La indignación popular contra el gobierno que se hizo manifiesta en el pasado mes de diciembre no es producto de la casualidad. Tampoco es resultado de la política económica en sí misma, ni de un diseño maquiavélico de los partidos de oposición. La indignación es producto de una percepción, no muy equivocada, de que los costos de la crisis y el ajuste de los últimos años no han sido igualmente distribuidos entre la sociedad y el gobierno. Además, el gobierno ha sido totalmente incapaz de explicar la motivación de sus acciones o de convencer a la población de la bondad de sus objetivos, con lo que ha ido aumentando este sentimiento de indignación. A menos de dos años del cambio de gobierno más esperado de la historia, todavía es tiempo de revertir el tiempo vilmente desperdiciado.
El deterioro en los niveles de vida de los mexicanos es no sólo plausible, sino lacerante. Literalmente todas las familias mexicanas, de todos los niveles económicos, han visto cómo se erosionan no sólo sus ahorros e ingresos, sino también sus aspiraciones y expectativas. Las familias más pobres, que nunca han tenido ingresos significativos, han perdido toda esperanza de lograrlos. Las familias más pudientes han visto mermadas sus expectativas y, si bien no tienen problema alguno de subsistencia, han visto transformada su realidad económica y familiar. La gran mayoría de los mexicanos, que se concentra entre los dos grupos sociales anteriores, ha visto pulverizadas sus expectativas, destruidos sus ahorros y, en muchísimos casos, perdida la oportunidad de adquirir el más básico de los activos ansiados por toda familia, una casa pagada y saldada. Es rara la familia en la que no hay desempleados o personas que no encuentran empleo. Los niveles de vida de todos los mexicanos se han deteriorado de una manera trágica y eso sin contar con la creciente inseguridad pública que reduce todavía más la calidad de vida de toda la población.
Algo semejante ha ocurrido con las empresas. Hoy en día hay dos tipos de empresas en el país: las que han hecho cambios radicales en su estructura y modo de operar y las que no han hecho nada. Las empresas que se han transformado han hecho esfuerzos verdaderamente ejemplares por elevar sus niveles de productividad, por reducir sus costos, por abrir nuevos mercados, por eliminar gastos suntuarios y, en una palabra, por tornarse competitivas en un ambiente nacional e internacional extraordinariamente difícil. Estas empresas han tenido que transformarse completamente y lo han hecho en medio de una contracción brutal del mercado nacional (baste recordar la contracción de aproximadamente 15% que experimentó el mercado interno en 1995 y más el consumo, mismo que no se recuperó sino hasta el año pasado) y de una creciente competitividad proveniente de sus principales rivales internacionales, sobre todo después de las devaluaciones que sufrieron las monedas de las economías del sudeste asiático. De todas estas empresas, las que en este proceso aprendieron a exportar han logrado salir adelante y comenzado a ofrecerle al país la que es, literalmente, la única fuente de esperanza para el futuro. Las que se transformaron pero no exportan han quedado un paso atrás: al menos han logrado sobrevivir.
El problema son las empresas que no se han transformado ni han aprendido a competir, ni se han dado cuenta de que el futuro va a ser radicalmente distinto al pasado. Todas esas empresas no han dado los pasos cruciales para sobrevivir y, confiadamente, comenzar a construir una salida exitosa para el futuro. Sin un cambio radical, esas empresas no sobrevivirán ni podrán mantener, ya no digamos crear, las fuentes de empleo que los mexicanos demandan de manera desesperada. En realidad, estas empresas se han comportando como el gobierno: como si el ajuste a las nuevas realidades fuese algo opcional.
El deterioro de la economía familiar y empresarial es patente. Pero ésta no es la primera vez que ocurre algo así. El país ha pasado por muchas crisis a lo largo de las últimas décadas y, aunque todas indudablemente deterioraron la imagen del gobierno, ninguna había tenido el efecto de desacreditarlo de una manera tan brutal como la actual. La pregunta es por qué. Mis hipótesis, en buena manera complementarias, son dos. Una es que el gobierno comenzó dándose un tiro en su propio zapato y la otra es que el sufrimiento que ha experimentado la población no ha sido compartido por el gobierno y todo mundo lo sabe.
