y avanzado.
A lo largo de las décadas de los setenta y ochenta, las aerolíneas fueron de mal en peor. El servicio era desastroso, no existía la más mínima noción de un horario y la idea de servicio al cliente, como razón de ser de la empresa, estaba totalmente ausente. Tampoco existía el menor recato de emplear un avión de servicio regular cuando algún político lo requería para atender sus propias necesidades. Como tantas otras cosas en el país, todo estaba diseñado para servir a los intereses de terceros.
A fines de los ochenta, el gobierno aprovechó la oportunidad que le presentó una más de las múltiples huelgas a que emplazó uno de los abusivos sindicatos para iniciar un procedimiento de quiebra. A partir de la quiebra de Aeroméxico el gobierno confiaba en que se podría reestructurar a las aerolíneas y transformar el servicio aéreo en su conjunto. Desafortunadamente, el camino fue mucho más pedregoso de lo que el gobierno deseaba, toda vez que algunos de los bancos acreedores de la aerolínea habrían quebrado de incumplir ésta con sus obligaciones financieras. Esa cruda realidad comenzó años de vaivenes que culminaron con la integración de las dos empresas aéreas más grandes del país, Aeroméxico y Mexicana, bajo un mismo techo (Cintra). La Comisión Federal de Competencia aceptó el arreglo con la condición de que fuese temporal. Ahora que ambas aerolíneas han vuelto a la rentabilidad, se ha reabierto la disputa dentro del gobierno y entre éste y la controladora Cintra sobre el futuro de la industria.
Aunque formalmente operan como dos empresas separadas, ningún usuario del servicio ignora que en realidad comparten un creciente número de activos, rutas y, sobre todo, conceptos. Además del mercado que acaparan las dos empresas sumadas, una u otra controlan o son propietarias de diversas empresas regionales, las llamadas alimentadoras, así como de diversas empresas de servicios, lo que eleva su influencia real mucho más allá de lo que los números aparentan. Por si lo anterior fuera poco, las autoridades de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes no sólo protegen y defienden al monopolio sino que, en virtud de que la mayoría de las acciones las controla el gobierno y el IPAB, son parte integrante de su consejo. Por donde uno le busque, es difícil no arribar a la conclusión de que se trata de un virtual monopolio protegido por el gobierno.
El hecho de que las empresas agrupadas bajo la controladora Cintra sean el factotum de la industria aérea mexicana no implica que no haya habido mejorías substanciales. De hecho, la puntualidad de las aerolíneas es verdaderamente paradigmática y la mejoría en el servicio no puede ser menospreciada. Pero el hecho de que haya habido avances, incluso extraordinarios, no implica que exista un diseño satisfactorio, una estructura adecuada, para la aviación mexicana. Si uno observa a la industria en su conjunto, el panorama es desolador. Aunque existen otras aerolíneas, es evidente que éstas no constituyen más que una opción marginal para los usuarios: junto con las dos grandes aerolíneas que hoy son rentables, por ejemplo, conviven otras empresas, notablemente Taesa, que sobreviven gracias a los interminables subsidios que aportamos de manera cotidiana todos los que pagamos impuestos. Es muy probable que esas empresas no pudieran sobrevivir de desaparecer el virtual monopolio que constituye Cintra, pero es seguro que no podrán prosperar mientras el gobierno tenga como objetivo la protección ad hominen de las dos principales.
La disputa en que se han enfrascado las autoridades no parece ir a ninguna parte en gran medida porque no se tiene un diseño adecuado para el desarrollo de la aviación nacional. Las autoridades de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes claramente han optado por defender el modelo de una empresa dominante, si no es que monopólica. Justifican su preferencia utilizando los viejos y gastados argumentos de que es necesario tener una empresa nacional y de que, en la industria de la aviación, la competencia es mucho más acotada, en casi todos los países, de lo que ocurre en otros sectores. En la práctica, sin embargo, las autoridades han optado por un curioso híbrido: por un lado protegen y defienden la integración de Aeroméxico y Mexicana en Cintra, pero siguen sosteniendo, artificialmente, a las otras empresas que pierden dinero en forma sistemática. Por su parte, la Comisión Federal de Competencia se ha convertido en el principal impedimento a que se formalice lo que ya existe en la práctica: una sola empresas nacional. Si la Comisión tuviese la facultad de decidir (si no, uno se pregunta, ¿para qué existe?), hace mucho que las dos compañías estarían operando en forma independiente.
