La realidad del país cada día tiene menos que ver con el discurso de los políticos y con lo que éstos imaginan es o debe ser el país. El lenguaje político habla de abstracciones, en tanto que la realidad cotidiana refleja situaciones concretas. Los políticos evocan ideas y temas trascendentales, pero no tienen la menor intención de llevarlos a la práctica; peor, no se dan cuenta de que los vocablos que emplean y las ideas que esbozan poco o nada tienen que ver con la vida real. El desempate entre el lenguaje de los políticos y la realidad de los mexicanos es patente y creciente. Y el problema de esto es que el lenguaje tiene consecuencias en la praxis política. ¿No será tiempo de comenzar a bajar a la realidad?
El lenguaje del mundo político y en particular, pero no exclusivamente, el del PRI y del PRD, refleja un mundo que hace tiempo dejó de existir. El del PAN refleja un mundo que todavía no existe. El arquetipo que guía a los políticos del viejo PRI -o sea, a los del PRD y del PRI- es el de un sistema político cerrado, el partido dominante, el jefe máximo, la cleptocracia, la política de la exclusión, la ausencia de competencia política, la manipulación de la prensa, el desprecio por los derechos ciudadanos y de la población en general y el saldado permanente de viejas cuentas. Los priistas hablan de democracia cuando quieren que se les reconozca una legitimidad que hace tiempo perdieron, esa democracia que nunca promovieron y que, en todo caso, no conocen o comprenden. Las nuevas reglas que gobernarían la nominación de los candidatos de ese partido son un buen paso adelante, pero están lejos de constituir un cambio de paradigma.
Los perredistas hablan de democracia cuando reclaman el poder para sí, partiendo de la premisa de que ellos son más merecedores del mismo que el PRI, a cuyos miembros consideran meros usurpadores en el arte de abusar de la población. Los políticos de ambos partidos ven con nostalgia para atrás y pretenden recuperar un mundo que hace mucho dejó de existir. El paradigma que guardan en la cabeza nada tiene que ver con el México de hoy, con las realidades que afectan a los mexicanos, con la complejidad económica que caracteriza al país y, sobre todo, con los riesgos que corremos todos los mexicanos en un proceso de sucesión sin reglas, sin árbitro y sin instituciones.
Los panistas padecen de nostalgia por un mundo que sólo existe en su propia imaginación. Asumen que la democracia mexicana es una realidad y que todos los actores políticos se comportan de acuerdo a esa norma. En su mundo, la competencia política es el vehículo para alcanzar el poder, mismo que, una vez alcanzado, va a sostenerse a partir de la legitimidad de origen que confieren los procesos electorales. Las aciones violentas y no institucionales simplemente no caben en su marco mental. Lo anterior les lleva a darse de golpes contra la pared una y otra vez: que si porque apoyaron las iniciativas de Carlos Salinas en el sexenio pasado o porque no apoyan la aprobación del consejo del Instituto Protección del Ahorro Bancario en el momento actual. Para los panistas no hay manera de ganar. Cuando de pronto deciden ponerse los pantalones, con frecuencia escogen un callejón sin salida, como al que se siguen acercando con el tema de la renuncia del director del Banco de México. Sus motivaciones son, las más de las veces, honestas pero ingenuas. Al igual que sus contrapartes del PRI y del PRD, viven en un mundo que no es el de la realidad mexicana, aunque su mundo es más cercano al que quizá fuese deseable alcanzar. Pero ese mundo todavía no es y, peor, no es obvio que vayamos encaminándonos hacia allá.
El México de hoy poco o nada tiene que ver con el discurso de los políticos. Los mexicanos vivimos una cambiante realidad que prácticamente en nada se identifica con el mundo que refleja el discurso político y la retórica partidista. La vida del mexicano común y corriente es una de temor por la violencia y criminalidad cotidianas, por una parte, y de necesidad de adaptación a una realidad económica nueva, por la otra. La criminalidad es una realidad que simplemente no existe en las políticas gubernamentales de todos niveles. La retórica del gobierno federal y la del gobierno del Distrito Federal, por citar los más obvios, refleja una de preocupación en abstracto, en tanto que la realidad es una de inseguridad pública creciente y, aparentemente, incontenible.
Algo muy distinto ocurre en el mundo de la producción y el empleo. La economía mexicana vive una situación de esquizofrenia: por un lado las empresas ganadoras, cuyos empresarios saben a dónde van y cómo llegar ahí. Por el otro, un mundo de empresas inviables, deudas sin pagarse, empleos sin futuro y muchísimas familias preocupadas por su futuro. A diferencia de los críticos de la política económica, que tienen el privilegio de no tener que adaptarse a una cambiante economía, la mayoría de los mexicanos sabe bien que su bienestar no depende de las grandes disquisiciones intelectuales, sino de conseguirse una mejor chamba, en una empresa exitosa. Más prácticos que los políticos -porque no tienen alternativa-, los mexicanos se lamentan de la ausencia de más y mejores empleos en las empresas que, aparentemente en forma milagrosa, prosperan cada día más. Para colmo, el gobierno ha dejado que este proceso de “selección natural” siga su propio curso, con lo que, para todo fin práctico, el penoso proceso de aprendizaje y adaptación se torna más lento, más traumático y, sobre todo, más incierto.