La primera hipótesis parece tan obvia que no debería ser necesario esbozarla. Sin embargo, por su manera de actuar, es evidente que el gobierno todavía no la reconoce a cabalidad. La devaluación de 1994 fue tan traumática para la nueva administración, que no encontró mejor salida que la de culpar al gobierno anterior de la devaluación misma y de todos los males que la precedieron y que la acompañaron. En el camino no sólo desacreditó, con o sin razón y justificación, a los individuos responsables del manejo económico y político del sexenio pasado, sino que acabó con la legitimidad de toda la política económica. Es decir, en lugar de limitar sus ataques y críticas a las personas del gobierno anterior, el gobierno actual acabó por minar la credibilidad de toda la estrategia de apertura económica, de manejo austero de las finanzas públicas y de privatización y liberalización de la economía. En otras palabras, el gobierno actual, que en lo esencial comparte la noción de que la liberalización económica es el vehículo adecuado para reconstruir a la economía, la desacreditó y acabó haciéndose harakiri. El gobierno mismo ha sido su peor enemigo.
La otra hipótesis es que el sufrimiento que ha experimentado la población no ha sido compartido por el gobierno. Todos los mexicanos han tenido que ajustar sus niveles de vida, excepto el gobierno. El gasto corriente gubernamental no ha disminuido como porcentaje del PIB, lo que implica que el gobierno y sus funcionarios no han tenido que realizar ajuste alguno en sus prebendas, privilegios y gastos. Hay empresas paraestatales que, en el meollo del debate presupuestal del mes pasado -en el que el gobierno se distinguió por afirmar que los recortes habían llegado “hasta el hueso”- se dieron el lujo de comprar centenares de vehículos último modelo para sus desgastados funcionarios. Lo que es peor, todos los “dolorosos” recortes que han sido realizados en los últimos meses lo han sido para la población, pero no para la burocracia, pues se refieren a inversiones que dejaron de realizarse y que hubieran tenido por beneficiarios a mexicanos comunes y corrientes. En cambio, el gasto corriente del gobierno no ha dejado de aumentar, el número de burócratas ha crecido y, al parejo, han aumentado las regulaciones y restricciones que no tienen otro efecto que el de obstaculizar el desarrollo de legítimas actividades empresariales, que son las únicas capaces de generar riqueza y empleos productivos y, por lo tanto, perdurables.
El contraste no sería tan terrible y preocupante si lo único que estuviera de por medio fuera el gasto corriente del gobierno. La realidad es que, por encima del gasto gubernamental, se encuentra la pila de errores que se han venido acumulando, con un costo aterrador para el país y los mexicanos. Los imperdonables errores en que incurrieron los funcionarios gubernamentales en el llamado rescate bancario, que hicieron que su costo, calculado en sus inicios en algunos miles de millones de dólares (incluyendo en ese monto la totalidad de los fraudes bancarios), se convirtiera en una bola de nieve de más de sesenta mil millones de dólares. La tardanza en reconocer el tamaño de la deuda –y del problema- del Fobaproa, por citar el ejemplo más obvio y costoso, harán que, para fin de este año, el fondo acumule pasivos equiparables al total de la deuda externa que el país ha venido contratando en casi doscientos años de vida independiente. Y peor, esa cifra no incluye el basurero colectivo de todos los errores financieros de la última década en que se ha convertido NAFINSA. A la arrogancia en el manejo de las finanzas públicas se viene a sumar el costo de errores garrafales e inconfesables.
Frente a la lacerante caída en los niveles de vida de los mexicanos y la creciente disponibilidad de información y acceso a los asuntos públicos, incluidos los errores gubernamentales, es fácil explicar la indignación popular contra el gobierno. Es indudable que las campañas del PRD han ayudado a desacreditar al gobierno y a la política económica, pero esas campañas sólo han prendido por la incapacidad gubernamental para organizarse, defenderse, ofrecer resultados y convencer a la población.
La iniciativa de ley de ingresos para este año ofreció la ventana más generosa a la problemática que padecemos. El gobierno pudo haber planteado el dilema real que enfrenta el país en términos muy simples: la caída de los precios del petróleo nos ha hecho más pobres y eso exige que todo mundo -gobierno y población- coopere para salvar este momento de emergencia. Ningún mexicano razonable se hubiera resistido a un llamado como ese. En lugar de eso, lo que el gobierno hizo fue unificar a todos los mexicanos en su contra, realmente sin necesidad. El reloj político avanza sin cesar, pero la crisis que el gobierno se empeña tanto en evitar, la está provocando minuto a minuto.
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