La relación de México con Estados Unidos es compleja por las evidentes diferencias de visión, perspectiva y poderío de ambas naciones. Nuestro vecino del norte es la mayor potencia económica y militar del mundo, con intereses claros y un despliegue mundial incomparable; en cambio, nosotros tan solo aspiramos al desarrollo y a la mejoría de las condiciones de vida de la población. El que la geografía nos haya puesto uno al lado del otro podrá gustarnos o no, pero ese factor en nada cambia la realidad objetiva. La pregunta es si los mexicanos queremos concebir esa característica geográfica como una oportunidad o como una maldición. De esa definición dependerá lo que se pueda derivar de la vecindad.
Lo que sigue es una serie de axiomas sobre la vecindad, la relación y su potencial.
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La política estadounidense tiene sus peculiaridades, historia y complejidades, como la tienen todos los países del mundo. Su realidad, como la nuestra, es lo que es, independientemente de nuestras filias o fobias. De la misma manera, muchos norteamericanos preferirían que nuestra política fuese distinta. La esencia de la relación tiene que residir en el respeto a lo que cada uno es, para fundamentar sobre ello los intercambios y transacciones, de toda índole, que hagan posible no sólo una vecindad amigable, sino un desarrollo compartido.
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El proceso electoral que recientemente vivieron los estadounidenses mostró las muchas caras de esa sociedad, algunas más cosmopolitas y tolerantes que otras. Sin embargo, como ilustra nuestra propia experiencia, las elecciones de cualquier país tienden a crispar los ánimos, pues sin ello no hay manera de distinguir a un candidato de otro. Lo común es que el candidato triunfador rápidamente retorne al centro político una vez asumido el poder y no hay razones para dudar que esa será la evolución del segundo periodo del presidente George W. Bush. Aunque es evidente que durante los cuatro años anteriores el presidente Bush no cumplió a cabalidad con este principio, con toda seguridad este periodo estará marcado por decisiones cuyo objetivo sea el definir su lugar en la historia, y eso probablemente requerirá de una estrategia encaminada a lograr un mayor apoyo en el conjunto de su sociedad.
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Como demostró la reciente elección, los americanos se encuentran profundamente divididos en muchos temas (lo que también es cierto para los mexicanos y la mayoría de los países del mundo). Lo que resulta crucial es identificar la naturaleza de las diferencias para poder evaluar la viabilidad de nuestra propia agenda bilateral. Desde esta perspectiva, los norteamericanos presentan diferencias fundamentales en temas de su agenda social (el matrimonio entre homosexuales y el aborto son un par de ejemplos) y si bien la mayoría comparte una visión del mundo, tienen diferencias profundas sobre temas específicos, comenzando por la lógica de la guerra contra el terrorismo en general y la invasión de Irak en particular. En tópicos centrales para nosotros ?en especial los relativos a la inversión, el comercio e incluso la migración- sus diferencias internas son mucho menos relevantes y, sobre todo, menos controvertidas.
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Un tema medular de la relación lo constituye la población de origen ?hispano?, término que incorpora a todos los inmigrantes de naciones de habla hispana, incluidos por supuesto los de origen mexicano. El tema es fundamental por tres razones. Primero, porque, dada su importancia demográfica, este grupo ha cobrado una importancia inusitada en términos electorales: en esta última elección representó el 12% del voto total. En segundo lugar, contra lo que con frecuencia se piensa, el apoyo de los hispanos fue determinante para el triunfo de Bush. De hecho, una característica de ese grupo demográfico, en contraste con otras minorías como la negra, es que se rehúsa a votar como grupo, lo que lo convierte en un sector de la población extraordinariamente relevante (y, potencialmente, influyente), y ambos partidos lo cortejan de manera sistemática. Finalmente, el tema es central por la compleja relación que entraña con México. Para comenzar, sólo una parte de la población hispana es de origen mexicano; en segundo lugar, su actuar político sigue patrones de comportamiento típicamente estadounidenses y sus preocupaciones son las de su país. Es decir, aunque su origen sea en muchos casos mexicano, su realidad es estadounidense. Es decir, no es obvio que exista un potencial natural para crear un lobby hispano o mexicano como otros que existen en ese país, pero cuya lógica no se parece a nuestra realidad específica. Lo anterior constituye un factor que debe ser contemplado con todo el cuidado que amerita antes de concebir, o intentar instrumentar, estrategias políticas relacionadas con los intereses de México y de su gobierno en aquel país.
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La pregunta clave para México es qué queremos nosotros de Estados Unidos. Aunque pudiera parecer ociosa, la pregunta es más compleja de lo aparente a primera vista. Estados Unidos genera profundas pasiones en el sistema político mexicano y entre sus intelectuales. Por supuesto que hay buenas razones históricas para ello, pero la negociación entre dos gobiernos no puede partir de planteamientos temperamentales. Sin ignorar la historia o nuestras características propias, es imperativo definir la postura mexicana en cuanto a la relación con Estados Unidos viendo hacia adelante, y esa definición tiene que partir de la suma entre lo deseable y lo posible en ambos lados de la frontera. Nosotros podremos desear una liberalización integral de los flujos migratorios, así como ellos esperar una liberalización, también integral, del sector energético mexicano, pero ambos sabemos que ninguna de las dos es factible, al menos en un periodo mediato. En consecuencia, lo fundamental es desarrollar planteamientos internos respecto a la relación bilateral que tenga un viso de realidad, sin con ello limitarlos a lo evidente.
