Silencio. Eso es lo que ha rodeado, hasta ahora, a la aprobación de la Reforma al Sector Ferroviario por una mayoría de diputados y su envío al Senado. Y no debería ser así, pues se trata de un tema crucial. No sólo porque lo que ocurra con el sector afectará a muchas industrias, sino porque, como está redactada la ley hoy, podríamos estar frente a una serie de cambios que nos dejarían en un peor lugar.
La reforma le otorga al gobierno herramientas para modificar las reglas de los títulos de concesión que se otorgaron en 1997. El principal cambio es que el Gobierno Federal, a través de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, podrá garantizar la interconexión en las vías férreas, regular tarifas e incrementar la concurrencia de nuevos participantes en infraestructura y operación ferroviaria a través de la figura de permisionarios.
El argumento utilizado es que esta reforma nos llevaría a tener tarifas y servicios más competitivos. Sin embargo, menciono a continuación algunos de los puntos que, de no considerarse, podrían hacer que nos moviéramos en la dirección equivocada.
En primer lugar, la exposición de motivos de la iniciativa de reforma menciona cómo el sistema ferroviario de México es menos competitivo que el de Brasil. Y en efecto, las comparaciones internacionales pueden dar luz para aprender de las mejores y de las peores prácticas, pero comparar simplemente tarifas, u otras variables aisladas, es tramposo, porque se omiten puntos como qué tan irregular o plano es el trayecto, el tipo de productos que se transportan, o si el tren que va lleno regresa, o no, vacío. Lo anterior hace que cualquier comparación a la ligera, lejos de ayudar, perjudique.
En segundo lugar, el sector ferroviario en todo el mundo es de los más difíciles de regular. La razón es que tener más jugadores no necesariamente genera un mejor servicio. Pero, por el contrario, sí podemos acabar con una falta de incentivos para invertir, descuido en el mantenimiento de la red, tramos donde nadie quiere ofrecer servicios, licitaciones desiertas -porque simplemente dejó de ser negocio- o una saturación de redes que llevara a reducir la velocidad de los trenes, incrementando los costos y afectando a las industrias que utilizan el ferrocarril para transportar sus productos. En última instancia, una mala regulación y la incomprensión del sector nos podrían regresar a un modelo que requiere subsidios gubernamentales para subsistir.
Otro aspecto que requiere cuidado es el riesgo de ver al ferrocarril como un medio de transporte único y aislado, como quizás lo fue en su inicio. Para algunos productos, como el acero, el transporte por ferrocarril es hoy la única opción viable. Pero para la mayoría de los productos no lo es. Para la industria de la cerveza, del cemento, de productos agrícolas y la automotriz, el tren compite con el transporte marítimo y carretero. Así, pocos jugadores ferroviarios no es necesariamente sinónimo de falta de competencia. La competencia aunque se en otras modalidades debe lograr que haya precios y servicios competitivos. En los casos en los que el tren es la única opción, tan grave podría ser no regular como regular de más.
Por último, los Senadores y en última instancia el Ejecutivo tendrán que evaluar qué implica para el clima de inversión en México cambiar las reglas de una concesión y aspirar a cambiar la estructura de la industria. El daño al Estado de derecho podría en sí tener un costo importante.
La Ley está ahora en el Senado y no tiene tiempo perentorio. Es mejor dar un paso atrás y repensar las posibles consecuencias de la reforma que atrabancarnos en rehacer algo que quizás sólo necesite ajustes menores.
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