Los triunfos y extraordinarios avances electorales que ha logrado el PRD no aseguran que su candidato logre la presidencia en el 2000. De hecho, es posible que lo opuesto sea más razonable: que los triunfos que ha logrado le causen enormes problemas, esencialmente porque, ya siendo gobierno, tiene que enfrentarse a los dilemas inherentes a todo gobierno y, quizá mucho más importante, porque los triunfos logrados le lleven a perder el sentido de dirección. El PRD tiene en este momento dos brújulas que apuntan en dirección casi opuesta. Su dilema será identificar la que le permita competir con fuerza por la presidencia en poco menos de veinte meses.
A nivel local, el PRD ha logrado atraer las maquinarias priístas con arraigo en la región para lograr sus victorias recientes. Sin embargo, para ganar la siguiente elección presidencial el PRD tendría que satisfacer dos objetivos dispares: por un lado conservar esas maquinarias que representan la presencia organizada del partido a nivel nacional (lo que, por ejemplo, no logró en Veracruz este año). Por el otro lado, tendría que capitalizar la mayor parte del mercado de electores “volátiles”, aquéllos que no manifiestan lealtad partidista alguna. La gran pregunta es si lo logrará siguiendo su radicalización en temas nacionales, pues la experiencia muestra lo contrario.
Las victorias del PRD son imponentes. Hace sólo dieciocho meses, el PRD no tenía gubernatura alguna. Hoy en día tiene en su haber tres gubernaturas (o su equivalente), incluyendo la más grande del país. El PRD ha logrado evolucionar de ser un grupo de disidentes del PRI y refugiados de otros partidos y frentes a un partido cada vez más consolidado, que representa y/o gobierna a una parte creciente de la ciudadanía. Desde esta perspectiva, el PRD dejó de ser un partido marginal en la función de gobierno para convertirse en una fuerza con poder -y responsabilidad- real. Sin embargo, el ascenso exponencial del PRD ha seguido una línea muy distinta a la que tradicionalmente ha caracterizado a los partidos políticos. En la mayor parte de los países, un partido va creciendo en la medida en que su mensaje logra calar en el electorado, lo que normalmente se traduce en nuevos adeptos, y viceversa: un partido se contrae en la medida en que pierde capacidad de ofrecer algo atractivo a la población.
Más allá del grupo original que constituyó al PRD (de las bases políticas y partidistas que se sumaron a la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas a través del Frente Democrático Nacional y que luego formalizaron su alianza con la creación del PRD) y que constituye su base de acción, la mayor parte del crecimiento del PRD ha sido producto de una estrategia sumamente aguda, perceptiva y exitosa de atraer grupos disidentes del PRI. Las dos gubernaturas que el partido ganó este año, Zacatecas y Tlaxcala, fueron producto precisamente de un proceso de absorción de fuerzas políticas establecidas con gran capacidad de convocatoria, movilización electoral y manipulación de los grupos de poder a nivel local. El PRD, fiel a su origen, ha heredado no sólo las habilidades (y, sin duda, vicios) del PRI, progenitor de una gran parte de sus figuras clave, sino también su capacidad para competir por el poder y, de hecho, para gobernar. Los éxitos de 1998 hablan por sí mismos.
El proceso de atracción de disidentes priístas al PRD no es nuevo. Ya en 1997 la estrategia había sido intentada claramente en al menos dos estados: Campeche y Veracruz. Aunque el PRD no logró la gubernatura en Campeche, en ambos estados se observaron avances para este partido a nivel legislativo local y municipal. En términos agregados, en ambos estados el PRD gano los más de diez puntos porcentuales que el PRI perdió. Viendo hacia adelante, la pregunta importante es qué es lo que le ha permitido al PRD estos triunfos: su activismo a nivel estatal o su retórica en el tema Fobaproa. La pregunta no es ociosa. El liderazgo perredista nacional insiste en que los triunfos de este año se deben a su extraordinario activismo. Sin embargo, la evidencia apunta en sentido contrario: a diferencia de las elecciones presidenciales y legislativas, los comicios para la gubernatura de un estado son quizá el único lugar en el que dominan los temas locales. A final de cuentas, un gobernador va a tener una profunda incidencia sobre la vida cotidiana de los habitantes del estado, a diferencia de un diputado que, una vez electo, casi siempre desaparece del mapa.
