La verdadera apuesta que acaba de aventarse el gobierno nada tiene que ver con la economía, sino con sus limitadas reformas en el ámbito político. La decisión gubernamental de apertrecharse con enormes recursos financieros para evitar caer en una nueva crisis económica a lo largo del periodo que dure la transmisión real del poder en el próximo par de años, evidencia la enorme sensatez del equipo gubernamental, pero también revela su profunda incomprensión de las causas de las crisis sexenales de las últimas dos décadas.
No es casualidad que las crisis económicas se hayan desatado al final de cada uno de los últimos cuatro sexenios. El solo hecho de que la crisis ocurriera entre el fin de un sexenio y el principio de otro sería razón suficiente para reconocer su naturaleza política. Las crisis sexenales han tenido un origen político, pero sus principales manifestaciones se han dejado sentir en el orden económico. Este es el tema sobre el que es importante reflexionar ahora que comenzamos a aproximarnos al fin de este periodo sexenal.
El país ha vivido una crisis política que ya lleva más de treinta años. El movimiento estudiantil de 1968 cambió a México para siempre al evidenciar las profundas fisuras que existían en el sistema político en su conjunto y la falta de representatividad y legitimidad que lo caracterizaban. Por treinta años, un gobierno tras otro ha intentado lidiar con ese problema, casi todos sin mayor éxito. En los setenta, la brillante respuesta consistió en inundar al país de gasto público financiado con deuda externa e inflación, mismo que sumió al país en una profunda recesión en los años sucesivos. Más adelante se comenzaron a relajar las reglas para la legalización de nuevos partidos políticos y se amplió el poder legislativo para dar cabida a diputados de representación proporcional. Una serie de interminables reformas a la ley electoral paulatinamente disminuyó los márgenes de maniobra del PRI y sus plomeros políticos, para poco a poco igualar los términos de competencia política. Ninguna de estas reformas, por significativa y relevante que pudiese haber sido, fue suficiente para evitar la repetición de las crisis cada fin de sexenio.
No hay la menor duda de que todas y cada una de esas crisis ha explotado en la economía. Una y otra vez hemos sido testigos de la devaluación de la moneda y la contracción fiscal que ha tenido lugar casi inmediatamente después, con todas las consecuencias que ello trae consigo para las tasas de interés, las deudas de las familias y empresas y, sobre todo, para los salarios y el empleo. Pero lo que quizá no ha sido tan obvio es la causa misma de la crisis. Ninguno de los responsables de la economía en las últimas décadas se ha caracterizado por su incompetencia o falta de inteligencia; el tema no es de atributos o falta de ellos, sino de las presiones y circunstancias políticas que les ha tocado enfrentar y de las que no se han podido sustraer. Quizá nadie fue tan claro respecto a las prioridades gubernamentales como el entonces presidente Echeverría cuando afirmó que “la inflación es un mal menor que el conflicto político”. Las prioridades se hacían transparentes: lo importante era no retornar a circunstancias como las que crearon la crisis estudiantil de 1968. Cualquier cosa, incluida una crisis económica era, a juicio de esos políticos, preferible a una crisis política.
El problema es que las crisis políticas siguieron presentándose. Al conflicto de 1968 le siguieron diversas disputas dentro de la burocracia política. En 1976, por ejemplo, López Portillo inició con un gabinete que incluía a representantes de dos de las facciones antagónicas, confiando que ello evitaría una crisis. Miguel de la Madrid recurrió a una táctica casi opuesta cuando excluyó de su gobierno a la facción que adoptó el nombre de Corriente Democrática y que eventualmente llevó a la formación del PRD. El mismo conflicto mantuvo plagado al gobierno de Carlos Salinas, manifestándose en la animadversión permanente entre el PRI y el PRD y, sobre todo, en los asesinatos políticos y la declaratoria de guerra del EZLN en el último año de su mandato. El conflicto político no institucionalizado, violento y destructivo ha sido la característica más palpable del sistema a lo largo de los últimos treinta años.
Cada uno de los gobernantes de ese periodo recurrió a un nuevo mecanismo, una táctica distinta, para intentar aplacar el conflicto. Todos, sin excepción, acabaron empleando el gasto público como medio para atemperar los ánimos y evitar el desquiciamiento de la estabilidad política. Unos lo hicieron de manera abierta y sin contemplaciones, como sugiere la afirmación de Echeverría, en tanto que otros lo hicieron de formas menos llamativas, pero igualmente destructivas, como ocurrió en el sexenio pasado a través del otorgamiento de crédito que nadie pensaba pagar ni cobrar, es decir gasto público, a través de la banca de desarrollo. Puesto en blanco y negro: todas las crisis de los setenta, ochenta y noventa fueron crisis políticas que acabaron manifestándose en la economía.
