Por una parte, el marco institucional vigente es inadecuado para las nuevas realidades políticas. Por la otra, la correlación de fuerzas políticas hace difícil modificar esa estructura institucional. Es crucial reconstruir la eficacia de la función gubernamental es decir, restaurar la capacidad del sistema de tomar decisiones.
A Nikita Kruschev no le gustaban las elecciones porque no se podía saber el resultado de antemano. Luego de diecisiete meses del primer gobierno no priista, ya no es infrecuente escuchar a algunos mexicanos mostrar desilusión. La suma de un choque de expectativas y la complejidad que ha enfrentado un gobierno que no cuenta con los mecanismos tradicionales para actuar, constituyen serios riesgos para el desarrollo del país. La pregunta es si habrá el liderazgo visionario, así como la capacidad de articulación de acuerdos, para no sólo cambiar esas percepciones, sino también darle una salida al país.
En la actualidad nos encontramos frente a una compleja tesitura. Por una parte, el marco institucional vigente es inadecuado para las nuevas realidades políticas. Por la otra, la correlación de fuerzas políticas hace difícil modificar esa estructura institucional. La contradicción implícita en estas dos circunstancias explica, al menos parcialmente, la complejidad de las relaciones políticas y, por lo tanto, de la función gubernamental. Vale la pena adentrarse en esta problemática y explorar las alternativas.
El país enfrenta un problema central y es que su sistema de gobierno no es eficaz. Lo que antes fue funcional ahora es disfuncional; lo que antes permitía tomar decisiones, ahora las paraliza. Ciertamente, el viejo sistema político adolecía de muchos vicios, pero eso no reduce la ineficacia de las estructuras actuales. También es importante reconocer que nadie es responsable de esta nueva realidad; en todo caso, la “culpa” de la situación actual es de los electores que, con su voto, modificaron la estructura política tradicional del país, creando una nueva situación.
El voto del 2000 cambió la realidad del poder, mas no la estructura política. Esta diferencia es sustancial porque implica que seguimos viviendo con las mismas instituciones y modos de hacer las cosas, a pesar de que el poder se ha dispersado. Más importante es el hecho de que la presidencia, ya sin el PRI. resulta ser muy débil en términos constitucionales.
Por ello es crucial reconstruir la eficacia de la función gubernamental, es decir, restaurar la capacidad del sistema de tomar decisiones y emprender acciones, pero ahora dentro de un contexto democrático, de rendición de cuentas y con pesos y contrapesos efectivos. Lo que hay que hacer tal vez parezca obvio, pero eso no lo hace más sencillo.
Por vía de mientras, no sería excesivo afirmar que la democracia mexicana se encuentra paralizada. Los cambios han sido enormes, pero las nuevas realidades no hacen más fácil el avance en el terreno de las decisiones o en la práctica cotidiana. El gran desempate que existe entre las viejas instituciones y las nuevas realidades, en ningún lugar más evidente que en la relación congreso-ejecutivo, produce resultados poco conducentes a una gestión gubernamental efectiva y al fortalecimiento del desarrollo económico.
No obstante, sería difícil esperar que las cosas sean muy diferentes en un plazo tan corto. La problemática actual surge de cambios que se dieron por la vía institucional y es por esa misma vía que deben resolverse. Desde esta perspectiva, las elecciones del año 2000 fueron tan sólo un primer paso de un largo proceso de desarrollo político del país, al final del cual lo deseable sería que se fortalecieran los derechos ciudadanos, se crearan mecanismos apropiados y despolitizados de rendición de cuentas para los funcionarios públicos y representantes populares y, en suma, se fortalecieran pesos y contrapesos que fuesen compatibles con un funcionamiento efectivo del gobierno. Pero lograr estos cambios no es algo que se pueda alcanzar de la noche a la mañana. Al escribir sobre la transición de los países de Europa oriental al inicio de los noventa, el profesor Ralph Dahrendorf decía que es posible alcanzar la democracia electoral en seis meses y construir una economía de mercado en seis años, pero que la consolidación de una sociedad civil efectiva bien puede llevar sesenta años.
Viendo para adelante, lo evidente es que hay que reformar las instituciones políticas a fin de darle viabilidad al gobierno mexicano, entendiendo a éste como un todo, y para hacer posible el desarrollo de la economía. Esto implica varios pasos muy específicos.
En primer lugar, sería necesario decidir, con toda claridad, si México será un país que se desarrollará en torno a los ciudadanos o colocará en el centro de las decisiones a las viejas corporaciones e intereses. Esta primera definición tendría enormes repercusiones posteriores.
En segundo lugar, es imperativo que las fuerzas políticas y los representantes populares reconozcan que el consenso es un objetivo tanto imposible como indeseable. En una situación de polarización como la que existe en el México actual, lo importante es llegar a acuerdos sobre procesos y medios, pero no sobre objetivos. Es tiempo de buscar acuerdos sobre lo medios, aprobados por mayorías, no sobre consensos imposibles. Las elecciones son un buen ejemplo de lo anterior: se trata de acuerdos sobre cómo se decidirá quién nos va a gobernar, no sobre el contenido del gobierno que de ahí resulte.
En tercer lugar, es necesario crear incentivos que conduzcan a la cooperación. En el caso más importante, el del poder legislativo, es necesario crear condiciones que favorezcan la cercanía de los legisladores con los votantes a través de incentivos perfectamente alineados. Es decir, incentivos que favorezcan la toma de decisiones. Una manera de lograrlo sería por medio de la reelección de los legisladores, pero una medida intermedia para alcanzar la efectividad podría ser la llamada “ley guillotina” francesa, que obliga a los legisladores a actuar dentro de un plazo perentorio cuando se presenta una iniciativa del ejecutivo.
El dilema que enfrenta el país no permite salidas fáciles pero, al mismo tiempo, no hay una infinidad de opciones. La decisión clave es si se privilegia al ciudadano o se privilegia a las corporaciones e intereses de antaño. Lo primero implicaría avanzar hacia la reelección, en tanto que lo segundo se lograría simplemente con no hacer nada. La parálisis siempre beneficia al statu quo.
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