Los diversos especialistas que han estudiado el caso, unos pagados por la SCT y otros por la Comisión de Competencia, inevitablemente arriban a conclusiones encontradas. Unos afirman que el tamaño de cada una de las aerolíneas es suficiente para sobrevivir en un ambiente competitivo, en tanto que otros aseguran que la única opción con que cuentan las aerolíneas es no sólo fusionarse, sino incluso consolidar sus vínculos con alguna de las empresas globales de aviación. Naturalmente, la SCT y Cintra juran por esta segunda argumentación, lo cual no deja de ser peculiar, toda vez que tal curso de acción implicaría el abandono de la noción de soberanía que tanto enfatizan como argumento para no liberalizar al mercado.
Por donde uno le busque, hay dos verdades que no pueden ser disputadas. Una es que la existencia de una empresa en control de una abrumadora proporción del mercado atenta contra el interés del consumidor y que, de preservarse el esquema actual, tarde o temprano éste volvería a ser la víctima de la arrogancia de las autoridades y de la propia Cintra. Irónicamente, la sobrevivencia, así sea artificial, de empresas como Aerocalifornia y Taesa sí ha servido para evitar el abuso en tarifas y mal servicio de las empresas agrupadas en Cintra. La otra verdad indisputable es que, salvo la Unión Europea, son contados los casos de apertura a la competencia internacional en los mercados domésticos. A diferencia de los mercados de bienes de consumo o de otros servicios, hay pocos ejemplos significativos de apertura a la competencia internacional -como Nueva Zelanda- que pudiesen servir de guía para la transformación de la industria aérea en el país. Por supuesto que la ausencia de otros ejemplos no es razón para cerrar la opción, pero eso sería pedirle demasiado a nuestra encumbrada burocracia.
El esquema de liberalización parcial que sí ha prosperado en diversos países es el de la llamada “quinta libertad”. A diferencia del cabotaje, que implicaría que líneas de un tercer país pudiesen ofrecer servicios aéreos entre dos ciudades mexicanas, la llamada “quinta libertad” abre la posibilidad de que cualquier línea del mundo, por supuesto incluyendo a las mexicanas, pudiesen ofrecer servicios aéreos entre culalquier ciudad mexicana y cualquier otra del resto del mundo. Canadá y Estados Unidos hace años que liberalizaron su industria de esta manera, introduciendo una verdadera revolución en la aviación de ambos países. Tan importante ha sido el impacto, que ahora el gobierno canadiense ha autorizado a sus dos aerolíneas más importantes a discutir la posibilidad de fusionarse. No hay razón para pensar que un modelo así sería menos ventajoso para el consumidor mexicano de lo que es para el canadiense.
Este modelo de liberalización parcial tiene el gran mérito de introducir competencia sin ser arrollador. Los mexicanos que hoy viven en ciudades desde las cuales no hay servicio internacional y que tienen que hacer conexiones vía aeropuertos como el de Guadalajara, Monterrey, Cancún o la ciudad de México, podrían volar directamente a su destino sin tener que hacer conexión. El pasaje que hoy hace conexiones evidentemente es importante para la rentabilidad de las empresas mexicanas, pero probablemente no determinante de su sobrevivencia; la pura eliminación de la ficción que hoy caracteriza a la división entre Mexicana y Aeroméxico podría representar ahorros superiores a esas pérdidas. Además, el gobierno podría dejar de sostener artificialmente a las otras aerolíneas y convertirse en el regulador honesto y desinteresado que debería ser pero que en realidad nunca ha sido.
El modelo que hoy existe no es sostenible porque su propensión natural es la de abusar del consumidor. Mejor modificar el modelo, sentar reglas claras, facilitar la integración de las dos aerolíneas y lanzar una nueva plataforma para el desarrollo de la aviación. La clave, al final del día, es si el consumidor figura entre los objetivos y prioridades del gobierno; de otra forma, cualquier modelo funcionará igual.
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