Pero los partidos políticos, el PRI incluido, ni siquiera reconocen que existe un inevitable proceso de cambio económico. En el mundo ideal de los políticos -de todos los partidos- todos los problemas del país se resuelven si se retorna a las políticas económicas de antaño. En su mundito de los sesenta o setenta todo era más fácil y menos complicado. La década a ser imitada depende del partido de que se trate. En la práctica, lo que añoran los políticos priistas y perredistas es al gobierno duro e impositivo que dominaba a la economía y que permitía a los políticos disfrutar los beneficios de la corrupción y del poder sin que la población se pudiera quejar. Para los panistas la economía es un tema de menos fácil definición: aunque con frecuencia se les identifica con una economía de mercado, la realidad es que, en su interior, el PAN es un partido que nunca se ha decidido sobre la materia: algunos de sus miembros añoran la época de la estabilidad económica y equilibrio fiscal y cambiario de los sesenta, en tanto que otros imaginan un mundo de pequeñas empresas compitiendo para el bien del consumidor. Hoy que todos los partidos compiten por el poder de una manera mucho más equitativa, la economía les ofrece una oportunidad y un dilema. La oportunidad, que todos explotan con singular alegría, es la de reprobar a la política económica, rechazarla y evidenciar los agudos contrastes que hacen transparentes las dos caras de un proceso económico inevitable pero particularmente cruel en nuestro país. Obviamente, explotar esas diferencias es lo lógico y racional para los partidos en una etapa de elecciones. Pero el dilema, que todavía ni comienzan a imaginar, es el de tener que explicarle al electorado cuál sería su programa económico alternativo de ganar las elecciones el próximo año. A diferencia de los políticos, los mexicanos han demostrado, una y otra vez, que prefieren el empleo seguro en una empresa que sabe hacia dónde va, que cientos de promesas partidistas volando…
El lenguaje de los partidos y sus políticos está totalmente divorciado de la realidad de la población. En su reciente fiesta de cumpleaños, el PRI buscó la unidad del partido no en torno a un proyecto visionario y factible de desarrollo del país, sino alrededor de las prácticas más retrógradas que por décadas caracterizaron a ese partido: los candidatos de unidad, la exclusión de grupos y candidatos, la sumisión a un conjunto de reglas que no acaban de precisarse, las consultas a la base pero con mecanismos siempre mediatizables por los intereses más encumbrados a través de las llamadas estructuras sectoriales y territoriales del partido. El PRD no se queda atrás: su sistemático rechazo a todo cambio político o económico respecto a su modelo ideal del México revolucionario (¿cuál? ¿el de los treinta? ¿el de los setenta? ¿el de la inflación y el estancamiento?) no sólo ha contribuido a retrasar la adaptación de los mexicanos a la nueva realidad económica -la de México y del mundo-, sino que ha creado un mundo de dudas e incertidumbres sobre el futuro del país. El PAN, por su parte, ha perdido el sentido de dirección: su discurso no ha contribuido a afianzar un modelo de democracia, ni ha logrado que la economía avance. Algunos días el PAN tiene claro el sendero y apoya (y corrige) las iniciativas gubernamentales; en otros no sabe explicar sus acciones y acaba refugiándose en el mundo ideal de una democracia que, desafortunadamente, es, al menos todavía, inasible, o de una economía que, en el mejor de los casos, aún no está ahí.
Por donde uno le busque, los partidos no reconocen la realidad del país en la actualidad. Lo que el mexicano espera de sus políticos es liderazgo, claridad de rumbo y, al menos, un sentido de esperanza. Pero lo que obtiene de ellos es violencia verbal, confusión en el rumbo y una brutal incertidumbre. Lo menos que se puede decir de esto es que los partidos y sus políticos han fracasado en cumplir la función que les corresponde, sobre todo en una etapa tan compleja y difícil para el país. En lugar de responder a las necesidades de la población, los partidos viven en un mundo imaginario que sólo ellos entienden. Su paradigma es el de un México que no existe y que ya no es posible reconstruir. En lugar de acordar los fundamentos de un nuevo paradigma -uno fundamentado en un sistema político competitivo y democrático, respetuoso de las diferencias, de la libertad de expresión y tolerante de sus contrincantes, y de una economía abierta, competitiva, fuerte, vigorosa y capaz de generarle opciones y oportunidades a una población con frecuencia carente hasta de los fundamentos educativos más elementales- los partidos medran de la esperanza de volver a un mundo que muy pocos mexicanos probablemente perciben como atractivo o posible.
Lo esencial en el momento actual es reconocer que lo que era bueno para los políticos del viejo PRI -los priistas y los perredistas de hoy- no era bueno para los mexicanos. El mundo que idealizan esos políticos era perfecto para su propio disfrute ya que sus intereses estaban perfectamente protegidos y a salvo, pero a costa del mejor interés de toda la población. Los políticos desprecian los cambios económicos no porque sean intrínsecamente malos, sino porque los afectan a ellos en lo personal. Los políticos del PAN, por su parte, han perdido una oportunidad tras otra de fortalecer su viabilidad electoral al no demandar la definición de las políticas de Estado. Ningún país puede progresar a partir de esa realidad. Es tiempo de comenzar a estructurar pactos y acuerdos para los días posteriores al mítico día de elecciones en el 2000.
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