En los últimos años, la relaciones entre México y Estados Unidos han dado un recorrido vertiginoso que ahora, ante las inciertas circunstancias que crearon los ataques terroristas del once de septiembre, nos dejan ante la tesitura de determinar el tipo de relación que habremos de guardar con nuestro poderoso vecino en los años por venir. La teoría que llevó a sucesivos gobiernos a, primero, encarar la complejidad de la dinámica comercial y fronteriza para, después, convertirla en una estrecha vinculación económica, ha rendido frutos extraordinarios que se pueden apreciar, sobre todo, en el gran dinamismo que experimentó la economía mexicana ente 1995 y el 2000. Hasta antes del once de septiembre de este año, todo indicaba que la integración económica no podía más que acelerarse y profundizarse, lo que a la larga arrojaría niveles de productividad y empleo crecientes y, por lo tanto, la posibilidad real de que el país comenzara a disfrutar niveles crecientes de generación de riqueza, así fuesen mal distribuidos. Los ataques terroristas cambian el escenario de manera substancial, pero no determinan el futuro; lo único que hacen es obligarnos a definirnos respecto a Estados Unidos y a asumir las consecuencias.
El cambio en la relación con Estados Unidos tuvo su origen en los complejos temas comerciales. Hasta finales de los setenta y principios de los ochenta, la política comercial mexicana se subordinó al objetivo político de guardar una distancia respecto a los norteamericanos, a la vez que se protegía a la planta productiva nacional. Acorde a la época en que fue concebida esa política –los cuarenta-, la política industrial procuraba crear una planta industrial fuerte, relativamente aislada del resto del mundo. Sin embargo, ese aislamiento acabó siendo una fuente crítica del desmantelamiento de la política económica en su conjunto. Esa política de asilamiento económico también fue, dicho sea de paso, un factor medular del sistema político cerrado, no competitivo y poco democrático que caracterizó al país por muchas décadas. El desmantelamiento de ambos componentes, tanto la política industrial como la cerrazón del sistema político, comenzó en los setenta cuando, irónicamente, el gobierno, en su afán por afianzarlos, rompió los equilibrios fiscales, monetarios y, en general, económicos que por tantos años habían asegurado la estabilidad y crecimiento de la economía. A mediados de los setenta, pero sobre todo al inicio de los ochenta, el país entró en la primera gran crisis fiscal y económica, además de política, de su historia moderna. Con la virtual quiebra del gobierno en 1982 se hizo evidente la inviabilidad no sólo de las agresivas políticas fiscales y monetarias de los años previos, sino todo el modelo de substitución de importaciones. También se hizo evidente, aunque no ocurriera sino hasta años después, que el sistema político tradicional había dado de sí.
La política comercial y, con ella, la relación con Estados Unidos, comenzaron a experimentar una revolución. Aunque de manera modesta y con gran cautela en un principio, el gobierno mexicano inició un proceso de desgravación arancelaria, negoció el acceso del país al GATT y procuró restablecer la estabilidad a las finanzas públicas. Sin embargo, aunque el proceso prosiguió con predictibilidad, pronto acabó por estancarse. Por décadas, el país había mantenido una relación comercial muy pequeña con Estados Unidos, limitada esencialmente a materias primas, cuyo precio se definía en los mercados internacionales. Aunque el país exportaba manufacturas, su volumen era pequeño, lo que rara vez causaba conflictos comerciales. Esa situación cambió cuando, a partir de 1982, innumerables empresas comenzaron a encontrar en el mercado norteamericano la posibilidad de atemperar la caída del mercado interno, pero sobre todo la oportunidad de expander su producción en general. Pero el crecimiento de las exportaciones mexicanas súbitamente afectó el mercado de un número creciente de bienes en Estados Unidos, afectación que pronto se tradujo en innumerables conflictos comerciales. El gobierno mexicano acabó por reconocer, no sin renuencia, que el mercado natural para los productos mexicanos no se encontraba en el sur, lo que habría satisfecho sus criterios ideológicos y políticos, sino esencialmente en el norte y, eventualmente, con la competitividad que ello permitiese, hacia Europa y Asia. Una vez llegado ese punto de reconocimiento, la relación México-Estados Unidos comenzó a cambiar de manera incontenible. O al menos así parecía hasta el mes de septiembre de este año.
