La guerra que con frecuencia parece sobrecoger a los partidos, a los políticos del
PRI y a los llamados tecnócratas esconde un conflicto mucho mayor -y con consecuencias mucho más trascendentales- de lo que parecería a primera vista. Los partidos se enfrentan con fórmulas preestablecidas, con una lucha de imágenes que no busca diferenciarlos, sino hacerlos más atractivos a los ojos de un electorado pasivo, y con un lenguaje golpeado, en ocasiones primitivo que, a final de cuentas, oculta más de lo que revela. Con la aislada figura del presidente, ningún partido se atreve a definirse respecto a los enormes desafíos que enfrenta el país. Sin embargo, detrás de la retórica comienza a asomar un conflicto ideológico que probablemente va a transformar a la política en los meses y años por venir.
Las campañas electorales que dominan los espacios políticos y las imágenes televisivas comienzan a apuntar en una dirección muy distinta a la que ha caracterizado a la política mexicana por décadas. Las campañas electorales se han especializado y sofisticado al punto en que la batalla de las imágenes es verdaderamente impresionante. La mercadotecnia electoral ha impactado a la niñez, tanto como a los electores mismos. En este mundo de competencia publicitaria, en países con bajo nivel educativo promedio como el nuestro, poco importa la veracidad de la propaganda o la solidez de las propuestas programáticas. Lo relevante es ganar las emociones de los electores. Esto lo han comprendido los tres partidos políticos más grandes y así lo revelan las actitudes y opiniones de la población.
Pero la lucha por las imágenes oculta la profunda transformación que está teniendo lugar en la política mexicana. Hasta hace muy pocos años, prácticamente toda la política relevante ocurría dentro del PRI. La razón de esto es histórica y se encuentra más allá de cualquier disputa. Los priístas competían arduamente por la sucesión presidencial de una manera permanente e ilimitada, pero siempre bajo la tutela y mando del presidente en turno. La dinámica de la disputa por la sucesión tendía a definir las líneas ideológicas del régimen y, al mismo tiempo, a imponer límites a su actuar. La lucha ideológica y de concepciones del mundo entre las diversas facciones del partido, en particular la cardenista y la callista y eventualmente la alemanista, se mantenía, acotaba y ventilaba dentro del partido. Cuando había un ganador, todos se alineaban a éste sin más.
La disputa ideológica era profunda y sumamente trascendente, pero acotada por la fuerza del presidencialismo. A lo largo de la última década, esa disputa ha dejado de ser privilegio del reino de los priístas para pasar a ser el corazón de la política nacional. El conflicto afloró en los años de la “docena trágica” y se amplificó cuando nace la “corriente democrática”, pero sólo a partir del inicio de las reformas económicas comenzó a convertirse en la esencia de la disputa política. Una serie de factores hicieron que esta disputa se mantuviera por debajo de la superficie, particularmente el liderazgo de Carlos Salinas, las cambiantes circunstancias políticas y económicas internacionales -el fin de la guerra fría y la globalización-, la certidumbre que se logró en los años pasados y las favorables expectativas que albergaba la población en ese periodo. Ahora que esas circunstancias han pasado a la historia, en buena medida por la crisis económica de 1995 y la total ausencia de claridad respecto al futuro, esa disputa ideológica está convirtiéndose en el eje de la política nacional.
Los resultados de la elección del seis de julio van a ser determinantes para el devenir de dicha disputa ideológica. Si bien el PRD ha intentado moderar su lenguaje, le es imposible ocultar sus preferencias y tendencias. Por su parte, el PAN ha sido totalmente incapaz de comprender la coyuntura histórica en que está metido, lo que le ha llevado a una defensa innecesaria y vergonzante del apoyo estratégico que prestó, en momentos clave, a las reformas emprendidas en el sexenio pasado, en lugar de presentarse como la única opción política capaz de liderear al país en un mundo crecientemente integrado y ante contrincantes políticos cuya retórica solo logrará rezagarnos aun más del mundo en que vivimos. El PAN ha dejado morir una oportunidad tras otra.
Pero el partido más cambiante en estos tiempos es sin duda el PRI. El ascenso de Roque Villanueva al liderazgo de ese partido ha generado dos consecuencias trascendentales. Por un lado ha logrado cohesionar a los priístas, terminando -u ocultando- las disputas entre las diversas facciones y el gobierno que plagaron los dos primeros años de este régimen. No es casual que las encuestas reflejen un PRI más unido, con menos disputas intestinas y con mayor disposición a actuar en concierto. Pero la segunda consecuencia del reino de Roque Villanueva es que el PRI se aleja cada vez más del proyecto que sostiene el presidente Zedillo, lo que anticipa un primer conflicto de altos vuelos para los próximos tres años e, inevitablemente, para la sucesión presidencial.
Roque Villanueva dio el golpe de timón que tantos le exigían al presidente y, aunque su impacto no va a ser inmediato, el efecto va a ser igual de trascendental. La retórica del presidente del PRI representa al ala cardenista del viejo PRI y su estrategia está diseñada para competir contra el heredero personal de ese legado. Su lucha, ahora en el contexto no del PRI sino del sistema político en su conjunto, va a ser la de la izquierda contra la derecha: la reforma contra la reacción, el futuro contra el pasado, la integración al mundo, con sus ventajas y consecuencias, contra el aislamiento. Lo trágico es que se trata de una lucha que no sólo concierne a grupos o facciones; es una lucha popular, toda vez que los mexicanos no tienen ni la menor idea de hacia donde va el gobierno en la actualidad. Mejor asirse de un pasado imposible que buscar un futuro desconocido, hacia el que nos lleva un gobierno incapaz de promover su propia causa y minado por sus propias huestes.
En este contexto, es de anticiparse que estallen dos conflictos de concretarse el escenario que parece más probable en las próximas elecciones: el PRI en control del congreso y el PRD en control del DF. El primer conflicto será de orden puramente ideológico. El PRD y su socio, en la figura de Roque Villanueva, tomarán y competirán por el liderazgo de la izquierda ideológica y el legado cardenista, prometiendo cuanto resulte necesario (y más), sin importar su viabilidad, su factibilidad o sus consecuencias; hasta la redención misma. El segundo conflicto, muy cercano al primero, será el de la sucesión presidencial dentro del PRI. Bajo la premisa de que el PRD gane el DF, la batalla por la sucesión dentro del PRI estallará a partir del siete de julio próximo y tendrá una dinámica totalmente novedosa, toda vez que el presidente será un actor dentro del proceso, pero ciertamente ya no el centro del mismo.
La disputa ideológica es lo normal y natural en todos los sistemas políticos. En todo caso, lo raro es que en el país esa lucha ideológica haya estado tan escondida. Sin embargo, ahora que está abierta la cloaca, esa lucha nos va a ocupar en un febril -y bizantino- debate que sin duda afectará gravemente las posibilidades del país hasta que todo el establishment político llegue a la conclusión, como ocurrió en Inglaterra recientemente, de que la batalla no es por la política económica, sino por la distribución de los beneficios. Mientras no lleguemos a ese consenso esencial, México continuará a la deriva.
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