Muchos chilenos piensan que su país se encuentra en una severa crisis, pero su definición de crisis nada tiene que ver con la manera en que los mexicanos hemos vivido ese tipo de fenómenos en las últimas dos décadas. Por dieciocho años, su economía creció a un promedio superior al 9% anual. Este año, el crecimiento se espera alcance un máximo de “sólo” 4%, debido esencialmente a la caída de sus exportaciones al sudeste asiático y a los bajos precios del cobre. Es decir, las causas de las principales dificultades que enfrentan los chilenos en el momento tienen menos que ver con su propia situación económica que con la evolución del resto del mundo. De cualquier forma, sus aciertos y desafíos arrojan interesantes e importantes lecciones para nosotros.
Si un chileno típico se apareciera por la UNAM en estos días de desbarajuste en esa casa de estudios no entendería absolutamente nada. Para los chilenos la educación se ha convertido en un tema verdaderamente obsesivo. Los exámenes de ingreso a la universidad son determinantes de su desarrollo profesional posterior; las calificaciones que obtienen son condición para proseguir en una determinada escuela y los resultados de todos los alumnos de cada escuela en los exámenes estandarizados determinan los fondos que obtendrá la escuela en el siguiente año escolar. Con estos incentivos, no es casualidad que todos los involucrados en el proceso educativo enfrenten presiones brutales para lograr un desempeño cada vez mejor. Claramente, los chilenos han aprendido la lección que países como Corea, Japón y Taiwán asimilaron hace décadas: la calidad de la educación es, en el largo plazo, el factor decisivo en los niveles de crecimiento económico y, por lo tanto, de los niveles de vida de la población. Este sin duda ha sido un factor esencial para explicar en las tasas de crecimiento que Chile ha logrado en las últimas dos décadas. Como demuestra el conflicto en la UNAM, y la actitud generalizada en la sociedad mexicana, y sobre todo en el gobierno, respecto a la educación, es evidente que nosotros no hemos ni comenzado a establecer las bases fundamentales para que, al menos en este aspecto, logremos algo similar.
A pesar de que los chilenos se quejan del “descenso” de su economía, porque ésta solo va a crecer 4%, hay un sinnúmero de pequeños detalles de su vida cotidiana que muestran qué tan lejos han avanzado. En un tema de reciente controversia en México, el del cobro en el uso de los teléfonos celulares, Chile nos ofrece otra lección (otra vez, en favor del consumidor). En aquel país el usuario es el que decide quién paga: si el que llama quiere pagar la llamada, no tiene más que marcar el número de teléfono; si quiere que la llamada la pague el usuario del celular, marca un prefijo. De la misma manera, si el propietario del teléfono celular no quiere pagar por la llamada, puede bloquearla a voluntad. Lo mismo ocurre en las llamadas de larga distancia: ocho empresas ofrecen sus servicios; todas esas empresas están listadas en cada teléfono público, donde hay información detallada sobre el costo de la llamada por minuto que ofrece cada una de esas compañías. El usuario no tiene más que marcar el prefijo de la empresa de su preferencia para utilizar uno u otro vehículo de comunicación. A diferencia de nuestras autoridades, las chilenas han estructurado todo para que sea el consumidor, en lugar del productor o el burócrata, quien decida lo que le conviene: allá la economía de mercado se sigue por convicción y no por ideología e imposición. Quizá más significativo, allá la practican en lugar de predicarla.
En los días en que me encontraba en Santiago, el tema de mayor conflicto era el relativo a los apagones eléctricos que tenían meses de venirse presentando. La causa inmediata del problema es la sequía que ha venido afectando a Chile por más de un año. Las presas se encuentran casi vacías, lo que ha sobrecargado a las plantas termoeléctricas que no están diseñadas para abastecer una demanda tan grande. Todos los chilenos parecen culpar a la privatización de las empresas de electricidad del problema eléctrico. Aparentemente, las regulaciones vigentes se concibieron para un escenario extremo de sequía, fundamentado en la peor experiencia con que se contaba hasta el momento de la privatización, que fue la de 1968. Resulta que la sequía actual ha sido muchísimo peor y nadie se encontraba preparado para ello. La privatización no fue la causa de la debacle actual, pero eso no resuelve el problema que enfrentan los habitantes de ese país. El caso de Chile sugiere que debemos repensar el modelo de regulación que se emplee en México para asegurar que exista la planeación necesaria y se eviten problemas de suministro del fluido eléctrico.
