Peculiar la manera del gobierno de conducir asuntos fundamentales. Luego de semanas de penurias, indecisiones, consultas, contradicciones, altibajos y vaivenes, pero sobre todo de un evidente deseo de no tener que decidirse respecto a la segunda resolución en el seno del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, es perceptible el respiro del gobierno del presidente Fox al no tener que definirse en público. Y, sin embargo, no había pasado ni una hora desde que el momento crucial en que el presidente Bush anunció el retiro de la propuesta de resolución cuando diversos funcionarios del gobierno mexicano se desvivieron para informar sobre cómo habrían votado. Así, al igual que en noviembre pasado, el gobierno paga un elevado precio por decir una cosa, independientemente de lo que acaba haciendo. Ahora que la guerra ha comenzado, la pregunta es si habrá costos asociados con la manera en que se relacionó el gobierno mexicano con el estadounidense.
Desde principios de año fue evidente que el tema de Irak seguiría en la agenda del Consejo de Seguridad y que, dada nuestra membresía temporal en ese cuerpo colegiado, tarde o temprano tendríamos que manifestarnos al respecto. El instinto del presidente le llevó a convertirse en un verdadero militante, argumentando a diestra y siniestra por una salida negociada y, en general, por un concepto casi etéreo de “la paz”. Difícilmente pasaba un día sin que el presidente avanzara la causa de la paz, como si se tratase del asunto que definiría su sexenio. En las últimas semanas de febrero y las primeras de marzo, el discurso comenzó a experimentar un giro: aunque se seguía abogando por la paz, el presidente ya no hablaba en términos abstractos y etéreos, sino que invocaba a Irak como la nación que tenía que responder: desarmarse y resolver la crisis por su propia iniciativa. Sin embargo, aunque el discurso cambiaba de tono, su esencia seguía siendo la misma: el gobierno no podía tolerar la noción de que su voto podría determinar el uso de la fuerza.
A diferencia del proceso de decisión que tuvo lugar en el mes de octubre pasado, cuando el gobierno anunció cómo votaría, sólo para echarse para atrás unas semanas después, esta vez el discurso presidencial fue insistente y tajante, pero nunca dejó saber cuál sería el sentido de su decisión final. En octubre, el gobierno pagó un elevado precio tanto en credibilidad como por la inexperiencia que evidenció. Habiendo aprendido con esa novatada, en esta ocasión la administración se cuidó de no definirse, independientemente de que el discurso fuera sugerente. Uno debe suponer que la razón de no publicitar el sentido del voto era precisamente que se quería evitar que una maniobra de último momento obligase (o permitiese) conciliar todos los asuntos contradictorios que se presentaban en el panorama, desde las relaciones con Estados Unidos hasta las inspecciones en Irak. Dado este cuidado, lo sorprendente es el hecho de que el gobierno se haya manifestado tan ampliamente una vez que el proyecto nuevo de resolución fue retirado y ya no había necesidad de manifestarse en público. Mientras la intención del voto se mantuvo secreta, el gobierno se guardaba la posibilidad de negociar con cualquiera de las partes y votar en cualquier sentido, lo que reducía (aunque nunca eliminó) los costos del voto. ¿Para qué entonces manifestarse y pagar costos que ya no existían?
Pero el que el gobierno haya logrado avanzar en la calidad de su proceso de toma de decisiones no implica que no existan costos asociados a esta nueva forma de decidir. La presencia de México en el Consejo de Seguridad en la era de una sola superpotencia, sobre todo después de los ataques terroristas del once de septiembre, entraña un dilema permanente entre la relación bilateral y la agenda diplomática y política más amplia del país. En algunos momentos, como en el caso de Irak, esos dos asuntos chocan de manera frontal. El presidente Fox decidió ignorar la existencia del dilema y enfocó todas sus baterías en la dirección de la agenda multilateral, cobrando un fuerte protagonismo en el campo pacifista. Visto en retrospectiva, es evidente que el gobierno actuaba con seguridad respecto a las prioridades que decidió adoptar en esta materia; tanto así que, una vez pasado el momento crucial en que EUA decidió retirar el proyecto de resolución, diversos funcionarios se jactaron de que habrían votado en contra de esa resolución de haberse sometido a votación. Ahora será necesario pagar los costos de esa verborrea, que son más tangibles y menos anticipables que los beneficios.
Los beneficios son evidentes en términos de popularidad del presidente y, de existir habilidad para construir consensos internos, podrían manifestarse en acciones concretas en el frente legislativo, apalancando la popularidad ganada para lograr algo duradero para el país. Un buen paquete de reformas idóneas reduciría dramáticamente cualquier vulnerabilidad. De fallarse en este esfuerzo, los beneficios acabarían siendo pequeños y se desperdiciaría una oportunidad más de las muchas ignoradas en este sexenio.
