El gen priista

Peña Nieto

El triunfo del PRI tiene muchas posibles explicaciones pero, más allá de la coyuntura específica -el desempeño de los gobiernos anteriores y la extraordinariamente bien organizada campaña- hay un ángulo que amerita un análisis más profundo: el de la cultura política que construyó ese partido a lo largo del siglo pasado y que, a juzgar por el resultado, podría seguir impreso en el código genético del mexicano.
Viendo hacia atrás, la característica central del régimen priista del siglo XX fue su capacidad para administrar y mantener el poder de la mano con su incapacidad para construir un Estado. No se trata de un juego de palabras: la clave de la estructura priista fue el poder unipersonal que, aunque no absoluto, le confería enormes facultades a quien ocupaba la silla presidencial. Como escribió Roger Hansen, el gran éxito del PRI fue el de reproducir el porfiriato pero acotado a un periodo sexenal. Para mantener ese poder, “el sistema” construyó una hegemonía cultural que no sólo legitimó ese poder, sino que le permitió desarrollar un sistema de lealtades y una credibilidad que trascendía con mucho al ámbito estrictamente político.
¿Será esa hegemonía cultural de antaño la que ahora logró capitalizar Enrique Peña Nieto? Peña sin duda capitalizó la noción de que bajo el PRI el país funcionaba bien, que las cosas marchaban y que luego (quién sabe cuándo o por qué) dejaron de funcionar: una bola de nieve solo equiparable a la aseveración de aquel priista en el sentido de que “seremos corruptos pero sabemos gobernar”.
En una lectura menos benigna o alentadora, Robert Conquest, uno de los grandes historiadores de la Unión Soviética, afirmaba que “una de las cosas más difíciles de explicarle a la gente joven es cuan repugnante era la vieja clase dirigente soviética: mezquina, traicionera, mentirosa, sin pudor, cobarde, aduladora e ignorante”. ¿Cuál PRI regresa, el que construyó el andamiaje de un país moderno o el que lo ordeñó a más no poder hasta que casi acaba con él?
De lo que no me queda duda es que existe un gen priista y que éste es más penetrante y omnipresente de lo aparente. Mi impresión es que hay dos explicaciones posibles: una es que, efectivamente, se trata de un fenómeno cultural que subyace a todo lo demás. Algunos estudiosos de hace décadas afirmaban que el PRI había logrado capturar la naturaleza del mexicano y la había convertido en su propia razón de ser; es decir, que el PRI y el mexicano eran lo mismo. Yo tiendo a dudar de esa manera de ver las cosas porque, por ejemplo, en las primeras décadas del priismo el país era mucho más libre en términos de expresión escrita, de lo que fue en las siguientes. La censura comenzó en los cincuenta y se fue agudizando hasta que comenzó a amainar, pero sólo desapareció con la derrota de ese partido en 2000.
Desde esta perspectiva, no es tanto que el PRI se haya mimetizado con la naturaleza del mexicano, sino que tuvo una extraordinaria capacidad para construir toda una historia y cultura que la población hizo suya. De ahí la verdad oficial y la verdad única que muy pocos sea atrevían a desafiar. De ahí la importancia del texto único y el control de los medios. Algún secretario de gobernación afirmó que “en México se puede pensar cualquier cosa, se pueden decir algunas y escribir muy pocas”. Todo para el control y el mito.
La otra explicación al fenómeno es quizá más pedestre pero no menos significativa: pese a la alternancia, el viejo sistema priista quedó intacto, nunca se reformó ni se construyó un nuevo régimen, entendiendo por esto una nueva estructura institucional que redefiniera las relaciones entre los poderes públicos, le confiriera poder real al ciudadano y garantizara rendición de cuentas por parte de los funcionarios públicos. El sistema quedó igual, excepto que el presidente dejó de ser tan poderoso cuando el PRI dejó de ser un componente integral, permanente, del aparato político presidencial. Sin embargo, dada la ausencia de una verdadera reconstrucción institucional, el resultado de ese “divorcio” fue un sistema disfuncional de gobierno, una presidencia débil y un pésimo desempeño gubernamental. Más allá de las personas, la persistencia del viejo sistema bajo administradores inexpertos produjo un pobre resultado.
Quizá la primera conclusión de estas disquisiciones es que la democracia no ha penetrado en las estructuras institucionales y en la cultura del mexicano y que, más bien, lo que el ciudadano añora es el gobierno eficaz que hace que las cosas funcionen. Sin desdeñar sus logros en materia de transparencia, hipotecas y lucha contra el crimen organizado, los gobiernos panistas no cambiaron al sistema político ni fortalecieron a su base histórica y razón de ser: la ciudadanía. Mantuvieron la estabilidad económica pero no resolvieron el problema de competencia en la actividad productiva –sobre todo en energía o comunicaciones- ni modificaron (para bien) la dirección del desarrollo del país. En adición a ello, fueron gobiernos sumamente incompetentes y limitados pero, eso sí, adoptaron muchos de los vicios priistas.
A la vista de eso, lo racional para un votante era mudarse hacia una administración que ofrecía lo mismo pero bien. Es decir, no es tanto que la cultura priista siga siendo tan dominante, sino que el mexicano simplemente quiere un gobierno efectivo. Eso es lo que Peña prometió y eso es lo que parece haber convencido al electorado. Sus primeros pasos muestran inusual pragmatismo; el tiempo dirá.
Hay dos casos similares en la historia reciente del mundo que nos permiten una perspectiva comparativa: Rusia y Nicaragua. En ambos, el partido dominante perdió el poder pero eventualmente acabó retornando por razones similares: porque la gente quería orden y certeza respecto al futuro. No es que los rusos querían volver al estalinismo o que los nicaragüenses añoraran a los sandinistas, sino que los gobiernos interinos resultaron más benignos en términos de libertades, pero tan incompetentes que acabaron por fatigar a todo mundo. Quizá la explicación para México no sea tanto más complicada que eso. Pero la pregunta inexorable es si los ciudadanos sufriremos las privaciones de libertad, medios controlados o intentos sistemáticos de imposición que han caracterizado a esos regímenes.
Si es un gobierno eficaz lo que desea el votante, eso es lo que seguramente recibirá. ¿La eficacia vendrá acompañada de todo eso que Robert Conquest resume tan bien: la forma por encima de la sustancia, el control por encima de los derechos, la aplanadora por encima de las libertades? Revocando a Talleyrand, ¿demostrarán que sí aprendieron de su pasado?

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.