Está de moda afirmar que los diputados son un desastre y que los liderazgos divididos (partido y Cámara) de los dos principales partidos del bloque opositor, del PAN y del PRD, no tienen control alguno sobre sus bases, como se evidenció en el proceso de aprobación del presupuesto y de la Ley de Ingresos. Claramente, la novatez y la incompetencia fueron dos características sobresalientes en el proceso legislativo reciente. Sin embargo, es difícil pensar que esto pudo haber sido diferente. La inexperiencia en el manejo legislativo es producto precisamente de eso: la falta de oportunidades para tener experiencia. De la misma forma en que un niño sólo aprende cometiendo sus propios errores, independientemente de lo que crean o prefieran sus padres, la nueva composición de la Cámara de Diputados y la nueva realidad política nacional demandan un proceso natural e inevitable de aprendizaje. Pero la inexperiencia no esconde el hecho de que enfrentamos retos estructurales muy serios en el momento político actual.
La euforia desatada por los resultados electorales de julio pasado -en muchos sectores dentro de México e incluso en los mercados financieros internacionales- es explicable porque se logró lo que muy poco tiempo atrás parecía impensable: los votantes le dieron la mayoría de votos a partidos distintos al PRI en dos elecciones cruciales: la del Distrito Federal y la de la Cámara de Diputados. El hecho de que algo así pudiese ocurrir en forma pacífica y sin violencia fue una auténtica novedad. Pero la euforia de julio pasado fue excesiva, no por el hecho mismo del cambio político, sino porque décadas de gobiernos carentes de todo tipo de supervisión hicieron irrelevantes todos los mecanismos formales de pesos y contrapesos previstos en la Constitución, mismos que el mero triunfo de la oposición no va a restablecer. La realidad es que la Constitución prevé un conjunto de mecanismos formales de pesos y contrapesos, pero fue diseñada e instrumentada por personas que no le dieron mayor peso a su desarrollo formal, jurídico y práctico a través de las decisiones y acciones cotidianas. Ahora que, por primera vez, hay un intento de darles forma y relevancia, los obstáculos prácticos y jurídicos son enormes.
La “normalidad democrática” que supuestamente fue alcanzada en julio de este año es un mito o, en el mejor de los casos, un buen deseo pendiente de cumplirse. Es decir, el hecho de que ahora la mayoría de la Cámara de Diputados esté controlada por partidos distintos al PRI no implica que tengamos un sistema de pesos y contrapesos debidamente instalado y funcional. No hay duda que muchos de los diputados actuales, de todos los partidos, están en la mejor disposición de cumplir su función como equilibrio en el ejercicio del poder y de los dineros públicos; tampoco hay duda que muchos de los diputados que son parte del bloque que se constituyó en mayoría tienen las mejores intenciones de servir a su país por medio de una oposición sistemática al gobierno y al PRI. Muchos todavía identifican un triunfo legislativo del PRI o del gobierno como ilegítimo, lo que implica que la democracia todavía está por ser alcanzada. Tanto la Cámara de Diputados como el sistema político enfrentan realidades inéditas, como lo es un sistema político crecientemente fragmentado, un electorado cada vez más intolerante, una redistribución del poder político a favor de los estados o liderazgos regionales y locales y un cada vez más menguado sentido de unidad nacional.
La complejidad de la realidad política del país y de su administración difícilmente puede ser disminuida. La pretensión de democracia en este contexto es, al menos, excesiva. Los propios líderes de las facciones del PAN y del PRD, respectivamente, saben bien que los márgenes de maniobra, sobre todo en materia económica, son sumamente estrechos, lo que no les ha impedido que con frecuencia pretendan imponer su agenda y sus intereses no sólo sobre su propia bancada, sino sobre la agenda legislativa del país. Es decir, en lugar de los estadistas que requerimos en este momento para darle forma a un sistema político más responsable, más constructivo y más democrático, lo que tenemos es un conjunto de protagonismos que pretenden imponer su voluntad sobre otros partidos, sobre el gobierno y, en última instancia, sobre los mexicanos, como si se tratara de un concurso de intereses y voluntades particulares. La decisión del PAN de aprobar el presupuesto es un ejemplo de lo que sí se debe hacer en aras de construir una democracia moderna.
No hay la menor duda de que muchos miembros de la actual legislatura se sintieron muy satisfechos con la derrota inicial de las iniciativas en materia de Ingresos y la llamada Miscelánea Fiscal. Luego de décadas de subordinación al gobierno, es explicable que el echar abajo la iniciativa gubernamental se asociara con una sensación de triunfo, aunque éste acabara siendo pírrico, como vimos una semana después. Pero el hecho de derrotar la iniciativa gubernamental no demostró la existencia de pesos y contrapesos, ni constituyó evidencia alguna de una normalidad democrática. Lo que demostró es que las pasiones individuales y los intereses particulares, en ocasiones los partidistas, sobre todo aquellos vinculados con la necesidad visceral de derrotar al gobierno, son superiores al reconocimiento de la enorme tarea de construcción política que los mexicanos tenemos adelante.