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Dentro de la agenda de temas bilaterales hay dos grandes grupos. Por un lado se encuentran los temas ?normales? o, al menos, cotidianos y frecuentes de la relación bilateral, los que siempre están ahí, aunque en algunas ocasiones sean más álgidos que en otras. Entre estos se encuentran los temas del comercio y la inversión, los del agua, el narcotráfico, la frontera, todo lo relativo a las comunicaciones, visas, inspecciones aduanales, fitosanitarias, conflictos diplomáticos (desde extradiciones hasta nuestra postura en las Naciones Unidas), etcétera. El primer grupo de temas comprende todo lo que hace funcionar a una relación diplomática, con todos los agravantes que genera la confluencia de una sociedad relativamente pobre con la más rica del mundo.
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El segundo grupo de temas es el que cada nación define como prioritario y constituye la esencia de la relación política del momento. Típicamente, se trata de lo que preocupa a los gobiernos y se refleja en el debate público de cada país. En nuestro caso, los dos temas medulares son sin duda la migración y la seguridad. Cada uno de estos temas entraña difíciles decisiones para nuestro país.
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El tema de la migración se ha convertido en la prioridad número uno de la política mexicana para la relación bilateral. Se trata de un tema álgido y complejo en el que chocan dos maneras radicalmente distintas de ser. Por el lado mexicano, la lógica es simple: nuestra economía no está creando empleos al ritmo en que la población los demanda, mientras que en Estados Unidos esa población es necesaria. Lo que procede es evitar que persista el hostigamiento, regularizar la situación legal de los indocumentados y ofrecerles un trato no sólo humano, sino igual al de cualquier residente legal en aquel país. Para los norteamericanos el tema es complejo en dos planos. Por un lado, siendo una nación que se precia de la legalidad, la existencia de millones de extranjeros indocumentados en su territorio constituye una afrenta moral y legal: de legalizarse a esa población, se estaría admitiendo su ingreso ilegal; al mismo tiempo, una legalización traería consigo nuevas realidades que se pueden expresar en la forma de una pregunta: ¿cómo resolver el problema legal de su presencia sin crear un incentivo para que nuevos inmigrantes entren a territorio norteamericano?. La postura oficial del gobierno mexicano ha sido la de exigir legalización para todos sus conciudadanos residentes ilegalmente en ese país, al mismo tiempo que liberar la entrada a futuros emigrantes. La postura norteamericana a la fecha ha sido la de contemplar la creación de diversos tipos de visados de trabajo que comiencen a legalizar a los que ya residen allá, a la vez que permiten el tránsito de un número limitado de nuevos inmigrantes, asumiendo que el gobierno mexicano regularía y controlaría los flujos de personas que salen del país para internarse ilegalmente hacia Estados Unidos. Como ilustra la relación de la Unión Europea con Turquía en este tema, es de esperarse que una liberalización integral sólo tendrá lugar cuando las diferencias económicas ya no justifiquen un movimiento masivo y sistemático de personas. Pero entre una postura maximalista y una de largo plazo hay un sinnúmero de estadios intermedios que se pueden y deben explorar y para los cuales el gobierno del presidente Bush ha sido, al menos en principio, receptivo. La clave es no confundir lo deseable con lo posible para avanzar la agenda de manera sistemática.
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Por lo que toca a la seguridad, el interés mexicano es el de asegurar que no tengan lugar atentados terroristas en nuestro territorio, y que ningún terrorista utilice a México como punto de tránsito o partida hacia Estados Unidos. El interés norteamericano es asegurar que sus fronteras sean invulnerables frente a un ataque terrorista. Como se observa, ambos países tienen un interés común y sus posturas son, en principio, compatibles entre sí. A pesar de esta afirmación, existe un punto de potencial tensión. Desde fines del año 2001, el gobierno norteamericano decidió crear un ?perímetro de seguridad? para garantizar la inmunidad de sus fronteras. Tanto Canadá como México plantearon la posibilidad de quedar incorporados dentro de ese perímetro a fin de que ese factor no se convirtiera en una nueva barrera al comercio y a la migración entre estas naciones y Estados Unidos. El llamado perímetro de seguridad implicaría esencialmente una estrecha coordinación entre las tres naciones en materia de controles migratorios y aduanales, lo que facilitaría el tránsito de mercancías y personas. Además, en la era de la globalización, cualquier factor que reduzca costos y complicaciones para los productores nacionales constituye una enorme ventaja competitiva. Sin embargo, algunos intelectuales y políticos han objetado la noción de que México quede incorporado en un esquema de esta naturaleza, generalmente sin contemplar las alternativas o los costos de no hacerlo.
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La relación con Estados Unidos no es la única que México tiene en el mundo, pero inevitablemente siempre será la más importante y trascendente. Por décadas, el país mantuvo una relación distante que servía a los objetivos de la política interna. En los últimos lustros, se dio un viraje que buscaba convertir la vecindad en una palanca para el desarrollo económico, sin que ello implicara un acercamiento político (o de otra naturaleza) adicional. Esta nueva etapa ha traído innumerables beneficios, pero también ha evidenciado los límites de una estrategia de apertura económica que no viene aparejada de una transformación interna de las estructuras productivas y de regulación, lo que ha creado una nueva discusión sobre los méritos de la relación bilateral. En las últimas décadas, la economía mexicana se ha beneficiado de una manera descomunal de su integración con la economía norteamericana, pero esos beneficios se han limitado a aquella parte de la economía mexicana que se ha modernizado; estos años también han demostrado que la integración no constituye un riesgo significativo a la cultura nacional, ni trae consigo demandas de apertura en temas no económicos. En consecuencia, todo indica que México no ha sido capaz de obtener muchos más beneficios de la realidad geográfica que nos caracteriza. Independientemente de otras consideraciones, parece evidente que, dada la geografía y la creciente presencia de mexicanos en territorio norteamericano, lo lógico sería convertir a la frontera en un detonador del desarrollo del país. Pero eso requiere de una definición política interna como punto de partida.
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