Luego de observar una burda manipulación de las decisiones públicas, Winston Smith, el protagonista de 1984, la novela de George Orwell, se preguntaba, atónito, si “¿sería posible que se pudieran tragar eso?”. Algo similar puede decirse de las intrigas, embrollos y grillas que han caracterizado muchas de las decisiones públicas de estos días. La mayoría de los mexicanos seguramente se encuentra como Smith, perpleja ante la incapacidad del gobierno mexicano para entablar acuerdos en temas elementales como la generación eléctrica, la salud financiera del gobierno y las relaciones internacionales. Por principio, si la política es el arte de conciliar diferencias, los políticos no pueden evitar vivir en un mundo conflictivo. Sin embargo, mucha de la controversia que caracteriza al debate público en la actualidad, refleja menos diferencias de posturas que una necesidad imperiosa por marcar distancias y fronteras: qué corresponde a quién y por qué no podemos colaborar. Es una buena noticia saber que es preferible ese tipo de disputas a los asuntos que aquejan a naciones como Venezuela y Argentina. La mala noticia es que los problemas de otros son un pobre consuelo para quienes salen perjudicados de que nada bueno se decida. Y, sin embargo, hay muchos pequeños avances en el horizonte.
La problemática no es nueva. La novedad son las tensiones que tienden a acrecentarse. Pero aun en medio de tensiones, no es infrecuente que se den algunos avances positivos. Luego de semanas de fuertes embates en ambas direcciones, el presidente se reunió con los líderes del legislativo, demostrando que no toda la retórica inflamante tiene un referente directo en intereses o posiciones encontradas. Quizá lo más importante y positivo fue la facilidad con que el sistema político pudo absorber los excesos retóricos de las últimas semanas. Afortunadamente esto muestra que nuestros políticos son más pragmáticos que dogmáticos y que, a pesar de todo, están más dispuestos a construir que a impedir.
Y, sin embargo, el desempeño legislativo de los últimos años es poco promisorio. Ciertamente, el récord numérico —el volumen de leyes aprobadas— no es pequeño, pues lejos de no hacer nada, las últimas dos legislaturas, de 1997 a la fecha, han aprobado un número de dictámenes tan alto o mayor que en el pasado. La diferencia esencial entre el pasado y el presente reside menos en los números que en la naturaleza de estas iniciativas. Mientras más controvertido o disputado ha sido un tema, menos probabilidad ha tenido de ser aprobado. La lista de temas rezagados habla por sí misma: electricidad, petroquímica, telecomunicaciones, régimen laboral, reforma fiscal, etcétera. Cuando un asunto es demasiado fuerte para el discurso político, los legisladores prefieren evadirlo.
Una manera de observar el fenómeno político actual es culpando a una de las partes: el ejecutivo o el legislativo. Otra sería analizar la complejidad de los temas, los riesgos políticos implícitos entre quienes toman decisiones y los incentivos que animan a cada uno de los jugadores en el proceso, para concluir con una explicación cabal de la problemática. Pero también hay una manera pragmática de tratar de comprender los procesos que caracterizan a la política nacional: si bien en algunos momentos la retórica es por demás incendiaria (cuando no totalmente absurda y contraproducente), otro rasgo visible de la política actual es el pragmatismo de los participantes. Junto a la retórica hay un proceso de aprendizaje que, con suerte, poco a poco irá dando forma a las estructuras y relaciones que podrían hacer posible el desarrollo de un sistema político más eficiente.
A la fecha, hemos pasado de un sistema efectivo (aunque del que no siempre emanaban buenas decisiones) pero con contrapesos enclenques y muy endebles o, en todo caso, manipulables en lo obscuro, a otro sistema con contrapesos pero sin efectividad. Antes, los gobiernos podían decidir y actuar con sólo satisfacer los intereses primordiales de su coalición, algo que no siempre era tan fácil, como sugiere la mitología actual. El congreso era una mera caja de resonancia que siempre se podía disciplinar con todo el instrumental de premios y castigos a disposición del presidente. Ahora eso ha cambiado. El congreso se ha convertido en un contrapeso efectivo de las decisiones presidenciales. Sin embargo, la idea de la separación de poderes que originalmente emanó de El Espíritu de las Leyes de Montesquieu, no postulaba un poder público que impidiera el trabajo de los otros poderes, sino el equilibrio entre éstos a fin de que las decisiones gubernamentales fuesen, a la vez, efectivas y representativas. La relación entre los poderes públicos en la actualidad no favorece ni lo uno ni lo otro.
Los problemas estructurales del sistema político explican al menos parte de la situación actual. En ausencia de mecanismos de representación efectivos, es decir, de vínculos entre representantes y representados, los legisladores desarrollan más una cercanía próxima con sus líderes partidistas antes que con la ciudadanía. Sin duda, mucho se podría hacer en este frente para elevar la representatividad del sistema, pero para que los poderes públicos puedan experimentar un cambio en esta dirección, es primero necesario arribar a un consenso de por lo menos el diagnóstico del problema. Por mucho tiempo esto último parecía imposible: cada uno ensillado en su macho, partidos y poderes públicos se mostraban incapaces de ver más allá de sus intereses inmediatos.
