El malvado neoliberalismo

Competencia y Regulación

Todo mundo sabe que la economía mundial ha cambiado en forma brutal a lo largo de los últimos veinticinco años y que no hay forma de lograr tasas de crecimiento económico elevadas sin reconocer este hecho incontrovertible. La interrogante, entonces, no es si podemos o debemos adecuarnos a las nuevas circunstancias, sino cuál es la mejor manera de lograrlo. No tenemos opción alguna respecto a lo que hay que hacer, es decir, incorporarnos a la economía internacional de una manera integral, decidida y tan rápido como sea posible. Ahora bien, no todos los países han seguido el mismo camino para alcanzar ese objetivo ni han alcanzado las mismas altas tasas de desarrollo. Claramente, el nuestro no ha sido exitoso en ese cometido.

Este es el punto crucial: por quince años, el gobierno mexicano ha intentado, con mayor o menor convicción, enfrentar el ineludible dilema de reformar para crecer. Para ello recurrió, con mucha renuencia al principio y mayor convicción después, a un conjunto de medidas económicas orientadas a reconocer el hecho de que el mundo se había transformado. La apertura a las importaciones, por ejemplo, no fue un mero capricho tecnocrático como muchos empresarios suponen, sino un mecanismo a través del cual se buscaba forzar a la planta industrial a modernizarse para convertirla en una plataforma de desarrollo de largo plazo. Las privatizaciones y las modificaciones a diversas regulaciones complementaban el proceso al liberalizar fuerzas y recursos que antes monopolizaba el gobierno, en aras de facilitar la actividad empresarial y, con ello, generar más inversión, mayores fuentes de empleo y, en conjunto, una mayor tasa de crecimiento.

El objetivo gubernamental era encomiable, apropiado y necesario. México no podía entonces, como no puede ahora, pretender lograr elevadas tasas de crecimiento económico sin llevar a cabo profundas transformaciones en las estructuras internas del país. Los tres gobiernos a partir de 1982 se han enfocado a realizar algunas de esas transformaciones. Pero, por más que a los gobernantes les encante presumir sus logros, el hecho es que la estrategia de estos últimos tres gobiernos todavía no ha rendido los frutos deseados. Lo que no es obvio, a pesar de las posicionamientos electoreros de algunos políticos que tienen la vista fija en el pasado, es que el malo de la película sea el esquema conceptual que se adoptó -aquí, en China y un gran número de países- para alcanzar el objetivo de crecimiento.

Está de moda atribuirle todos los males del país a la trivialización que se ha hecho de ese esquema de política económica que se ha popularizado bajo el aberrante nombre de “neoliberalismo”. No importa si la comida salió mal o si hubo un accidente en la esquina. Seguro el culpable fue eso que todo mundo ataca, pero que nadie define, llamado neoliberalismo. Mucho más sugerente es el hecho de que nadie ofrece alternativa alguna a una política económica que persigue, con mayor o menor éxito, el único objetivo que es razonable en esta época: hacer frente a los profundos cambios que han estado ocurriendo en la economía internacional para lograr elevadas tasas de crecimiento sostenido. El problema de fondo no está en esa masa amorfa que se ha caricaturizado bajo el encabezado de “neoliberalismo”, sino en que no hay muchas opciones para lograr el desarrollo económico. Lo que sí hay son mejores maneras de hacer las cosas.

Sea uno optimista o pesimista respecto al futuro, hoy en día no hay virtualmente nadie que no reconozca que el mundo se ha transformado profundamente en las últimas décadas. Ya prácticamente nadie pretende tapar el sol con un dedo, escondiéndose tras la inseguridad económica que aqueja a poblaciones enteras. Claro que en ocasiones tenemos la oportunidad de ver a un candidato, en este caso del PRD, objetando un esquema que posibilitará a los trabajadores a contar con un retiro más cómodo, o a otros, como el líder del PRI, rehuyendo la realidad al afirmar que todos los males vienen de la política económica. Pero esas son meras anécdotas de nuestra barriada kafkiana. Ciertamente es lógico que muchas personas y políticos preferirían que el país tuviese la latitud para decidir en forma autónoma, como ocurría hace varias décadas, qué clase de economía, qué sectores industriales o qué socios comerciales serían preferibles. Sin embargo, la realidad es la de un mundo cada vez más integrado. Por ello, a pesar de los excesos verbales de los candidatos y partidos, son muy pocos los políticos que presuponen, en su fuero interno al menos, que en la actualidad todavía es factible emprender un camino al margen del resto del mundo.

Hoy en día nadie puede ignorar algunos hechos incontrovertibles: la economía del mundo, y, por ende, la de cada uno de los países, se ha transformado de una manera dramática; el comercio internacional es hoy, para todas las naciones, el principal motor del crecimiento; y los consumidores son cada vez más demandantes, sofisticados y capaces de alterar patrones de producción en formas que hubiesen sido inconcebibles hace algunos años. Es decir, el mundo ha cambiado y ya no es posible que un país, sobre todo uno relativamente pequeño, logre tasas elevadas de crecimiento al margen del resto del mundo.

Si bien no hay mayores disputas sobre lo que ocurre en el resto del mundo, éstas persisten y son reales en el nivel de lo concreto y específico. La razón de ello es muy simple: la realidad objetiva de una enorme porción de la población del país es mucho más precaria de lo que era apenas hace unos cuantos años. Es cierto que el país ha logrado éxitos notables en el ámbito del comercio exterior y en la consolidación de un conjunto de empresas en todo el país, capaces de competir con las mejores del mundo, lo que indica que el programa económico está comenzando a lograr su cometido. Pero el hecho de que haya éxitos en un rubro o en otro no disminuye la grave situación de pobreza en que vive la población que no tiene ni la menor capacidad de competir en este mundo tan cambiante. Natural y lógicamente, ese fracaso de la política gubernamental es un flanco abierto para que lo exploten los partidos que hoy están en la oposición.

La crítica a la política económica, al famoso neoliberalismo, sigue líneas ideológicas más que una evaluación analítica. Por más que los candidatos y sus secuaces griten o pataleen, no hay opciones a las líneas generales de la política económica. Por más que un candidato pretenda convencer que la panacea está a la vuelta de la esquina, sus planteamientos son falaces. En esto tiene razón la propaganda del PRI que critica las soluciones fáciles “como por arte de magia”. Pero eso no niega que el PRI lleve quince años instrumentando una política económica que no ha sido suficiente -y en muchos casos adecuada- para comenzar a revertir la pobreza, el desempleo y la incapacidad -cualquiera que sea su origen- de la planta productiva tradicional para modernizarse.

Aunque es obvio que los últimos gobiernos han reconocido el problema de la pobreza mismo, como muestran programas como el de Solidaridad, lo más grave es que hoy, a quince años de iniciadas las reformas económicas, el gobierno todavía no tiene una política para construir las fortalezas y capacidades que necesitan todos y cada uno de los mexicanos para poder incorporarse en la nueva economía. El problema económico no reside en que el mal llamado “neoliberalismo” sea un esquema inadecuado para el desarrollo económico del país, sino en que no existen las políticas sociales, educativas y de infraestructura, en el sentido más amplio de la palabra, para que todos los mexicanos puedan ser los beneficiarios naturales de la integración a la economía mundial.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.