La gran diferencia entre la crisis de 1994 en México y la que ha vivido España en los últimos años radica en que el país europeo no cuenta con el instrumento que hizo posible que México saliera con relativa rapidez de su predicamento fiscal y financiero. En el caso mexicano, la devaluación de la moneda permitió cambiar, en un santiamén, la situación macroeconómica. España, país integrante del bloque del euro, no cuenta con esa libertad. Su variable de ajuste ha tenido que ser otra, con consecuencias devastadoras. Esta diferencia es absolutamente pertinente para la discusión respecto al salario mínimo.
Cuando un país entra en problemas financieros, como sucedió en México en 1994, la economía tiene que ajustarse a la nueva realidad. En nuestra historia de crisis, las devaluaciones típicamente ocurrieron porque el exceso de gasto gubernamental llevó a un crecimiento tal de las importaciones que se produjo una crisis cambiaría. Una vez que eso ocurrió, el gobierno tuvo que actuar controlando su gasto e intentando restaurar el equilibrio fiscal. El principal efecto de una devaluación es disminuir el valor real de los salarios, pues estos están denominados en pesos. España, que no puede llevar a cabo una devaluación, ha tenido que disminuir los salarios nominales, es decir, muchos españoles ahora perciben un número menor de euros por el mismo trabajo: el salario acabó siendo la variable de ajuste.
En México, el salario mínimo ha sido la variable de ajuste que ha permitido mitigar los costos adicionales asociados con la producción en el país, como la violencia y los robos, las mordidas que exigen los burócratas para que funcione una empresa, la mala calidad de la infraestructura, los costos asociados con reentrenar al personal que no obtiene una capacitación mínima necesaria en el sistema escolar formal y, en general, con los malos servicios públicos que padecemos.
Dado que un empresario no tiene manera de resolver el problema de la educación o el de la inseguridad, por citar dos evidentes, su única alternativa es pagar menos por los precios que sí controla, como el del salario. El punto es que el salario en México es bajo porque si fuera más alto toda la economía se colapsaría. Es la variable de ajuste. Esto puede ser injusto y desagradable, pero no lo hace menos real.
El gobierno puede decretar un aumento en los salarios pero no puede evitar las potenciales consecuencias de su acción. En términos cuantitativos, el gobierno puede fijar el precio de un producto o servicio (como es el salario mínimo) pero no puede fijar, de manera simultánea, la cantidad demandada. Y viceversa: puede fijar la demanda pero no el precio. Se trata de variables independientes sobre las cuales el gobierno no tiene control simultáneo.
En el caso del salario mínimo, la lógica política de incrementarlo es impecable. También lo es, al menos en alguna medida, la argumentación de que ese salario administrado ha estado tan bajo por tanto tiempo que es posible que su elevación a un nivel moderado no tuviera un impacto dramático. El problema es que la medida de ese impacto está fuera del ámbito de control del gobierno. Es posible que un aumento de 15% no tenga consecuencias pero sí uno de 20%. Nadie lo sabe de antemano y, dado que el objetivo de los proponentes es un aumento de varias veces el salario actual, la probabilidad de que se desate un marasmo de consecuencias no controlables (pero ciertamente anticipables) es enorme.
El problema del planteamiento de elevar los salarios mínimos por decreto es que se trata de una medida artificial. Es obvio que el país necesita elevar los ingresos de los mexicanos y hacerlo de manera sistemática y decidida. Dado que el salario mínimo se ha convertido en la variable de ajuste de todos los males que padece la economía y el país, toda la energía que se está poniendo en forzar un aumento del salario por decreto debería canalizarse hacia la solución de los problemas de fondo. Ciertamente, hay algunos temas que, incluso en el más optimista de los escenarios, tomarían décadas de resolverse; pero hay otros que, con una acción decidida y concertada del gobierno, podrían traducirse en aumentos rápidos en los niveles de productividad. Por ejemplo, una simplificación radical del sistema fiscal cambiaría la realidad de las empresas de la noche a la mañana y eso no requiere un pleito con el sindicato de maestros o construir un nuevo sistema de seguridad y policía. El asunto es uno de prioridades.
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