Todas las decisiones relativas a la economía que se tomaron a finales de 1997 han sido rebasadas por la realidad. Las circunstancias nacionales e internacionales de hace unos cuantos meses han cambiado sensiblemente, lo que exige que se revise toda la estrategia de la política económica. El presupuesto proponía un relajamiento de la política monetaria y fiscal en aras de elevar los niveles de consumo de la población, objetivo que no era reprobable ni despreciable, pero que se ha convertido en uno sumamente peligroso a la luz de la crisis asiática y de lo que pudiera ocurrir en el sur del continente. Este debe ser tiempo de apretar y, sobre todo, de extrema cautela en el manejo de la economía.
Las luces rojas son evidentes por todos lados. Los precios del petróleo disminuyeron hace unas cuantas semanas y no hay nada que sugiera que vayan a incrementarse en un horizonte razonable. La crisis asiática parece que se ha estabilizado, pero también es posible que vuelva a arreciar, sobre todo si China decide devaluar su moneda o si países como Indonesia no encuentran una salida civilizada a su crisis de sucesión política. Mucho más importante para nosostros, las macro devaluaciones que experimentaron la mayoría de las monedas asiáticas en los últimos meses ya se han traducido en exportaciones a precios ultracompetitivos (como los nuestros en 1995), lo que va a arreciar la competencia con nuestros productos de exportación en los mercados en que más exitosos hemos sido, comenzando con el norteamericano. En adición a lo anterior, todo indica que la economía estadounidense va a experimentar una menor tasa de crecimiento que en los años pasados, lo que va a afectar nuestras exportaciones. Finalmente, aunque Brasil ha logrado librar -a costa de una profunda recesión- el embate de la crisis asiática hasta este momento, no hay garantía de que mantenga su estabilidad económica. Una crisis brasileña asustaría a los operadores en los mercados financieros internacionales, lo que inevitablemente tendría un efecto negativo sobre nosotros.
Ninguna de las amenazas potenciales descritas en el párrafo anterior sería, por sí misma, catastrófica para México, como no lo fue durante el año de 1997 en que mucho de ello comenzó. Pero la política económica ha comenzado a cambiar a partir de este año y, mucho más importante, nos estamos encaminando hacia un periodo político que promete ser extraordinariamente turbulento de aquí al año 2000. Es decir, la política económica se ha comenzado a relajar justamente cuando la economía internacional y la política interna demandan todas las precauciones posibles.
El crecimiento en el gasto público por encima de lo presupuestado en 1997, así como el relajamiento fiscal y monetario que está implícito en el presupuesto para el año en curso y en la nueva composición del banco central, es explicable tanto por la corrección que ya se logró en los tres años pasados, como por la demanda popular de atender el rezago en el consumo y la creación de empleo. Es decir, una vez que se sanearon las finanzas gubernamentales luego de la crisis de 1995 y que el saldo de nuestras cuentas con el exterior se estabilizara con tasas extraordinarias de crecimiento de las exportaciones es razonable plantear la necesidad de atender rezagos tanto sociales como en el consumo de la población. Desde una lógica gubernamental y política, esos objetivos son centrales y se irán incrementando en importancia en la medida en que se acerque el fin del sexenio. Sin embargo, a pesar de lo legítimo de esta lógica, la situación económica internacional y la inédita realidad política interna exigen mucha mayor cautela. De nada sirve un relajamiento de la política económica si eso nos lleva a una nueva crisis económica, cualquiera que sea su origen.
Si la inestabilidad de la economía internacional es patente, la situación política interna no es menos volátil. Ambas pueden destruir lo poco que ya se ha logrado. Por el lado económico, estamos comenzando a enfrentar riesgos crecientes. La única razón por la cual la economía mexicana sobrevivió sin mayores dificultades los embates de la crisis asiática a lo largo de 1997 fue porque la política económica continuó o siguió enfatizando el saneamiento de las finanzas públicas, el crecimiento de las exportaciones, la baja de la inflación y el cuidado de no caer en excesos en cualquier dirección. Si ese énfasis desaparece, quedaremos a merced de fuerzas que nadie en México controla y cada vez menos pertrechados.
Por su parte, la escena política es crecientemente volátil e inestable. El número de factores novedosos e inusitados en la política mexicana asciende casi en forma cotidiana. Muchos de estos factores van fortaleciendo diversos caminos que potencialmente podrían contribuir a resolver los problemas del país en forma civilizada, pero otros amenazan con elevar los niveles de incertidumbre y volatilidad en la medida en que se acerquen las elecciones del año 2000. La diversidad de factores que están presentes en la nueva escena política habla por sí misma. Hoy en día, por primera vez desde que se estructuró el Partido Nacional Revolucionario en 1929, existe la posibilidad real de que un partido distinto al PRI gane las elecciones presidenciales próximas. Ya hay varios pre-candidatos, tanto del PAN como del PRD, articulando pre-campañas para ese propósito. El PRI ha perdido su característica histórica de unidad y control de sus pre-candidatos. Los priístas demandan definiciones por parte del presidente pero, al mismo tiempo, se niegan a aceptar sus lineamientos. No es inconcebible que el PRI se divida en los próximos meses, alterando definitivamente uno de los factores que parecían inamovibles en la política nacional.
Mientras diversos políticos de todos los partidos se aprestan a lograr la nominación de su partido para la presidencia, en ocasiones empleando hasta los métodos más pueriles y, en términos de la estabilidad del país, peligrosos, la ciudadanía vive en un ambiente de creciente criminalidad, incertidumbre y preocupación. La política, la criminalidad y la violencia son cada vez más indistinguibles. Difícil imaginar que una población como la mexicana, ya de por sí acostumbrada a crisis económicas y cambiarias frecuentes y ahora atosigada por la criminalidad y la retórica asociada a un proceso de profundo cambio político, no vaya a anticipar una potencial crisis en los próximos tres años -y a tomar provisiones al respecto. Un conjunto de decisiones individuales de ese orden sería catastrófico para el país.
Puesto en otros términos, la situación del país no está como para alterar la estrategia de la política económica adoptada desde el segundo trimestre de 1995. El entorno que vive el país, tanto el interno como el externo, invitan a extremar la cautela y a evitar todo riesgo excesivo en materia económica. A final de cuentas, las crisis no ocurren por casualidad. Si queremos evitar una más en los próximos años debemos actuar desde ahorita.
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