Si uno observa el proceso de reforma económica en Chile, todo parece indicar que el gobierno actual, cuyo periodo culminará este año, se ha dormido en sus laureles. Las reformas han sido mínimas y la capacidad de respuesta todavía menor. Pero lo verdaderamente importante es que, aunque esa parálisis puede tener consecuencias de largo plazo, los chilenos han logrado consolidar instituciones y un sistema de gobierno lo suficientemente sólido como para que la falta de liderazgo que muchos chilenos parecen percibir en su actual gobierno no afecte la vida cotidiana de la población. La menor tasa de crecimiento sin duda va a afectar la rapidez con que se alivien problemas básicos de pobreza, pero es más que evidente que los niveles de vida de la población han ascendido en los últimos años con rapidez, algo que contrasta fuertemente con las dos décadas de estancamiento virtual en el ingreso per cápita que hemos experimentado los mexicanos.
Pero quizá lo más desarmante del Chile de hoy es lo extraordinariamente civilizado de su debate político. En pleno proceso electoral, el poder legislativo chileno puede dedicarse a discutir iniciativas de la mayor importancia económica y política sin que un proceso contamine al otro. Los pre-candidatos sostienen debates en la televisión y los diputados se dedican a legislar. En el canal de televisión dedicado a cubrir los debates legislativos, se puede observar un fenómeno totalmente ausente en la política mexicana actual: un diputado habla y los otros lo escuchan. Nadie interrumpe. Los diputados usan un lenguaje llano pero educado, plantean sus puntos de vista, con frecuencia reflejando un contenido profundamente disidente de la línea gubernamental y, sin embargo, jamás se insultan, nunca emplean groserías ni parece concebible que estén dispuestos a prostituir el recinto en que trabajan recurriendo a golpes para dirimir sus diferencias. La civilización en pleno.
Todo parece indicar que el candidato de la llamada Concertación, la alianza de los demócrata cristianos y socialistas que ha gobernado Chile desde el fin del régimen de Pinochet, será el ex secretario de educación, Ricardo Lagos, un socialista con una visión extraordinariamente moderna de la función del gobierno y de la sociedad en el desarrollo de un país. Convencido de que una política fiscal saludable es una precondición para el desarrollo de largo plazo y de que la economía de mercado es la mejor manera de hacer producir a la economía, Lagos considera necesaria una fuerte inversión gubernamental en la eliminación de las causas que generan la pobreza para así cerrar las abismales brechas en ingreso que caracterizan a aquel país. Algunos intelectuales cercanos a Lagos afirman que una de las ideas que ha contemplado es la de privatizar la empresa productora de cobre, Codelco, el equivalente de Pemex en México por su enorme peso en la economía, para utilizar el dinero de la venta, y de los ingresos que la concesión posterior generaría, en sus programas sociales. Es decir, con una profunda convicción en la necesidad de mantener un apretado equilibrio fiscal, Lagos vería en una privatización la fuente de recursos para avanzar sus objetivos de desarrollo.
Las publicaciones de la derecha están todas saturadas de críticas a Lagos. Reflejan temores de que el probable candidato de la Concertación pudiese llevar a cabo profundos cambios. Lo interesante, sobre todo cuando ese debate se observa a la luz de la discusión que tiene lugar en México actualmente, es que el tema económico no está en el debate; nadie alberga duda alguna de la manera en que Lagos conduciría la economía. Más bien, la preocupación de la derecha se refiere, a estas alturas del siglo veinte, a lo que ellos llaman su “agenda cultural”. Específicamente, tienen pavor de la posibilidad de que Lagos promoviera cambios legales que pudiesen permitir, por ejemplo, el divorcio. Increíblemente provinciana, a la élite chilena le preocupan avances en derechos ciudadanos que prácticamente todo el resto del mundo considera inalienables, ya no sujetos a la menor discusión. A pesar de los pronunciamientos públicos, sin embargo, hay un factor de consenso, sotto voce, en el que todo mundo, tanto la derecha como la izquierda (y, muchos piensan, el ejército) parece estar de acuerdo: nadie quiere que Pinochet regrese.
La decepción que experimentan los chilenos respecto a la disminución en la tasa de crecimiento de su economía parece enigmática para los mexicanos que daríamos cualquier cosa por haber experimentado dieciocho años de crecimiento espectacular. Lo que ocurre es que, así como en México ha crecido una generación que no conoce más cosa que crisis continuas, en Chile hay una generación entera que no conoce otra nada más que tasas de crecimiento espectaculares. La creación de empleos es más que evidente, la construcción de edificios, periféricos, carreteras y demás habla por sí mismo. Los bancos ofrecen crédito y todas las tiendas aceptan cheques. Obviamente existen mecanismos legales que permiten a la economía funcionar. Los chilenos deberían venir a vivir a México unos cuantos días para apreciar la maravilla de plataforma para el desarrollo que han logrado construir.
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