Del reconocimiento de la problemática comercial siguieron diversas negociaciones parciales en materia de subsidios, impuestos compensatorios y otros medios para agilizar el intercambio comercial. Poco después siguieron conversaciones sobre temas más ambiciosos, como liberalización de sectores específicos, mismos que nunca fructificaron. La relación diplomática mejoró en la medida en que el gobierno mexicano, sin modificar ni un ápice la formalidad de la relación, comenzó una política de acercamiento que entrañaba no sólo una mayor seguridad del rumbo a adoptarse, sino también una madurez sobre las prioridades nacionales: se desechaba el objetivo de mantener una distancia en aras de resolver la problemática económica y de empleo que por décadas había padecido el país. Es decir, el gobierno mexicano acabó por dar prioridad al desarrollo económico sobre la protección de la burocracia política y del empresariado nacional. El país comenzaba así una nueva etapa de su desarrollo, una que, visto en retrospectiva, habría de transformarlo de manera radical. Como es evidente ahora, la decisión de reformar la economía (incluyendo en ese rubro el Tratado de Libre Comercio y sus consecuencias para la relación México-Estados Unidos) no era independiente de la política.
Al inicio de los noventa el país comienza la negociación del TLC norteamericano con Estados Unidos y Canadá y con ello la más profunda transformación de la economía mexicana. El TLC ha cambiado a México de una manera fundamental tanto en sus estructuras, sobre todo económicas, como en las percepciones de los mexicanos respecto a Estados Unidos. La decisión mexicana de negociar el tratado requirió un proceso de redefinición de temas y valores fundamentales de la naturaleza de ser del país, del gobierno, de la relación con un vecino tan distinto y, en general, de los conceptos que habían dominado la realidad mexicana por décadas. Pero lo que es menos comprendido y reconocido es que la decisión estadounidense de negociar un tratado con México también requirió cambios fundamentales hacia el interior de ese país. No hay la menor duda que, tanto por su nivel de riqueza como por su tamaño, los cambios económicos que resultarían en Estados Unidos como producto del TLC serían mucho menores que su equivalente para México. Sin embargo, Estados Unidos tuvo que decidir no sólo abandonar una política comercial de décadas –al optar por relaciones bilaterales o regionales en lugar de su tradicional preferencia por el multilateralismo-, sino también una manera de ver al mundo en su conjunto. La decisión de nuestros vecinos de negociar el TLC implicó un viraje trascendental en su forma de establecer relaciones bilaterales. Aunque nunca modificó oficialmente sus políticas en materia migratoria, el hecho tangible es que permitió el acceso de millones de mexicanos a su país, aceptando con ello una nueva realidad política y demográfica de largo plazo. Ahora, por razones que nada tienen que ver con México, el gobierno norteamericano está dando otro viraje de trascendencia todavía más profunda para nosotros y para el mundo en general.
El primer viraje
El país con el que México inició la negociación del TLC acabó siendo muy distinto a aquel con el que la concluyó. El fin de la Guerra Fría, al que dio lugar la liberalización gradual que experimentó la Unión Soviética a mediados de los ochenta y su sepultura legal en 1991, alteró el orden que se construyó al finalizar la segunda guerra mundial, modificando no sólo las relaciones internacionales, sino también la política interna de las potencias que emergieron de ese conflicto. Las prioridades estadounidenses durante las cuatro décadas de la Guerra Fría fueron transparentes, permitiendo que se definieran con toda claridad sus relaciones internacionales. Puesto en términos llanos, era simple determinar quiénes eran sus amigos y quiénes sus enemigos. El fin de la Guerra Fría acabó con esas certezas, abriendo la puerta para que las diferencias y disputas domésticas emergieran y dominaran la agenda de política internacional, tal y como se evidenció en el proceso de aprobación del TLC. Para los estadounidenses nunca antes había sido más vigente la máxima de Clausewitz en el sentido de que la política exterior es una extensión de la política interna.
Históricamente, desde su conformación como el primer nuevo país en el siglo XVIII, en la sociedad norteamericana han convivido posturas políticas, filosóficas e ideológicas muy contrastantes. La conquista del oeste y la doctrina Monroe, la guerra con México y la relación con las potencias europeas tuvieron lugar en el contexto de esas disputas tanto filosóficas como políticas en las que también intervinieron modelos contrapuestos de desarrollo entre el sur y el norte, así como la Guerra Civil, la esclavitud y la emancipación. Las visiones de Hamilton, Jefferson y Madison, por citar a tres de los más preclaros debatientes de las primeras décadas, reflejaban concepciones contrastantes del desarrollo, de la relación entre el ciudadano y el gobierno y, en general, de la vida misma. Además, el país se había creado con la idea de evitar la corrupción que venía del viejo mundo, lo que acentuaba su tendencia al aislacionismo. Esa diversidad de posturas llevó a que Estados Unidos adoptara una postura neutral al inicio de la primera guerra mundial y la mantuviera así, incluso, veinte años después, cuando Alemania invade a Polonia, desatando el segundo conflicto bélico mundial del siglo XX. Las tensiones de entonces han vuelto a ver la luz, con importantes implicaciones para el resto del mundo.
