Los constructores de las maravillosas pirámides que hoy constituyen muestras de las grandes civilizaciones de antaño sabían bien que para erigir una pirámide era necesario, primero que nada, construir una gran plataforma, amplia y extensa. Esa base serviría de sustento para que el edificio que ahí se apoyara pudiese ser sólido y permanente. En franco contraste con lo que era a todas luces evidente para esos extraordinarios arquitectos e ingenieros que concibieron, diseñaron y construyeron las monumentales e imponentes pirámides de lugares como Teotihuacán y Egipto, nuestros dilectos funcionarios creen que una pirámide se puede sustentar sobre su ápice. Como si se tratara de una pirámide invertida, el gobierno pretende que el desarrollo del país se sustente en buenas intenciones porque pareciera que no está dispuesto a asumir el papel trascendental que le corresponde en la creación de condiciones para que la sociedad funcione y la economía sea exitosa. El mundo cambia y avanza a la velocidad del sonido pero el gobierno parece ir hacia atrás.
Igual que con las pirámides, el crecimiento económico requiere un sólido fundamento que lo sustente. Para que una economía crezca y se desarrolle es indispensable que exista una amplia y fuerte base sobre la cual pueda sustentarse la producción, el consumo y, en general, el desarrollo de la sociedad. En términos generales, el crecimiento económico requiere de infraestructura tanto física como social y legal. Requiere de carreteras y medios de transporte, comunicaciones, electricidad, bancos, educación, salud, Estado de derecho, un entorno macroeconómico de estabilidad y, en general, condiciones propicias para que los individuos ahorren e inviertan.
Los países o regiones que cuentan con estas condiciones crecen y se desarrollan, en tanto que los que adolecen de ellas viven en el subdesarrollo. En el primer grupo se encuentran las naciones europeas, Estados Unidos, Canadá y la mayoría de las del sudeste asiático, por mencionar algunas obvias, en tanto que en el segundo se encuentran la mayoría de los países de nuestro continente, así como países de África y grandes naciones como India y China. Lo mismo es evidente incluso dentro de nuestras fronteras: aunque en general el país prospera mucho menos y mucho más lentamente de lo que sería posible y deseable, existen regiones que sobresalen por su excepcional dinamismo y esto no es producto de la casualidad. Basta observar cómo en Ciudad Juárez, a la mitad del desierto, ha surgido una imponente ciudad industrial para constatar que la existencia de un conjunto de condiciones (legales a través del TLC -y, antes, del régimen de maquiladora-, de infraestructura y de educación) tiene un efecto detonador del crecimiento. A nadie se le podría ocurrir que es posible establecer fábricas de televisiones o de cajas de velocidades sin que exista una gran base de sustento, justo como la que se necesita para erigir una pirámide.
Bueno, a nadie excepto a nuestra dilecta burocracia. En una declaración que seguramente pasará a la historia como una de las joyas del mundo de fantasía en que vive el gobierno mexicano, el secretario de Hacienda afirmó hace unos meses que primero deben los banqueros invertir y después el gobierno establecerá las reglas del juego y preparará las iniciativas de ley que hagan atractivas y económicamente viables esas inversiones. Afortunadamente nuestros gobernantes no han recibido la encomienda de construir pirámides porque habrían comenzado por la cima.
Pero más allá de la desafortunada expresión de un funcionario, la declaración del Secretario de Hacienda revela tanto la actitud prevaleciente dentro del gobierno como el profundo -y terriblemente preocupante- desempate que existe entre las urgentes e ingentes necesidades del país y el marco de pensamiento y acción que prevalece dentro de la administración. La función del gobierno en el desarrollo siempre ha sido fundamental: ahí donde ha habido gobiernos debidamente constituidos y abocados a crear las condiciones para el desarrollo de sus sociedades, la prosperidad no se ha hecho esperar. Un vistazo a los países europeos que llevan siglos de avanzar en este camino muestra que la existencia de un sólido fundamento para el desarrollo es condición necesaria para que éste sea posible. Quizá mucho más relevante para nosotros en la actualidad es el ejemplo que han dejado diversas naciones del sudeste asiático, que en sólo una generación, han transformado sociedades esencialmente agrícolas en poderosas y ricas sociedades industriales. Sociedades y economías tan disímbolas como Hong Kong, Tailandia, Corea, Japón y Singapur han tenido un sólo factor en común: un gobierno con un claro y definido sentido de dirección en la promoción del desarrollo económico. Si con condiciones realmente paupérrimas de infraestructura y legalidad ha surgido una imponente base industrial en diversos puntos de la frontera norte, ¿qué no podríamos hacer con un gobierno claro de su responsabilidad de promover el desarrollo?
