El gran desafío que enfrentaron las naciones autoritarias en las últimas décadas fue que cambiaron los referentes económicos y políticos en el mundo, por lo que tuvieron que transformarse para lograr el desarrollo o, al menos, una mejoría sustantiva en la calidad de vida de sus ciudadanos. Su dilema fue cómo abrir sin perder la cohesión social y política, y cómo mantener esa cohesión bajo referentes económicos que exigen innovación, inversión privada, crecimientos sistemáticos de la productividad y respeto a las capacidades de los individuos. Muy pocos países lo han resuelto bien.
Mikhail Gorbachov comenzó por procurar el apoyo de su población recurriendo a la apertura política con el mecanismo que denominó “glasnost”. Su expectativa era que la discusión (y catarsis) pública y abierta sobre el pasado permitiría encarar la transformación estructural que su economía requería para sobrevivir y prosperar. La llamada “perestroika” consistió en la adopción de mecanismos de mercado en sustitución de la planeación central. Al final, el plan falló, la apertura no fue ordenada, múltiples intereses se apoderaron de los activos existentes y el imperio soviético acabó colapsado.
Carlos Salinas intentó el camino opuesto: apertura económica para evitar el colapso político.
El planteamiento era menos ambicioso que el del ruso, pero su concepción igualmente atrevida. Se buscaba la transformación económica como medio para resolver los problemas de crecimiento e ingreso, pero sin amenazar el statu quo político.
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