Las dos potencias que resultaron ganadoras de la segunda guerra mundial muy poco después entraron en conflicto. La Guerra Fría, que inicia propiamente en 1948, habría de caracterizar las cuatro décadas siguientes. A lo largo de ese periodo, virtualmente todas las decisiones de política exterior de Estados Unidos se evaluaban a la luz de su conflicto con la URSS. El apoyo de una de las dos potencias a un determinado grupo político o guerrillero en Angola o América Central, por citar dos casos históricos, entrañaba, ipso facto, el apoyo de la otra nación a los adversarios. La rivalidad este-oeste dominaba la política exterior de ambas potencias y el resto del mundo se alineaba con alguna de ellas o hacía lo posible por sobrevivir explotando la rivalidad misma, como intentaron las naciones que se vincularon en el llamado grupo de los 77, que hacía gala de su no alineamiento. Las naciones occidentales, en particular las europeas así como Japón, por lo general subordinaban sus diferencias políticas o filosóficas, con frecuencia agudas, a la lógica del conflicto bipolar. De haberse negociado el TLC en la era de la Guerra Fría, su aprobación seguramente habría sido cuestión de un proceso sencillo y sin mayores consecuencias, toda vez que se habría inscrito en la lógica del momento.
En lugar de unir a los estadounidenses en sus objetivos de política exterior, el fin de la Guerra Fría y el surgimiento de una potencia dominante condujeron a una fractura interna o, más bien, al fin del consenso en materia de política exterior. El optimismo que reinó en Estados Unidos a partir de ese momento parecía anunciar el inicio de un interminable conflicto interno respecto a la política exterior. Y, de hecho, por diez años, el viejo consenso desapareció. Las posturas tradicionales de la derecha, que se asumió como la triunfadora de la guerra fría y que se postuló a través de clichés como el que articuló Ronald Reagan del “imperio malvado”, parecieron cobrar nuevos bríos en la administración de George W. Bush. Los realistas, aquellos creyentes en que las naciones tienen intereses más que amistades, habían vuelto al poder. Por su parte, la izquierda norteamericana, liderada por ocho años por Bill Clinton y sus principales apoyos, entre los que destacaron los activistas del movimiento de protesta contra la guerra de Vietnam en los sesenta y setenta, sostuvieron de manera ferviente que la lucha en favor de la democracia y los derechos humanos acabó erosionando a la mayor potencia comunista de la historia. A partir del fin de la guerra fría volvieron a la escena las dos corrientes filosóficas que por dos siglos dominaron la política exterior norteamericana, la de los idealistas y la de los realistas. El once de septiembre cambió esa disputa una vez más.
Las disputas tanto filosóficas como de intereses concretos en Estados Unidos son, como en todos los países del mundo, la esencia de la vida política. No hay debate fiscal o legislativo de cualquier género que no involucre confrontación de intereses y objetivos. Los sindicatos presionan a favor de determinada iniciativa, en tanto que los ecologistas se oponen, las empresas multinacionales apoyan determinado tratado entre dos naciones, en tanto que los miembros de la derecha conservadora lo rechazan. Dada esta diversidad de intereses en disputa, fue excepcional que la política exterior mostrara esa relativa homogeneidad. La lógica de las decisiones en esa materia era casi siempre transparente y las disputas relativamente menores. Ciertamente había disputas sobre temas clave para uno u otro grupo, como ejemplifican casos tan variados como los tratados para el control de armas nucleares, el reconocimiento de China o la política hacia Taiwán, el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Vietnam o el embargo a Cuba. Pero el punto es que la lógica que caracterizó a su política exterior desapareció por toda una década.
El TLC fue de las primeras manifestaciones de la nueva realidad post-guerra fría: luego de décadas de una unidad relativamente fuerte en temas que habrían sido manejados bajo la lógica de la política exterior de entonces, resultó inusual la disputa que el asunto generó entre los intereses internos de la sociedad norteamericana. Pero ese sería sólo el comienzo: pronto seguirían debates igual de candentes, como el que se por años se dio en torno al otorgamiento de los derechos de “nación más favorecida” a China (tema comercial clave para el funcionamiento normal de su comercio exterior), el rescate mexicano de 1995, la certificación en materia de drogas y el otorgamiento de facultades al presidente estadounidense para negociar tratados comerciales con otros países, lo que antes se conocía como fast track. Todos y cada uno de estos asuntos de orden internacional concitaron disputas políticas internas que reflejaban la ausencia de un consenso en la élite política. De hecho, los temas internacionales o, en otros términos, los asuntos internos de otros países, comenzando por México, se convirtieron en asuntos de disputa de la política interna de Estados Unidos.