Lo que los gobiernos de los países asiáticos han reconocido es que el crecimiento económico requiere de un fundamento amplio y sólido sin el cual no hay ahorro, inversión o crecimiento. Esas bases mínimas pueden ser provistas o impuestas por el gobierno a través de la coerción o la autoridad como en Singapur, o el resultado de incentivos debidamente estructurados a través de una economía de mercado, como sucede en Hong Kong. Pero en ambos casos el gobierno está consciente de que el desarrollo no ocurre por arte de magia, sino como resultado de la existencia de reglas del juego claras, adecuadas y transparentes y de una infraestructura física, social, económica, legal y política idónea. Esa noción que es tan obvia en el resto del mundo está ausente en el gobierno mexicano.
La declaración del funcionario en la reunión anual de la Convención de Banqueros bien podría ser un lapsus, si no fuera porque se trata de un tema tan fundamental. Un caso verídico confirma la relevancia del tema: hace unos días, un inversionista que años atrás adquirió bonos de una empresa industrial manifestaba su enojo y preocupación ante la imposibilidad de concluir un litigio para recuperar lo posible de su inversión original. Su argumentación era muy reveladora: el inversionista decía tener un portafolio muy grande y diversificado de inversión alrededor del mundo, del cual México representaba sólo una fracción. Con la devaluación de 1994, la empresa en que había invertido entró en serios problemas. Eso, decía el inversionista, es un riesgo de mercado con el que todos los inversionistas pueden vivir; a final de cuentas, afirmaba, es normal que algunas inversiones resulten exitosas en tanto que otras terminen siendo rotundos fracasos. Con lo que un inversionista no puede lidiar, sin embargo, es con la ausencia de reglas claras (y la certidumbre que éstas se harán cumplir) y de mecanismos para resolver conflictos. En este caso, el inversionista se encuentra atorado porque nadie en el gobierno quiere tomar decisiones después de lo ruidoso y desastroso que resultó el Fobaproa y porque el trámite legal de quiebra puede tomarse varios años sin que exista garantía alguna de que en el proceso los intereses del inversionista serán salvaguardados. Este proceso, que en México es largo e incierto, en otros es un trámite de semanas o meses. Las ausencias de reglas -un Estado de derecho en forma- e infraestructura en general tiene tremendas consecuencias sobre el desarrollo del país.
El ejemplo anterior muestra que las reglas del juego y la legislación son extraordinariamente trascendentes para el desarrollo de un país, y que su ausencia se traduce en parálisis, desconfianza e incertidumbre. Desafortunadamente la frase del Secretario de Hacienda no constituye una excepción en la postura gubernamental. Hace sólo unos meses, en medio de la disputa sobre la política fiscal, en la que miembros del sector privado argumentaban, con razón o sin ella, que era imperativo cambiar el sistema fiscal para facilitar el desempeño de las empresas, elevar el ingreso fiscal y mejorar la eficiencia de la economía, una funcionaria de Hacienda los instaba a que “primero paguen sus impuestos y luego revisamos el sistema fiscal”. Independientemente de los méritos de la postura gubernamental o de la del sector privado, la actitud gubernamental, en éste y otros temas, muestra una total ausencia de disposición a promover el desarrollo de la economía. Peor, evidencia el abandono de toda orientación hacia la urgente reforma que el país pide a gritos en sus más diversos y recónditos ámbitos.
El problema no reside únicamente en la actitud del gobierno, sino también en la preocupante noción que predomina en los medios políticos de que el desarrollo de la economía puede ser manipulado de acuerdo a las preferencias políticas o burocráticas. Como muestra la economía mexicana, existen dramáticas diferencias en el desempeño de unos sectores de la economía y otros. No es casualidad que el sector exportador, que cuenta con reglas claras transparentes y perfectamente definidas a través del TLC, sea el más exitoso de la economía. Lo mismo requieren todas las demás actividades económicas, políticas y sociales del país. Un país con las necesidades y potencial de México no puede vivir bajo el dictum de “fusílenlos y luego averiguan”.
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