Los monólogos y las confrontaciones están a la orden del día. El nivel del púlpito desde donde se lanzan los ataques se eleva día a día sin que se contribuya en algo al desarrollo o a la legalidad. La presidencia habla de un país que vive una época de gloria y transformación sin paralelo en nuestra historia. El discurso es rico en ejemplos y llamados a comprender la gran obra que está en ciernes; sin embargo, los logros percibidos por la población son magros. El discurso debiera servir para orientar, liderar y encauzar los ánimos y esfuerzos de la población, no para vender una noción del mundo que choca con percepciones profundamente arraigadas y que, por lo tanto, constituyen una realidad para quienes así las viven. Ciertamente, las percepciones dominantes pueden estar equivocadas, chocar con la realidad; sin embargo, no por ello dejan de constituir una visión del mundo y, por lo tanto, una realidad política con la que hay que lidiar. Pero eso no es lo que está ocurriendo.
Dos dinámicas chocan de manera sistemática en la realidad política actual. Una es el intento del gobierno federal por restablecer la legalidad a través de un juicio de desacato; y la otra tiene que ver con la creciente polarización de la sociedad mexicana. Una retroalimenta a la otra, creando un caldo de cultivo por demás riesgoso para la estabilidad política y el desarrollo económico. Ningún discurso que ignore esta situación podrá ser convincente e idóneo para encauzar la vida política nacional.
No hay nada más encomiable para un país subdesarrollado y paralizado en su vida política que su gobierno se ostente como el guardián de la legalidad y el paladín de la civilidad. La función del gobierno es, precisamente, cumplir y hacer cumplir la ley. Antes que cualquier otra cosa, un gobierno que entiende su responsabilidad y función en el desarrollo debería estar dedicado al cumplimiento de lo establecido por la ley, salvaguardando con ello los derechos de la población y la esencia de una convivencia pacífica en la sociedad. En la medida en que un gobierno avanza en esa dirección, el país consolida un sistema político fundamentado en reglas, del todo contrario a nuestra realidad histórica de caudillaje y corrupción.
Lo peculiar de la forma en que el gobierno del presidente Fox optó por abrazar la causa de la legalidad es que, primero, lo hace después de cuatro años de ignorarla, como ilustra el patético caso del aeropuerto en Atenco. Pero, más importante, la forma y momento en que decidió emprender el juicio de desacato no sólo no avanza la causa de la legalidad, sino que contribuye indirectamente a afianzar nuestras peores tradiciones y legados de caudillaje y corrupción. En la medida en que la aplicación de la ley se torna en algo voluntario, su legitimidad desaparece y, con ello, cualquier pretensión de vivir en un Estado de derecho. Tenga o no razón el presidente Fox en su querella con el jefe del Distrito Federal, el hecho de que el asunto sea producto de su voluntad y no del ejercicio estricto, sistemático e imparcial de la ley retrasa, en lugar de avanzar, el desarrollo político y democrático del país.
El juicio de desacato y, tratándose de lo que está de por medio, su inevitable politización, no ha hecho sino elevar el nivel de conflicto en la sociedad y el riesgo de inestabilidad, además de acentuar la polarización que ya de por sí es un rasgo preocupante de nuestro tiempo. Difícil imaginar un panorama más complejo para una administración surgida de la oposición a un sistema que estructuralmente fue incapaz de afianzar un Estado de derecho. Peor aún cuando el propio presidente se ha tornado en una fuente de polarización lo que, además de fortalecer a sus enemigos, envilece sus propios logros, que no han sido pocos a pesar de las apariencias y percepciones negativas.
La polarización de la sociedad mexicana es una realidad política y económica con la que nadie está lidiando. El gobierno federal cierra los ojos ante ella y la oposición aprovecha para explotarla y acentuarla con fines políticos y partidistas evidentes y para deleite de los grupos de presión que siguen viviendo de privilegios excepcionales. La pregunta es hacia dónde lleva y a quién beneficia la polarización.
La polarización es un hecho innegable y no particularmente nuevo en la sociedad mexicana. Los contrastes entre pobreza y riqueza son ancestrales y constituyen una fuente de permanente contradicción en el discurso político y en las políticas públicas emanadas de decenas de gobiernos a lo largo del tiempo. Lo que ha cambiado es el contenido político de esa realidad económica. Hasta hace no muchos años, la desigualdad económica no se manifestaba políticamente. Por supuesto, existían choques y polémicas en torno a la mejor manera de entender y enfrentar el problema (controversias que persistirán mientras la realidad objetiva no se altere), pero la lucha de clases no era una característica predominante de la política mexicana. De hecho, toda la estructura del corporativismo priísta fue concebida y construida precisamente para evitar que la desigualdad se tradujera en una fuente de conflicto político.