Algunos sucesos recientes muestran que en todas las esquinas del cuadrilátero político hay capacidad de raciocinio. Por ejemplo, luego del voto del senado en contra de la solicitud presidencial para ausentarse del país, vino una fuerte resaca popular en contra del poder legislativo y del PRI en particular. Cuando tuvo lugar el siguiente encuentro, esta vez en torno a la conversación telefónica difundida por Fidel Castro, los legisladores, que podían haber hecho leña a más no poder del error ajeno, fueron por demás comedidos en sus comentarios públicos. Se generó entre todos los involucrados un aprendizaje nada despreciable. Lo mismo se puede decir de la invitación, por parte del Presidente, para emprender conversaciones con los legisladores. La mayoría de los políticos mexicanos practican el ensayo y el error, que natural e inevitablemente, caracteriza a un sistema que ya no cuenta con sus viejas anclas de certidumbre y claridad meridianas. Todo mundo parece reconocer que es necesario construir algo nuevo, aunque nadie esté seguro de cómo será aquello o quiénes serán los “socios” con los que se podrá trabajar en la nueva “empresa”.
A lo largo del primer año de gobierno, dentro del gabinete del Presidente Fox triunfó la idea de acercarse al PRI para intentar construir los andamios, si no de un nuevo sistema político, al menos de una relación que permitiese al gobierno funcionar. El fracaso de la reforma fiscal en diciembre pasado cerró el primer capítulo de esa estrategia y abrió la puerta a otros esquemas, tácticas y relaciones en el camino. El enfrentamiento en torno al viaje a Estados Unidos mostró la capacidad y disposición de ambas partes para recurrir a una estrategia de confrontación. Pero esta situación duró sólo unos días, pues muy pronto sería relevada por los intentos de encontrar una ruta común. La estrategia de confrontación tiene, desde el punto de vista del ejecutivo, una lógica impecable —promover el “cambio” prometido en la campaña presidencial— pero adolece de un problema elemental: ese cambio nunca se definió y es al menos dudoso que exista una base de apoyo legislativo para dar salida a iniciativas muy ambiciosas. Por su parte, los priistas, políticos experimentados, pueden aborrecer su condición de no detentar el poder a pesar de pertenecer al partido de la revolución y retorcerse al advertir que el partido a quien siempre juzgaron como la “reacción” ocupa su lugar. Pero su pragmatismo es superior a su ideología y seguramente no van a desaprovechar la oportunidad de afianzarse en el proceso político y participar en la toma de decisiones. En este sentido, dada la experiencia reciente, es obvio que la confrontación retornará en la medida en que se acerquen las elecciones de julio de 2003, pero no es imposible que puedan formularse algunos entendimientos en el ínter.
Sea como fuere, dos parecen ser las dinámicas distintivas. Por un lado, hay un problema en el origen de este gobierno que desdibuja todo el panorama político actual. Los verdaderos perdedores de la elección de 2000 no fueron los priistas en general, sino específicamente los tecnócratas. Esto ha hecho posible que los priistas se sientan tan cómodos y no actúen como perdedores. Desde su óptica, la población reprobó a los gobiernos de tecnócratas y no a ellos. La misma condición, pero a la inversa, caracteriza al gobierno del presidente Fox: su verdadera lucha fue contra el viejo PRI y no contra los tecnócratas —pues desde un principio reconoció la necesidad de continuar por el rumbo de apertura y liberalización económica abierto por sus antecesores—, pero tanto el PRI como el PRD se han dedicado a bloquear su camino por las mismas razones ideológicas y políticas con que obstaculizaban a los presidentes reformadores anteriores, aunque con armas mucho menos efectivas que las actuales. Esta situación hace que la política mexicana viva una indefinición ideológica, pues a nadie parece convenirle llegar a una definición. Sin embargo, quien logre trazarla primero probablemente ganará la legitimidad de largo plazo.
La otra dinámica tiene que ver con las percepciones que genera entre la población la relación entre el poder ejecutivo y el legislativo. Por mucho tiempo, los legisladores se encontraron relativamente aislados y, por lo tanto, protegidos de los avatares de la opinión pública. Ahora, están expuestos y reconocen que sus acciones tienen consecuencias. La pregunta es cómo se traducirá ese reconocimiento en acciones legislativas que sean clave para el desarrollo económico y, por lo tanto, para el bienestar de la población. Sin duda, todos los ciudadanos estarán observando y esa es la mejor garantía para generar presión en todos los políticos. Lo que resta es observar en qué se traducirá esa presión.
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