Excepcionales

Educación

Los mexicanos nos sentimos excepcionales y hay buenas razones para ello, pero no las que típicamente se argumentan. La comida mexicana es única bajo cualquier rasero, así como lo es nuestra música y la cultura en general. Tenemos una historia extraordinariamente rica y, a lo largo del siglo XX, nos caracterizamos por un sistema político que fue, si bien no excepcional, sí peculiar. Los mexicanos, igual que los japoneses, chinos, franceses o argentinos, tenemos muchas cosas que nos enriquecen y distinguen de otras nacionalidades. Pero en el grueso de temas importantes somos como los demás: enfrentamos enormes retos, muchos de los cuales hemos podido superar. Sin embargo, distraídos por ese sentimiento de excepcionalidad hemos perdido perspectiva, pues suponemos que en lugar de trabajar alguien más debe resolver nuestros problemas.

Sentirnos excepcionales es muy bueno para la autoestima, pero pésimo para el desarrollo. Esa noción de excepcionalidad conlleva a que pensemos y actuemos como si mereciéramos el paraíso, sin asumir la responsabilidad de construirlo; en lugar de enfrentar los problemas y superar los desafíos, presumimos una bondad que nos exenta de ocuparnos de las minucias. Hace pensar que no es necesario seguir las reglas del juego, como las electorales, para ser exitosos. El problema es que es en esas minucias, en los detalles, en el trabajo cotidiano, donde reside la esencia del desarrollo. La autopercepción de excepcionalidad nos ha hecho más daño que todos los gobiernos de nuestra historia juntos.

Aunque cada país y cada sociedad tienen características propias y rasgos que las hacen diferentes, los problemas suelen ser bastante parecidos. Si eso siempre ha sido cierto, lo es mucho más en la era de la globalización, circunstancia que nos afecta a todos por igual y, más importante, impone desafíos prácticamente idénticos. Si uno observa a las naciones más exitosas, lo que las distingue no es lo excepcional de su cultura o su historia, sino su capacidad para reconocer precisamente lo contrario: que justo por no ser excepcionales, tienen que organizarse, construir soluciones y ponerse a trabajar.

Fuera de las naciones que todos reconocemos como desarrolladas (Europa, Canadá, Estados Unidos y Japón), todos los países exitosos de las últimas décadas se distinguen por haber entendido su circunstancia y actuado respecto a ella. Quizá el caso más interesante para nosotros sea Irlanda porque, a pesar de su tamaño (menos del 10% de la población del nuestro), comparte muchos rasgos similares.

Para comenzar, Irlanda es un país rico en recursos, profundamente conservador en sus formas sociales, que se pasó un siglo exportando a su población (convertida en mano de obra barata para la industria de la construcción del noreste estadounidense) porque siempre hubo alguien más que, por ese medio, le resolviera sus problemas. Al final de los sesenta, luego de décadas de mediocre administración de su economía, el gobierno irlandés comenzó a ordenar sus finanzas, reducir la inflación, liberalizar las importaciones y prepararse para su incorporación a la entonces llamada Comunidad Económica Europea, lo que ocurrió hasta 1973.

A pesar de haber hecho las cosas bien, la economía difícilmente mejoraba. Pero las décadas de crisis y mediocridad les habían enseñado una lección muy importante: no hay manera de cortar esquinas, no hay modelos alternativos ni estrategias económicas mejores. Su persistencia comenzó a cobrar dividendos en 1987 cuando, de manera súbita, el país comenzó a experimentar tasas de crecimiento superiores al 9%, tendencia que sostienen hasta la fecha. La fuerza de la persistencia y el deseo de romper con la inercia de su excepcionalidad permitió que, poco a poco, se fuera allanando el camino hasta que todas las piezas cayeran en su lugar. De haber sido el socio más pobre de la hoy llamada Unión Europea, Irlanda es el país más rico en términos per cápita de esa región económica.

Lo fácil sería atribuirle alguna característica milagrosa a la transformación irlandesa. Sin embargo, lo único milagroso fue la decisión de su país y gobierno de entender su momento y ponerse a trabajar. En lugar de aplicar soluciones inviables, actuaron con sentido común, rompiendo mitos e imponiendo la realidad por encima de las preferencias políticas o ideológicas de tal o cual partido.

En el caso de los impuestos corporativos, dejaron de verlos como un instrumento de financiamiento gubernamental para concebirlos como un mecanismo de atracción de inversiones. De esta manera, adoptaron una sola tasa fija de impuestos (del 12.5%) para empresas, una de las más bajas del mundo. Lo mismo ocurrió con la legislación laboral: reconociendo que un esquema de protección ad hominem del trabajador tenía el efecto de hacer imposible su contratación, adoptaron una legislación flexible que empata con las exigencias de la economía moderna fundamentada en el valor agregado que generan los servicios, en lugar de intentar reproducir viejas fórmulas ligadas a la industria y agricultura tradicionales. Para atraer inversiones, analizaron los impedimentos que un potencial empleador enfrentaba para instalar sus plantas en Irlanda. De ahí surgió la iniciativa de eliminar obstáculos, facilitar la inversión, garantizar los derechos de propiedad y establecer mecanismos de protección legal para patentes, inversiones y productores. En otras palabras, puro sentido común.

Pero fue en la educación donde los irlandeses fueron particularmente visionarios. A diferencia de otras naciones europeas pobres que se sumaron en esos mismos años a la Comunidad Europea, los irlandeses dedicaron la mayor parte de los fondos que recibieron de la Comunidad, no a la construcción de infraestructura física (carreteras y puertos), sino al desarrollo del capital humano. Decidieron que lo que hace rica a una nación no son sus puentes, sino la capacidad de sus habitantes para generar ideas, realizar inversiones y construir oportunidades. Treinta años después, los resultados están a la vista, para envidia de todos los demás que sabemos que lo mismo es posible en México, pero no nos animamos a llevarlo a cabo.

Irlanda aceptó que no era una nación excepcional y se dedicó a lo excepcional: a construir su futuro sin mitos, polémicas o conflictos. Adoptó el sentido común, fue persistente y hoy recibe beneficios y dividendos indescriptibles. Como dicen los chavos, se puso las pilas. Lo mismo podríamos comenzar a hacer nosotros. Y ahora sería un buen momento para comenzar.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.