Los pesos y contrapesos no consisten en la oposición sistemática al gobierno, sino en el desarrollo de alternativas que logren objetivos que la sociedad ha determinado como prioritarios, de una manera menos costosa, más eficiente o más adecuada. Es decir, en lugar de oponerse sistemáticamente a las iniciativas presidenciales, los diputados podrían estar planteando alternativas más idóneas a la consecución de los intereses de la sociedad en formas que a los funcionarios gubernamentales, por sus propios intereses, jamás se les pudiesen ocurrir. El debate que los ciudadanos observamos en torno al presupuesto y, particularmente sobre el IVA, sugiere que hay muy poco interés por parte de los diputados de buscar este tipo de alternativas. Su único interés fue el de vengar una postura electoral (lo que desde luego no hace menos legítimo su actuar) y no el de encontrar mecanismos alternativos que pudiesen satisfacer no sólo sus intereses partidistas, sino también el interés del país. Este es nuestro verdadero problema.
A final de cuentas, el interés del país resulta de la suma de intereses de sus diversos componentes. En una etapa del país en que no existen mecanismos para que la población articule sus intereses ni mayor capacidad de los partidos por representarla, la definición del interés nacional se torna sumamente compleja. En este sentido, no es razonable pensar que la decisión sobre el interés del país pueda ser dominio exclusivo del Ejecutivo. Pero lo mismo se puede decir del poder Legislativo. Los diputados que ahora constituyen la mayoría en su respectiva Cámara con frecuencia parecen tener mayor necesidad de demostrar la existencia de esa mayoría que de cumplir con su mandato constitucional.
Pero el hecho de que los legisladores cometan errores o que no logren demostrar la calidad requerida en su aportación al proceso de desarrollo del país es apenas lógico y natural. Se trata, a final de cuentas, del primer experimento real en más de un siglo en que una legislatura pretende cumplir con sus atribuciones constitucionales. No es razonable pedirle a los diputados que sean expertos en el manejo de las fórmulas matemáticas más sofisticadas para la asignación del presupuesto, cuando nunca han tenido que lidiar con semejante complejidad. Al mismo tiempo, toda la estructura institucional, en la que los diputados se desenvuelven tiende a promover la competencia y la confrontación más que la colaboración. Al ritmo que vamos, llevará años para que el poder legislativo llegue al nivel de competencia necesaria para efectivamente poder hacer mella en el gobierno del país, sobre todo en materia económica.
En un sentido amplio, lo que requerimos es un conjunto de nuevos arreglos políticos que permitan que los diversos jugadores -partidos, gobierno y políticos en general- cuenten con una base común de acción, una plataforma de acuerdos sobre la esencia de lo que es el gobierno del país. Es decir, los conflictos que hemos observado en el ámbito político desde el seis de julio pasado reflejan las tensiones de un sistema presidencial que se ha roto y que no ha encontrado un substituto funcional. Los diputados quieren hacer valer una visión parcial, en ocasiones utópica, del mundo, que acaba siendo incompatible con la complejidad del país en la actualidad. Ni los diputados ni el gobierno son culpables o responsables de esto. Lo que ocurre es que se ha extinguido la vigencia de un sistema político que funcionó en el pasado, pero que ya no opera hoy. Es particularmente importante que los miembros del PRI reconozcan este hecho, toda vez que muchos de sus miembros más “duros” no sólo siguen confiando en que la situación legislativa actual es transitoria, una excepción a la normalidad, sino que además actúan como si nada hubiera cambiado, para detrimento suyo, de su partido y del país. Si resulta que un partido distinto al PRI acaba con el control no sólo del poder legislativo sino también de la presidencia en el año 2000, el PRI habrá demostrado lo extraordinariamente obtuso de su visión.
Mucho más visionario sería tomar la iniciativa en el proceso de cambio político que está ocurriendo en la práctica en el país. Contrario a la manera en que se desempeñan algunos líderes de la oposición, el cambio político está siendo conducido por los votantes y no por los partidos políticos. Lo que urge es crear marcos institucionales que permitan estabilizar ese proceso de cambio, fortalecer la capacidad de respuesta de los partidos (y de los diputados) a los deseos de los votantes y cambiar los incentivos que, en la actualidad, propician el protagonismo en lugar de la responsabilidad. Prácticamente todos los incentivos que actualmente existen conspiran en contra de una construcción institucional. Un legislativo fuerte va a requerir políticos profesionales que puedan ser reelectos y partidos fuertes, capaces de articular las demandas de la población. Hay mucho que se puede hacer para acelerar la modernización del sistema político, pero alguien tiene que hacerlo. De otra manera serán los votantes quienes lo sigan forzando, a pesar de lo limitado de su instrumental.
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