Democracia sin presidente y autocracia sin autócrata. Este es, quizá, el más impactante contraste entre Estados Unidos y México en la actualidad. Envuelto en un sinnúmero de dificultades legales y de opinión pública, el presidente norteamericano bien puede permanecer en la oficina del ejecutivo por el resto de su periodo presidencial, pero seguramente sin mayor capacidad de ejercer un liderazgo efectivo. Un presidente formalmente en funciones, pero neutralizado para todo fin práctico. Pero su país continuará funcionando como si nada hubiese pasado. Lo contrario ocurre en México. Lejos de ser una democracia funcional, nuestro país todavía se caracteriza por una infinidad de formas, estructuras e instituciones autocráticas, construidas en otra época con el fin de controlar todo el acontecer nacional. Pero ahora tenemos la peculiar paradoja de vivir en un régimen todavía autocrático, pero sin autócrata. Quizá muchas de nuestras deficiencias se remitan, al final del día, a ese contraste: ni tenemos una democracia ni se ejerce la autocracia.
La debacle del presidente Clinton es de sobra conocida. Independientemente de las infracciones legales en que hubiese podido incurrir, mucho de la controversia que lo envuelve es de naturaleza estrictamente política. Los políticos del partido Republicano acusan al presidente de todos los males del mundo y lo amenazan con la posibilidad de iniciar un juicio político que pudiese terminar, en el extremo, con su destitución. Detrás del debate y de la controversia se esconden cálculos políticos muy cuidadosos que tienen que ver con la sucesión presidencial en aquel país. Los republicanos, por ejemplo, quisieran ver destituido al presidente Clinton si eso los favorece en las elecciones del 2000. Pero también saben que si Clinton se viera obligado a renunciar, el vicepresidente Gore tendría dos años de espacio para consolidarse en el poder, con lo que sería un contrincante mucho más difícil de vencer en la próxima elección. A partir de estos cálculos, la conclusión de muchos políticos estadounidenses es que lo mejor es desacreditar a Clinton lo suficiente para ganar puntos en la próxima carrera presidencial. Todo esto esta detrás de la controversia actual. Los políticos hablan, discuten, escriben y amenazan. Según los republicanos, Clinton es una catástrofe y el mundo está a punto de colapsarse. Por el éxito que han tenido en términos prácticos y de opinión pública podría pensarse que los asesora el PRD.
En apariencia, la efervescencia política que caracteriza a México y a Estados Unidos tiene orígenes similares. En ambos países los partidos de oposición aprovechan las faltas, los errores, las torpezas y los engaños de sus respectivos gobiernos para avanzar su causa, para descalificar al gobierno y a su partido y para construir los pilares de una candidatura ganadora en el 2000. A final de cuentas, la competencia electoral tiene una dinámica igual en todos los países y genera, por sí misma, incentivos para una descalificación a ultranza del contrincante. Los errores de un gobierno, las insatisfacciones que genera su gestión y las insuficiencias de su trabajo son sujetos naturales y lógicos de explotación por parte de los partidos rivales.
Así como el presidente Clinton es acosado por acciones, afirmaciones y decisiones suyas que pudieron haber sido ilegales o por declaraciones en falso, el gobierno mexicano es acosado por factores que en nuestro entorno son igualmente sensibles, como son el Fobaproa, Chiapas, las agudas desigualdades en el desempeño económico de las distintas regiones del país y demás. En ambas naciones, los gobiernos sufren el embate de sus oposiciones. Nuestra desgracia es que el efecto de esta circunstancia es muy distinta en nuestro país.
Estados Unidos es un país extraordinariamente institucionalizado que se caracteriza por la existencia de mecanismos de pesos y contrapesos a todos los niveles de gobierno. Fuera de los temas de seguridad nacional, que conllevan el mando sobre las fuerzas armadas y de relaciones exteriores, las facultades del ejecutivo están muy restringidas y, en la práctica, se limitan a la capacidad que tenga el presidente de convencer al electorado de la bondad de sus iniciativas. Tanto Reagan como Clinton se distinguieron por su extraordinaria habilidad para construir apoyos en la sociedad en torno a sus proyectos. Los legisladores, que en ningún país comen lumbre, votan en favor de las iniciativas presidenciales cuando la población las hace suyas. Por su parte, un presidente que no logra convencer al electorado encuentra muy poco campo para desenvolverse. Lo extraordinario del sistema político de nuestros vecinos es que el ciudadano promedio no sufre mayor cosa cuando un presidente es malo o, cuando menos, mal comunicador. Lo peor que le puede pasar a ese ciudadano promedio es que sus impuestos suban o bajen un poco dependiendo del presidente en turno y que, en el peor de los casos, las cosas se congelen como están (que no es demasiado malo) por un período de cuatro años.
Nuestra realidad en nada se parece a la norteamericana. El hecho de que haya disputas y controversias puede ser, hoy en día, una característica común. Pero nosotros no contamos con una estructura institucional sólida y funcional que aísle las controversias del devenir cotidiano. Cuando un legislador estadounidense ataca a su presidente lo hace a sabiendas de que se trata de una disputa que no va a afectar la vida diaria de la población. En nuestro país, con una democracia incierta y en ciernes, todo está por construirse. Una disputa que se sale de contexto puede tener efectos devastadores para la economía y la población. Las controversias relativas al Fobaproa, por ejemplo, podrían acabar con los flujos de inversión en la economía, si no es que llevarnos a una aguda recesión. Eso sería algo virtualmente imposible en un país plenamente democrático e institucionalizado. De la misma manera, una devaluación mal manejada podría cortar, de la noche a la mañana, el cincuenta por ciento del ingreso real disponible del mexicano común y corriente. Es decir, nuestro sistema político es sumamente débil y cualquier cambio brusco puede traer consecuencias devastadoras.
Además, hay una diferencia fundamental en la manera en que funciona la política electoral en ambos países. En Estados Unidos no hay un solo político que aspire a mantener o mejorar un cargo de elección popular que no tenga un ojo permanentemente puesto en las encuestas. Los republicanos atacan a Clinton siempre pensando en sus votantes en la próxima elección. Para ponerlo en términos mexicanos, allá ningún candidato que se respete da paso sin huarache. En México las encuestas, aunque cada vez más frecuentes, son todavía un instrumento eventual en el herramental de los políticos. Por ejemplo, ningún partido sabe, a ciencia cierta, cuál sería el impacto electoral de un voto respecto a Fobaproa. Todos los partidos están calientes con el tema, pero todo mundo navega en la obscuridad.
La realidad es que estamos viviendo en un mundo artificial. Algunas de las formas de la política mexicana se parecen cada vez más a las norteamericanas, sobre todo aquellas relacionadas con las campañas electorales, con el protagonismo de nuestros políticos y con la naturaleza descalificadora del discurso y de la retórica. Pero detrás de esas formas, en la substancia, hay muy poco de parecido. Nuestra democracia apenas comienza a funcionar. De hecho, la mayor parte de las estructuras, organizaciones e instituciones de la política mexicana responden mucho más a la naturaleza autocrática de nuestro pasado que a una democracia que todavía está por consolidarse. Si bien un sistema democrático bien institucionalizado puede funcionar sin un presidente exitoso y pujante, como demuestra el norteamericano, un sistema autocrático sólo funciona cuando alguien lo controla todo. Nuestro problema, a diferencia del norteamericano, es que tenemos una autocracia sin autócrata.
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