El pleno del Senado de la República aprobó la designación de Arely Gómez González como nueva titular de la Procuraduría General de la República (PGR), luego de que el presidente Enrique Peña Nieto enviara la propuesta para sustituir a Jesús Murillo Karam al frente de dicha dependencia. Gómez está perfilada así como candidata a ser la primera titular de la Fiscalía General de la República (FGR), instancia que va a sustituir a la PGR de acuerdo con la reforma política electoral de febrero de 2014. ¿Qué significará este cambio, tanto en términos de diseño institucional, como en operación política?
Reconstruir la confianza en las instituciones de procuración de justicia en el país es una tarea urgente y que requiere la difícil combinación de una serie de factores, que si bien no vuelven el reto imposible, lo hacen difícil de lograr. Los cambios legales, nominales y de titulares, por más voluntad política que tengan, no son suficientes para modificar una institución desacreditada, politizada y saturada por una burocracia ineficiente y con bajas capacidades técnicas. Datos como la cifra negra (que en 2013 fue de 93.8%) y el desempeño institucional en hechos recientes evidencian que la PGR tiene deficiencias estructurales y un déficit de confianza que no se van a solucionar únicamente con su eventual transformación en fiscalía y un nuevo liderazgo.
A nivel interno es indispensable modificar de fondo el diseño organizacional de la institución y generar en los operadores capacidades que impacten en la gestión para una persecución eficiente y de calidad de los delitos federales. Los estándares que la reforma en materia de justicia penal de 2008 y la derechos humanos de 2011 le imponen a la eventual FGR le demandan transformaciones de gran calado, pues un cumplimiento real de estos mandatos constitucionales implica una nueva forma de hacer las cosas y no meramente un cambio cosmético o de nombres. La institución tiene dentro de sus atribuciones la persecución de delitos de alto impacto a nivel mediático y social como son los electorales, los ligados a la corrupción, los de delincuencia organizada y los vinculados con periodistas, delitos en que no alcanza con la voluntad para perseguirlos: hace falta capacidad para investigarlos profesionalmente y llevar ante la justicia a los responsables. Lo anterior implica una transformación cabal de los ministerios públicos, los investigadores y, en general, la estructura operativa y organizativa. Retos mayúsculos cada uno de ellos.
Por otra parte, independientemente del perfil del o la Fiscal General, será necesario traducir el liderazgo en habilidades para dirigir los cambios dentro de la institución, a la vez que debe tener un alto nivel de interlocución y sensibilidad política. La autonomía y la transexenalidad, sin una buena comunicación y colaboración con el resto de los actores políticos a nivel federal y local, pueden potenciar escenarios de parálisis y aislamiento institucional. Un ejemplo del caso anterior es el diseño de la política criminal, que consiste en identificar los delitos de mayor impacto social en los cuáles se enfocarán los recursos limitados del Estado. Dicha tarea no se puede realizar sin la colaboración de al menos las fuerzas de seguridad y las autoridades judiciales. La misma colaboración se requiere en el caso de los delitos electorales o el combate a la corrupción, pues en esas materias la procuración de justicia es sólo una pieza de un sistema más amplio en el que participan otras instituciones.
Ni la transformación en una fiscalía ni el cambio de titular son suficientes. Será necesario analizar el texto final de la Ley de la Fiscalía para conocer detalles sobre su estructura, procedimientos y unidades especializadas. También será importante observar el equipo con el que se rodeará la nueva procuradora, y posiblemente primera fiscal general. De esta manera se podrán entender sus prioridades y si tiene elementos suficientes para aprovechar esta coyuntura de manera constructiva en lugar de perpetuar y agraviar las malas prácticas que caracterizan a la institución. El riesgo que se corre no es menor, y los escenarios van desde una institución ineficiente, poco confiable y enormemente empoderada hasta una autónoma pero bloqueada a nivel político para ejercer sus funciones.
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