Invariablemente, cada uno de los gobiernos a partir de 1976 inició su periodo sexenal teniendo que enfrentar la última de las crisis. Todos juraron y perjuraron que ellos no culminarían su administración con una nueva crisis porque habían aprendido en carne propia lo que eso implicaba. Todos acabaron rompiendo su promesa y poniéndole un clavo más al ataúd del sistema político emanado de la Revolución.
A Ernesto Zedillo le tocó la peor de todas las recesiones. No sólo fue muchísimo mayor la deuda externa con vencimientos de corto plazo que tuvo que enfrentar, sino que la combinación de un extraordinario crecimiento del crédito bancario -sobre todo a personas físicas y familias-, y de un pésimo manejo de esa cartera por parte de los bancos y más tarde del gobierno y Fobaproa, una vez que afloró la crisis a principios de 1995, agudizó gravemente la ya de por sí profunda recesión, sumiendo a vastas regiones del país en una virtual depresión. Ante la crisis, tanto por su personalidad como por su honestidad, el presidente abandonó cualquier proyecto de desarrollo que lo hubiera animado con anterioridad para abocarse en cuerpo y alma a romper con el círculo vicioso y concluir su periodo sin una situación de crisis económica. A partir de ese momento, todos los programas gubernamentales se han dirigido a afianzar la fortaleza de las finanzas públicas, a crear mecanismos permanentes de ahorro público y a cuidar la evolución saludable de los diversos agregados monetarios, financieros e internacionales. El llamado blindaje, que fue finalmente constituido en las últimas semanas, es como el broche de oro de todo un sexenio dedicado a la estabilidad económica. Aunque sus críticos lo denosten, no hay duda que el gobierno está siendo mucho más consecuente con sus propias obsesiones económicas que con cualquier intento de perpetuar al PRI en el poder. El apertrechamiento económico es, a final de cuentas, un activo para todos los mexicanos, que somos quienes siempre acabamos pagando el costo de los errores o prioridades mal concebidas del gobierno.
La interrogante es si tanto apertrechamiento es suficiente para resolver la causa de fondo de las crisis económicas de los últimos sexenios. Si uno acepta la noción de que la causa última de las crisis ha sido de carácter político más que económico, entonces resulta evidente que lo que hay que analizar es la fortaleza política del sistema para poder evaluar qué tan factible es que el gobierno se salga con la suya en esta apuesta.
Hay tres cambios de naturaleza política que este gobierno puede reclamar como suyos y que sin duda trabajan a su favor. El primero tiene que ver con la autonomía del Instituto Federal Electoral, instancia que disminuye drásticamente el nivel de conflicto entre los diversos partidos. El segundo tiene que ver con el fin del dedazo: ahora los conflictos entre los miembros del PRI ya no pasan por el gran árbitro que decidía por todos. La adopción de un mecanismo de nominación de candidatos dentro del PRI que no pasa por el presidente cambia, de raíz, la naturaleza del sistema político y abre múltiples válvulas de escape que confiadamente disminuirán -otra apuesta- las tensiones políticas y evitarán otra ola de violencia. Finalmente, el tercer cambio, que en realidad precedió al segundo, fue la adopción de los candados para la nominación de los candidatos por parte del PRI. Aunque los llamados candados son una aberración en una democracia, su adopción fue una señal trascendental para los resentidos del PRI de que habría mecanismos cuasi institucionales de resolución de conflictos sobre los cuales los tecnócratas no podrían ejercer un veto. Estos tres cambios van a transformar al sistema político y, tarde o temprano, llevarán al desmantelamiento de las estructuras de control y disciplina autoritaria que construyeron, en forma complementaria, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas.
Consciente o no, el éxito de la apuesta gubernamental de evitar una crisis al final del sexenio reside mucho menos en las acciones emprendidas en el ámbito económico, que en el éxito de esos tres cambios políticos. El gobierno está apostando a que esas tres válvulas de escape serán suficientes para oxigenar a la política mexicana y para desviar las presiones que pudiesen presentarse, evitando con ello una crisis económica más. La verdad es que se trata de una apuesta temeraria por la inmensa cantidad de cabos que han quedado sueltos en el aire y por la ausencia total de instituciones para canalizar cualquier presión que pudiese presentarse fuera de esos tres ámbitos o en cualquiera de ellos si fallara la estructura creada. Pero lo que parece más certero es que, de haber presiones, el blindaje impedirá que se manifiesten a través de la economía. A los ciudadanos no nos queda más que confiar en que esta olla de presión aguante la creciente temperatura.
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