Los perredistas insisten en que su retórica incendiaria, sobre todo en relación al asunto interminable del Fobaproa, les ha generado triunfos inesperados. Es obvio que la estridencia perredista ha calado profundamente en la política nacional, habiendo logrado descarrilar un sinnúmero de iniciativas legislativas, puesto al PAN contra la pared y desesperado hasta a los tecnócratas más tranquilos. El impacto del activismo perredista es impresionante bajo cualquier medida: sin ese activismo el Fobaproa nunca se hubiera convertido en asunto de debate nacional, ni los vicios que pudiesen haber dado lugar a esa enorme masa de pasivos habrían salido a la luz pública. Ciertamente, los medios que han utilizado son muy debatibles en una democracia, pues su ofensiva en torno al Fobaproa no se ha acotado a las instancias formalmente establecidas para hacerlo, como el legislativo o judicial. Sin embargo, de no haber sido por ese activismo, el Fobaproa habría pasado como una bola rápida más.
Pero no es evidente que el éxito de la retórica perredista -acompañada de frecuentes mentiras y exageraciones- haya tenido incidencia alguna en los resultados electorales a nivel estatal. Aunque es posible que el discurso perredista haya incidido en la generación de votos en algunos lugares, los triunfos más significativos para el PRD estuvieron determinados fundamentalmente por otras causas. Las gubernaturas de Tlaxcala y Zacatecas fueron resultado directo de la oferta política de dos buenos candidatos, sustentados en una maquinaria de origen priísta, con fuerte arraigo local, que ciertamente supo lograr su cometido. La estrategia perredista orientada a ganar adeptos, bases políticas y capacidad de movilización en todo el país por medio de la absorción de priístas disidentes (pero influyentes) muestra que el PRD se ha abocado a la construcción de un partido político a nivel nacional y que, al menos, pretende abandonar su naturaleza caudillista en algún momento. Entre paréntesis, la estrategia también demuestra que el PRD reconoce ahora lo que sus miembros actuales no aceptaron en 1988: que sin una presencia nacional les será imposible ganar la presidencia. Pero ese es otro tema.
La gran interrogante es si el PRD puede ganar la presidencia a través de la radicalización a ultranza de la vida política nacional. La estridencia del discurso, el encono del debate y lo incendiario de la retórica son instrumentos absolutamente válidos y respetables como estrategia para intentar alcanzar el poder. Pero, además de crear extraordinarios problemas para la vida cotidiana de la población y de exacerbar los riesgos de que se produzca un descarrilamiento económico en los próximos años -que, uno podría argumentar, son medios válidos, aunque sin duda potencialmente contraproducentes para llegar al poder- la estrategia puede impedirle al PRD ganar la presidencia en el año 2000.
Ninguno de los tres partidos políticos principales tiene asegurado el triunfo en la elección presidencial del 2000, porque ninguno cuenta ya con una base electoral lo suficientemente amplia para garantizar el triunfo. Sin embargo, es evidente que la base de votantes leales y confiables de cada partido es muy distinta, como lo demuestra el hecho de que el PRI haya ganado siete de las diez gubernaturas disputadas este año y, también significativo, que el PAN, a pesar de sólo haber logrado una gubernatura, elevara el número de votos este año respecto a los alcanzados en 1997. Aunque para poder ganar la presidencia los tres partidos tendrían que lograr votos más allá de sus clientelas seguras, el PRD es, sin la menor duda, el partido que más votantes adicionales -de los no comprometidos con otros partidos o, como le llaman los expertos, “flotantes”- tendría que lograr atraer para poder ganar. Aunque hay un número creciente de votantes cuyo único propósito es el de derrotar al PRI, la mayor parte de esos votantes, típicamente residentes urbanos, son mucho más moderados en términos ideológicos y filosóficos que las clientelas naturales del PRD. Es decir, si el PRD quiere lograr atraer el voto no comprometido, va a tener que moderar su lenguaje y oferta electoral, tal y como ocurrió con la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas en 1997.
Lo que le dio votos al PRD en 1997 y 1998 fue su inteligente estrategia de absorción de disidentes priístas. Ahí está la lección tanto para el PAN como para el propio PRD. La retórica incendiaria de los últimos meses en materia del Fobaproa sin duda será muy satisfactoria para sus bases más encumbradas y radicales, pero está lejos de ser una oferta razonable para atraer votantes que lo único que quieren es vivir tranquilos. Esa retórica puede acabar llevando al PRD a lograr exactamente lo opuesto a su propósito: destrozar al PAN y afianzar al PRI.
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