La polarización que hoy es la característica más prominente de la vida política nacional surge de una combinación de factores, entre los que destacan al menos tres: las crisis económicas; la muerte gradual del corporativismo priísta y el nacimiento de un sindicalismo paraestatal cuasi independiente; y, finalmente, la aparición en la escena política del PRD como un partido de confrontación. Estos tres factores se retroalimentan, creando un espacio propicio para la gestación de disputas irresolubles, máxime cuando todo esto ha coincidido, sobre todo en los últimos diez años, con la ausencia de presidentes capaces de comprender la naturaleza del fenómeno o los riesgos asociados a éste. Vayamos por partes.
Las crisis económicas alteraron todos los patrones de comportamiento en la sociedad mexicana. Aunque la desigualdad económica y social ha estado presente desde tiempos coloniales, el crecimiento económico conseguido por los sucesivos gobiernos postrevolucionarios creó una dinámica de progreso impulsora de movilidad social y de un orden de prioridades a escala nacional, personal y familiar que contribuían al desarrollo normal de la sociedad. Uno puede criticar la lógica política y la corrupción que acompañaron a la administración económica durante la era priísta, pero nadie puede negar la transformación que tuvo lugar en el país entre los años veinte y sesenta del siglo pasado. Al fin de los sesenta, el país contaba con una clase media pujante, las familias –de cualquier nivel socioeconómico- asociaban la educación con el progreso y ahorraban para comprar una primera casa y así sucesivamente. La sucesión de crisis que comienza en 1976 vino a dar al traste a todo ese marco de transformación gradual.
A partir de 1976, la sociedad mexicana comienza un periodo de desgaste y erosión que culminaría en 1995, cuando las deudas bancarias ahogan a miles de familias urbanas, sumiéndolas en la pobreza. En contraste con la pobreza rural de antaño, la pobreza urbana no deja muchas alternativas. Una familia en el campo puede valerse de sus propios medios para sobrevivir; una familia urbana acosada por la inflación, el desempleo y la falta de oportunidades, no tiene para donde hacerse. De su propia realidad objetiva y de la aparición de liderazgos manipuladores se crea un ambiente por demás propicio para culpar a alguien de la situación. En lugar de que el entorno conduzca al trabajo y a la superación, como había ocurrido por décadas, las crisis crean un entorno de desesperación en el que otros son culpables y uno ya no tiene que ser responsable de sí mismo.
La creciente competencia internacional no ayuda al proceso. Peor, la competencia de las importaciones dentro del país y la urgencia de generar exportaciones a como dé lugar, erosiona las estructuras corporativistas del PRI, deja sin claridad de dirección a millones de empresarios pequeños que no entienden la nueva realidad económica ni tienen capacidad para enfrentarla por sí mismos. Al mismo tiempo, separa nítidamente a los sindicatos de empresas que están sujetas a la competencia de aquellos, fundamentalmente de empresas paraestatales u otros monopolios, que aprovechan el río revuelto para independizarse, pretendiendo que nada ha cambiado y que sus privilegios son no sólo intocables, sino, como Luis XIV en Francia, producto de un designio divino. Esos sindicatos arremeten contra todo y jamás reconocen que sus propios privilegios, como ilustra el caso reciente, pero no excepcional, del IMSS, son, en parte, causa de la parálisis que vive el país. Otra fuente interminable de confrontación y polarización.
El PRD nació precisamente en el corazón de está vorágine de crisis y cambio político y económico. Desde su nacimiento, primero como Frente Democrático Nacional, el PRD empleó la confrontación como medio para transformarse en un partido y realidad de referencia obligatoria. La polarización se convirtió en un instrumento de acción al servicio de la trasformación que ese partido le ha querido recetar al país. Es evidente que el PRD no es la causa de la realidad objetiva que propicia la polarización, pero tampoco es posible negar que su estrategia a lo largo del tiempo –igual frente a la política económica de liberalización comercial que las privatizaciones, el Fobaproa y la corrupción- ha sido más de confrontación y polarización y menos de construcción o desarrollo. El PRD convirtió a la polarización en una realidad política nacional, misma que se refleja en la violencia verbal y física extendida en el país en la actualidad. Cuando le toque gobernar tendrá que lidiar con las consecuencias de su propio actuar.
Más allá del discurso político, cada vez más irrelevante en este ambiente de confrontación, el gran ausente es la política. En ausencia de concordia social y de un Estado de derecho, sólo la política puede conducir a acuerdos, consensos y decisiones que permitirían salir del marasmo en el que los políticos –unos por bondadosos y otros por audaces- nos han dejado. No es un panorama atractivo el que nos han legado, pero tampoco uno carente de soluciones y posibilidades. Nada, sin embargo, sugiere que se estén creando las condiciones para hacerlas posibles.
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