La moda de este periodo postelectoral parece ser la de poner en duda todo lo que sí funciona de la política económica. Si uno se atiene a las posturas partidistas, parecería que todos los problemas de la economía, del empleo y del ingreso de los mexicanos se resolverían si se devaluara la moneda, se elevara el gasto público y se bajara el IVA. Es posible que alguna combinación de acciones en estos frentes pudiese traer algún beneficio en el corto plazo. Sin embargo, más parece que lo que se busca es cambiar por cambiar. Lo importante para buena parte de los contingentes de los tres partidos parece ser el cambiar algo: lo que sea. El problema es que, una vez que se comienza a cambiar algo, se corre el riesgo de que todo el resto se venga para abajo.
La necedad de cambiar la política económica viene de una lectura muy peculiar y parcial de los resultados electorales recientes. Muchos miembros importantes de los tres partidos ven en los resultados electorales del pasado seis de julio un rechazo masivo a la política económica instrumentada por tres sucesivas administraciones. En función de esa lectura, muchos perredistas (particularmente los expriístas) están desatados proponiendo una reversión casi total de la política económica, para retornar a los días gloriosos del populismo “revolucionario”; los panistas pretenden alterar puntos específicos que les parecen errados, como si fuera posible, al estilo de la planeación central, llevar a cabo cambios parciales sin alterar el conjunto; y muchos priístas quisieran abandonar la política de su propio gobierno, a la que culpan de su derrota en las urnas. La realidad es que los tres partidos están proyectando sus propios prejuicios, pues las encuestas de salida no justifican la lectura que hacen del mensaje del electorado.
Como en 1988, los partidos parecen estar viendo en los resultados electorales algo que no ocurrió. Según las encuestas de salida, sobre todo las del Distrito Federal, la población votó como lo hizo por tres razones principales: por la inseguridad pública que padecen en forma creciente, por su enojo contra el gobierno por el manejo de la devaluación y la consiguiente crisis económica, y por la corrupción y todos los vicios de un partido que ha estado en el poder por casi siete décadas. La población no objetó la política económica per se. El hecho de que la popularidad del presidente vaya en ascenso, casi en paralelo con el declive del PRI, confirma que la población no está en contra de la política económica, pues es el presidente su paladín indiscutible, sino de todo lo que ha ocurrido en el país a partir de 1994.
De ser válida esta lectura, los mexicanos ya expresaron su furia, como lo hicieron en 1988, y ahora podrían caminar en cualquier dirección. Es decir, sus preferencias futuras ya no estarían dominadas por los factores que les llevaron a votar como lo hicieron en esta ocasión. Lo importante ya no sería cambiar por cambiar (o sea, quitar al PRI), sino ver quién puede efectivamente resolver los problemas que aquejan sobre todo a ese conjunto de votantes -que representa entre el 35% y el 40% del electorado- que no tiene filiación partidista y que es el que ahora determina el resultado de las elecciones: en 1994 llevó al PRI al gobierno y ahora le quitó ese privilegio, al menos a nivel del Congreso, parcialmente del Senado y en algunos estados clave, incluyendo al Distrito Federal. Puesto en otros términos, el hecho de que los votantes le hayan dado una mayoría al PRD en el D.F., o le hayan quitado la mayoría absoluta al PRI en el Congreso, no es necesariamente una condición permanente para el futuro. Todo es cambiante.
Por lo anterior, el debate en torno a la política económica es particularmente relevante. Los partidos y los políticos se guían por sus instintos y por sus dogmas. Los primeros pueden estar bien informados, pero los segundos jamás lo están. La filosofía de un partido -sus dogmas- refleja una oferta política, una propuesta de visión política, una filosofía de gobierno, y no una lectura de la realidad específica en un momento dado. Los planes de gobierno, las propuestas de política y de acción son la esencia de las campañas, de los candidatos y de la política cotidiana. Es ahí donde los políticos y sus partidos intentan ganarse el favor de los votantes al proponer maneras concretas y específicas de combinar su filosofía partidista con su lectura del momento político. En el caso reciente de Inglaterra, Tony Blair comprendió que el dogmatismo histórico de su partido en materia económica le llevaría a un nuevo fracaso en las urnas, por lo que lo abandonó e hizo virtualmente suya toda la estrategia de política económica de su rival, el Partido Conservador. La pregunta en nuestro caso es cuál será la estrategia que adopten los partidos en función de su lectura del momento actual con vista a las elecciones del año 2000.