Aunque todos los costos potenciales acaban por traducirse en impactos sobre la tasa de crecimiento de la economía, para fines analíticos es útil agruparlos en tres niveles. El primero tiene que ver con el gobierno y la sociedad norteamericana; el segundo con los mercados financieros; y el tercero con el desempeño de nuestra economía.
Por lo que toca al gobierno estadounidense, es improbable que haya decisiones específicas que contengan un sesgo de venganza o represalia. Más allá de los programas en marcha, no hay indicio de que el gobierno norteamericano busque afectar los flujos de inmigrantes, ni tampoco hay elementos para pensar que se hará más complejo el tránsito fronterizo o la emisión de visas para mexicanos que deseen visitar ese país. Los principales costos derivados de nuestro activismo diplomático tienen menos que ver con decisiones “anti-mexicanas” que con las actitudes que se van forjando en toda la sociedad norteamericana todos los días. Dado que la naturaleza instintiva de los estadounidenses es a cerrar filas de manera absoluta con su gobierno una vez que existe una situación bélica, es evidente que muchos de ellos concluirán que México es, al menos parcialmente, responsable del fracaso de la iniciativa diplomática de su gobierno y eso implicará que, en sus decisiones cotidianas, tomarán eso en cuenta. A diferencia de Francia, cuyas exportaciones son por demás visibles (quesos, vinos, automóviles), la mayoría de nuestras exportaciones son “invisibles”, toda vez que muchas de ellas son parte integral de automóviles norteamericanos o partes, materias primas o insumos para la construcción. Por lo anterior, es improbable que nuestras exportaciones se vean afectadas.
Sin embargo, es altamente probable que las consecuencias se sientan en otros ámbitos: en las decisiones que tomen los consejos de administración de empresas pequeñas y grandes al momento de decidir dónde invertir; en la actitud que adopten funcionarios diversos y, sobre todo, los legisladores, en caso de que se presentara una iniciativa relativa a México en temas como el financiero (el caso extremo sería el rescate del año 1995) y en la instrumentación de programas como el del llamado “perímetro de seguridad” que México confiaba se instalaría en el Suchiate, pero que bien podría acabar situado en el Bravo. Como muestran las interminables colas en los puntos de acceso terrestre a EUA estos días, decisiones como ésta bien podrían determinar la competitividad de una parte significativa de nuestros exportadores. En un extremo, hasta los consejos editoriales y científicos podrían reaccionar de modo semejante. En todo caso, el mayor de todos los costos es sin duda el relativo al forjamiento de actitudes que sólo el tiempo podrá corregir. Es en este contexto que resulta inexplicable el proceder gubernamental luego de que se desvaneció la necesidad de definirnos públicamente en favor o en contra de EUA: en vez de festinar el sentido del voto que no ocurrió, de haber mantenido su boca cerrada los miembros del gobierno, habría habido costos en términos de actitudes, pero éstos habrían sido mínimos. A menos de que logremos cambiar esas actitudes, los costos podrían acabar siendo enormes, aunque imperceptibles, pues se manifestarían en la falta de oportunidades e inversiones: la economía simplemente crecería menos de lo que podría haber logrado en otras circunstancias.
Por lo que toca a los mercados financieros, los costos serán elevados en el corto plazo, pero desaparecerán con el tiempo, toda vez que la vigencia de los asuntos en ese mundo es siempre corta. Algunos analistas y administradores de fondos mostrarán su enojo o frustración en la forma de reportes críticos de la economía o empresas mexicanas, pero todo pasará con rapidez. En este sentido, más allá de los efectos macroeconómicos que cause la guerra, la actividad económica en el país se va a beneficiar o sufrirá dependiendo de la manera en que tomen sus decisiones los empresarios y los inversionistas. En la medida en que cale la idea de que México (junto con Rusia en la mitología actual) fueron los causantes del fracaso diplomático, los costos serán elevados. Con suerte, la cruda será menos efusiva que la borrachera actual. Sea como fuere, si la acción bélica acaba siendo exitosa los costos serán pequeños y pasajeros, pues nada cierra las heridas tan rápido como el éxito, en cualquier empresa o actividad. El problema es que si las estimaciones estadounidenses respecto al manejo de las operaciones militares pero, sobre todo, respecto a la población civil de Irak acaban mal, los costos los acabaremos pagando todos: igual tirios que troyanos.
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