Del relativo simplismo en la política exterior norteamericana que por décadas la caracterizó, súbitamente se pasó a una situación de enorme complejidad. Las nueve administraciones estadounidenses durante la era de la Guerra Fría imprimieron su sello particular en la política exterior; algunas mostraron una línea dura (como John Foster Dulles con Eisenhower), en tanto que otras presentaron una cara amable (como la de Jimmy Carter), pero todas siguieron la lógica del poder dentro de la confrontación este-oeste. El poder legislativo era sumamente influyente en la conformación de las opciones que tenía frente a sí el poder ejecutivo, pero rara vez actuaba de una manera coartante. Esto cambió a lo largo de los noventa, era durante la cual el congreso no sólo se dedicó a legislar en materia de política exterior, incluyendo temas como el de los narcóticos, sino también imponiendo sanciones a diversos países con relación a temas que fluctuaron desde la violación a los derechos humanos o la ausencia de prácticas democráticas (como en Myanmar), hasta el maltrato de conciudadanos en el interior de terceros países, como fue el caso de los albanos de Kosovo en Serbia y ahora Macedonia. Lo importante es que este tipo de acciones legislativas –igual sanciones que apoyos económicos a diversos países- constituían respuestas a grupos de interés particular dentro de Estados Unidos. La lógica electoral, esencia de la política interna, dominó el panorama político desde el fin de la guerra fría hasta el día de los ataques terroristas en Nueva York y Washington. En este sentido, por años, la política exterior dejó de ser el espacio para el desarrollo de los grandes estrategas como Kissinger o Brzezinski, para convertirse en el centro de las disputas de los grandes lobbies internos: igual los sindicatos que los descendientes de polacos, el lobby judío o los intereses multinacionales, los cubanos de Estados Unidos y los grupos ecologistas o de derechos humanos. A lo largo de la década de los noventa, periodo que hoy parece una historia casi del medioevo, la política exterior norteamericana se caracterizó por la negociación entre intereses y grupos de presión internos.
El fin de la guerra fría anunciaba un nuevo mundo no sólo para Estados Unidos, sino también para naciones como México que aspiraban a apalancar su relación privilegiada con Estados Unidos –en nuestro caso el TLC- para iniciar el largo proceso de transformación y acceso eventual a los beneficios del desarrollo, la riqueza y la vida feliz. Aunque todavía con su vieja renuencia, el gobierno mexicano se preparaba para jugar en la cancha estadounidense, aceptando sus reglas del juego. De hecho, la llegada de un partido distinto al PRI a la presidencia de México en la persona de Vicente Fox parecía anunciar no sólo el reconocimiento de las nuevas realidades, sino la cabal disposición de negociar con los estadounidenses como nación soberana, segura de sí misma y dispuesta a hacer valer su nueva carta democrática de presentación.
La realidad que no alcanzó
No hay forma de minimizar los ataques terroristas del once de septiembre. Aunque esos ataques no cambian, al menos en apariencia, la realidad geográfica y geopolítica de nuestra relación bilateral, en la práctica cambian todo. La realidad tangible es que los norteamericanos fueron agredidos en su fuero interno, algo que jamás había ocurrido en su historia. Su reacción, aunque mucho más moderada de lo que sus críticos habían anticipado, ha llevado a una exigencia precisa o específica sobre quién es su amigo y quién no lo es. Por años, una de las características más notorias del comportamiento político mexicano fue precisamente el de la indefinición. Por décadas, México esquivó una definición tajante frente a Estados Unidos por medio de una actitud típicamente mexicana: una abstención aquí, un voto a favor allá. La política exterior mexicana siempre reconoció la realidad geopolítica de nuestro país, pero, al mismo tiempo, hizo lo posible por explotarla al máximo, aprovechando las ventajas y discrepando cuanto eso era conveniente y posible, casi siempre cuidando que se tratara de asuntos no fundamentales de la relación. Desafortunadamente para los abogados de esa indefinición, esa postura no va a ser suficiente en esta ocasión. Dada la naturaleza del nuevo enemigo norteamericano y su incierta denominación, es de esperar que, por lo menos por un buen rato, una actitud precaria e indefinida será no sólo insostenible sino inviable.