A juzgar por el debate sobre la política económica y, particularmente, sobre el IVA y la política cambiaria no es obvio que los partidos hayan comprendido el mensaje de los electores. En la mayoría de los casos, los partidos siguen en la campaña pasada, cuando su responsabilidad ahora debería ser la de construir los elementos que servirían de sustento para su próxima campaña. En el tema del IVA, por ejemplo, el debate es tan dogmático que resulta circular e inútil. De nada sirve que el gobierno se consuma y se rasgue las vestiduras explicando la manera en que salvó al país en 1995 gracias al aumento del IVA, cuando un manejo menos torpe de la economía en diciembre de 1994 y enero de 1995, respectivamente, hubiera evitado una crisis de las dimensiones de la de ese año. De la misma forma, la postura del PAN y del PRD sobre el IVA fue válida como táctica electoral, pero ahora resulta contraproducente: sí, efectivamente, el aumento del IVA en 1995 causó un enorme malestar entre los mexicanos, particularmente por el desprecio que los priístas manifestaron hacia la población. Pero ese enojo fue materia del seis de julio pasado. Ahora que los votantes ya se desahogaron, lo que importa es definir la política de ingresos y egresos para el próximo año.
Hay buenas y muy convincentes razones económicas para argumentar que son mejores los impuestos indirectos (como el IVA) que los directos (como el impuesto sobre la renta), pues los impuestos indirectos reducen el consumo y estimulan el ahorro. En este sentido, la lógica del gobierno de no querer modificar el nivel del IVA es impecable. Sin embargo, no es la única manera en que se podría estimular el ahorro, ni el IVA al 15% es una cifra mágica. Según diversas estimaciones, el mismo efecto de ingresos fiscales se podría lograr si se pagara un IVA menor (de 10%) sobre muchos bienes y servicios que ahora están exentos de ese impuesto (como alimentos y medicinas), pero eso sí afectaría más a la población de menores ingresos. Quizá más práctico y justo sería hacer cumplir el pago del impuesto a la enorme masa que representa la economía informal, en particular a la plaga del ambulantaje cuyo crecimiento confirma el tamaño de la evasión fiscal. El punto importante es que no hay nada de mágico en el nivel o la estructura impositiva. Como todo, es producto de una serie de discusiones y consideraciones políticas, filosóficas y de cálculos económicos. De discutirse esos elementos se podría llegar a acuerdos satisfactorios para todos.
El resultado electoral trajo consigo otro efecto muy peculiar: la inversión del exterior se ha elevado en forma extraordinaria, lo que ha hecho que el peso se aprecie (que el dólar cueste menos pesos). Muchos economistas y políticos no dejan de levantar la voz al cielo. Lo que urge, dicen, es devaluar pues sin ello vamos a caer en una nueva crisis cambiaria. La idea de devaluar en forma equivalente a la diferencia de inflaciones entre nuestro país y nuestros principales socios comerciales tiene sentido, siempre y cuando no acabe creando una espiral inflacionaria incontenible. Desde una perspectiva, parecería atractivo que el valor real del peso se mantuviera constante por medio de un desliz permanente, de tal suerte que las exportaciones mexicanas recibieran un subsidio y nos sacaran del atolladero. El problema es que un desliz constante no hace sino empobrecer más a los mexicanos y elevar la inflación en forma permanente. Quizá el mejor de todos los mundos sería el de reducir la inflación al nivel de nuestros socios comerciales y ya ahí, a muy bajos niveles, seguir una política de desliz de 1% al año o algo semejante, que se compense con crecimientos mayores en la productividad.
Pero el problema es que los cuentos de hadas son eso: cuentos. Lo que los partidos y muchos de sus asesores pretenden es corregir lo que, desde su perspectiva, está mal, sin reparar en la consideración de que una vez que se comienza a hacer cambios, todo el esquema se puede caer, como un castillo de naipes. No hay que olvidar que el gobierno actual no tenía la menor intención de cambiar todo el esquema de política económica cuando, en diciembre de 1994, decidió devaluar. Sólo quería cambiar un pequeño detalle. Lo que siguió habla por sí mismo.
Obviamente hay problemas y limitaciones en la política económica y, sin duda, hay muchas áreas en las que se podrían llevar a cabo cambios que mejoraran la situación general. El secreto es encontrar esos factores específicos que mejoren la situación general sin alterar el equilibrio dinámico que ha permitido una incipiente recuperación. Por ello, en lugar de debatir solamente el IVA, deberíamos estar debatiendo toda la política fiscal y de derechos de propiedad, buscando con ello incrementar el empleo y la inversión, pues sin éstos no habrá futuro ni para los partidos políticos que hoy existen.
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