Los bombazos palestinos y las represalias israelíes de las últimas semanas tienden a obscurecer los temas centrales del conflicto levantino más que aclararlos. Lo fácil es tomar partido y culpar a una de las partes de todos los males de un conflicto que, en última instancia, es por lo menos milenario. Pero, a pesar de la aparente obscuridad, los últimos intercambios de hecho constituyen una verdadera ventana del status del conflicto y su compleja realidad.
Lo primero que es ilustrativo es la naturaleza de la represalia israelí del día 4 de diciembre pasado. En respuesta a tres ataques suicidas que mataron a decenas de israelíes, el gobierno de Ariel Sharon envió a un escuadrón de helicópteros a destruir la flota aérea de Yaser Arafat y a dañar el aeropuerto de la ciudad de Gaza, que es el que cotidianamente utiliza el presidente de la autoridad palestina. De haber querido asesinar al líder palestino, los israelíes seguramente lo habrían logrado sin mayor dificultad; sin embargo, la naturaleza de sus blancos sugiere que los israelíes más bien querían enviar un mensaje contundente: es tiempo de que retome el control de sus huestes antes de que éstas se lo coman vivo.
Los debates recientes al interior tanto del gobierno israelí como del norteamericano han tendido a encaminarse a una reevaluación de Yaser Arafat como líder palestino. Los personajes más radicales en ambos gobiernos llevan meses argumentando que ha llegado el tiempo de comenzar a buscar una contraparte más confiable, capaz de llegar a un acuerdo, evitando con ello situaciones como la ocurrida hace un año en que Arafat optó por rechazar la oferta más grande y ambiciosa que jamás se le había presentado y que quizá no vuelva a repetirse. En lugar de demandar la totalidad de los territorios ocupados como respuesta, dio luz verde a una nueva oleada de terrorismo, ignorando el enorme predicamento en que acabaría.
Afortunadamente, han prevalecido las cabezas más frías que, en lugar de ver hacia atrás, se preguntan qué ocurriría de desaparecer Arafat. Los bombazos más recientes no fueron colocados por las fuerzas de Arafat (a las que de por sí cada vez controla menos), sino por la organización islámica radical Hamas, cuyo propósito es el de acabar con el estado de Israel. A diferencia de Arafat, quien se ha dedicado años a buscar una solución negociada con Israel a través de Estados Unidos, Hamas tiene por objetivo expreso la destrucción del Estado de Israel. En estesentido,
Hamas se parece a bin Laden en tanto que Arafat es exactamente lo opuesto.Su problema es que ha probado ser un líder débil, incapaz de llegar a un acuerdo y hacerlo cumplir.
Las bombas colocadas por Hamas tenían por objetivo el de seguir minando la
autoridad del líder palestino. Cada vez que hay un ataque terrorista al que los israelíes responden, Arafat pierde credibilidad como contraparte con Israel y como intermediario con Estados Unidos. Al mismo tiempo, en ausencia de soluciones reales o, al menos, de avances reales en las negociaciones, como ocurrió a mediados de los noventa, Arafat no tiene nada que ofrecer a sus propias bases, lo que le reduce su viabilidad como líder entre los propios palestinos.
El dilema es serio porque Arafat no ha tenido capacidad de cumplir con sus promesas ni de aprovechar las oportunidades que se presentan. Pero es a todas luces evidente que no hay una alternativa fácil para los israelíes o para los norteamericanos, razón por la cual la represalia israelí fue, a pesar de su aparatosa apariencia, fundamentalmente simbólica. Pero el problema de fondo es que el fenómeno palestino está rápidamente dejando de ser uno de carácter nacionalista y secular para convertirse en uno de carácter religioso islámico. En este contexto, la propensión sistemática a desperdiciar oportunidades es verdaderamente aterradora.
De no resolverse a tiempo, lo que seguramente involucrará el abandono de la
totalidad de los territorios ocupados en Cisjordania y Gaza en 1967, el presente acabará siendo mero juego de niños comparado con lo que vendrá.
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