La nueva realidad de la relación es patente. La primera consecuencia práctica para nosotros ya la hemos comenzado a padecer con el tortuguismo que ahora caracteriza a los cruces fronterizos, sobre todo los de camiones de carga. Las revisiones que se realizan son mucho más cuidadosas que en el pasado, lo que inevitablemente está complicando la vida para los exportadores mexicanos. Lo mismo se puede decir para millones de mexicanos que cotidianamente cruzan la frontera o vuelan hacia ese país. Llevado a un extremo, la nueva realidad en la frontera podría poner en entredicho toda la estrategia exportadora y de atracción de inversión extranjera al país, estrategia concebida precisamente para acelerar el crecimiento económico y elevar el valor agregado de la economía mexicana. Se trata, a final de cuentas, de los prerrequisitos para la elevación de los niveles de vida de la población y la creación de nuevas fuentes de empleo. No es posible subestimar los riesgos que una actitud de inacción de nuestra parte podría traer aparejada.
Lo mismo se puede derivar de las investigaciones que están realizando las autoridades judiciales estadounidenses y que incluyen acciones en frentes de lo más diverso como el criminal, el migratorio, el bancario, el aduanero, el judicial, el político, el de seguridad nacional, etcétera, etcétera. En cada uno de ellos hay peticiones específicas para el gobierno mexicano y expectativas de colaboración que trascienden con mucho los intercambios que tradicionalmente han existido. En la búsqueda de los responsables y de las redes que los han cobijado, los norteamericanos están abriendo todas las cañerías del mundo, lo que, tarde o temprano, va a exhibir muchos de nuestros vicios, corruptelas y carencias. Independientemente de lo que ellos soliciten del gobierno mexicano, es evidente que muchas de las prácticas que nos caracterizan -y que van desde la corrupción hasta la falta de profesionalismo en las investigaciones criminales- ya no van a ser posibles en el futuro. Tarde o temprano, los norteamericanos va a exigir una definición precisa y cabal por parte del gobierno mexicano respecto a sus coordenadas en materia de seguridad. Algo semejante ocurrió en los años cincuenta del siglo pasado con Canadá, cuanto el gobierno estadounidense solicitó el establecimiento de misiles en territorio canadiense. Desde luego las circunstancias nada tienen que ver con aquella era, pero la realidad es la misma: México tendrá que definirse en materia de seguridad y mientras más rápido el gobierno, y la sociedad mexicana es su conjunto, reconozca la nueva realidad y se decida a actuar, mejor.
Las implicaciones de todo esto para nuestra propia seguridad nacional son evidentes a todas luces. En la medida en que nuestra seguridad nacional dependa de nuestro desempeño económico y éste a su vez de la relación con Estados Unidos, nuestras respuestas en el campo migratorio y en la seguridad fronteriza serán determinantes. Es crucial anticipar las nuevas dimensiones de la problemática y las implicaciones prácticas, concretas que éstas entrañan en el subcontinente norteamericano. Nadie puede tener la menor duda de que nuestra vecindad va a cambiar de manera radical, lo que exige respuestas rápidas y cambios fundamentales. De hecho, es de anticiparse, antes que nada, que la relación va a adquirir un tono mucho menos diplomático y más pragmático, cargándose sobre todo hacia los temas aduanales, migratorios y de seguridad. Todo esto va a redefinir la realidad norteamericana o, puesto en otros términos, nuestra seguridad es la de los norteamericanos, y viceversa. A partir de ahora vamos a estar sujetos a un escrutinio externo mucho más duro de lo que ha sido tradicionalmente. Pero lo más importante es que fácilmente podríamos acabar siendo presa de actos terroristas nosotros mismos. Por ello más vale que definamos dónde estamos en el tema principal: nuestra propia seguridad.
La nueva realidad geopolítica nos obliga a definirnos en forma cabal y sin ambigüedades. A diferencia de prácticamente todos los países del resto del mundo, nuestra definición va a tener consecuencias dramáticas. Mientras que Brasil o Argentina, Egipto o Francia, pueden adoptar una posición difusa, nosotros, por nuestra vecindad, tenemos que actuar en el frente de la realidad. Una manera de enfrentar esa realidad es padeciendo cada paso que eso requiera. La otra es convirtiendo la nueva realidad internacional en la última oportunidad que nos queda para diferenciarnos del resto del mundo. México puede y debe convertir la vecindad en una oportunidad: convertir el riesgo que los norteamericanos perciben respecto al resto del mundo como nuestra oportunidad para apalancar nuestro desarrollo. Por supuesto, la oportunidad no va a ser gratuita: viene acompañada de la necesidad de limpiar nuestra propia casa. Pero eso en sí constituye una gran oportunidad. La pregunta es si el gobierno mexicano en su conjunto está dispuesto a asumirla.
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