Candidatos y ciudadanos

Derechos Humanos

La democracia mexicana está en problemas. Aunque hemos logrado elecciones libres, profesionalmente organizadas y prácticamente indisputadas, el objetivo fundamental de la democracia, lograr tomar decisiones con un alto grado de legitimidad, está lejos de alcanzarse. Desde su origen, la democracia mexicana fue secuestrada por los tres principales partidos políticos, que hacen de las suyas sin lograr progresos significativos para el país. Sus tentáculos no sólo controlan los órganos y procesos de decisión en el poder legislativo, sino que juegan con los partidos de menor tamaño, manipulan la legislación electoral y, sobre todo, ignoran al ciudadano, razón de ser de la democracia. El statu quo actual no garantiza más que estancamiento.

La democracia mexicana enfrenta problemas que tienen que ver con su origen inmediato, pero también con una larga tradición política de corporativismo. Por definición, el corporativismo es la antítesis del liberalismo, cuya esencia reside en la ciudadanía. El corporativismo implica la organización de la sociedad en estancos o, a la mexicana, en ?sectores? (en nuestro caso el obrero, popular, campesino, privado, intelectual, etc.). La organización en estancos niega los derechos personales, confiere poderes especiales, fácticos, a líderes corruptos e impide la negociación de beneficios o derechos a personas, empresas o sindicatos en lo individual. Se trata de un mecanismo de control diseñado para mantener el poder desde arriba. En este sentido, la democracia liberal, que es la que se invoca de manera retórica, no se consuma en la realidad y constituye una afrenta directa al corporativismo de antaño.

La democracia hace (o debe hacer) imposible al corporativismo, toda vez que le confiere derechos directamente al individuo. A través del voto y de los derechos individuales (que nuestra constitución llama garantías), cada ciudadano adquiere la posibilidad de expresarse libremente, postularse para un puesto de elección popular y obtener protección por el posible abuso gubernamental. Bajo un régimen corporativista, al contrario, son las organizaciones las que gozan de la legitimidad de interacción con el gobierno; bajo la democracia esas facultades las adquiere el ciudadano.

Nuestro caso es peculiar, puesto que el régimen constitucional le confiere derechos a los individuos, derechos que sólo hasta ahora, y eso con todas sus limitaciones, comienzan a hacerse efectivos. Sobre ese régimen, que incluye derechos individuales, se montó toda una estructura corporativista anclada parcialmente en la Constitución (a través de artículos como el 123, referente al trabajo y sus formas de organización), pero sin que ésta fuese decididamente corporativista. Es decir, muy a la mexicana, nuestra Carta Magna integró diversas corrientes filosóficas y principios pragmáticos concretos que le dieron algo a cada uno de los grupos e intereses representados en la Asamblea Constituyente.

Por décadas, al amparo del sistema priísta, predominaron los derechos corporativos sobre los individuales. En los últimos años, la democracia ha cobrado forma y fuerza, pero sin haber desplazado del todo al corporativismo. La situación resultante es inestable porque coexisten derechos contradictorios y mecanismos procesales incompatibles (por ejemplo, tribunales especiales) que niegan, de entrada, cualquier derecho individual y la vigencia de la democracia. Pero es quizá en el régimen de partidos donde se aprecia con mayor claridad el fenómeno: en lugar de representar a los ciudadanos y hacer valer sus derechos, los partidos se han convertido en un mecanismo de promoción de intereses cupulares y grupales, así como de mediatización de la ciudadanía. En otras palabras, en lugar de ser el mecanismo a través del cual el ciudadano accede al poder o logra que éste lo represente, los partidos se han convertido en un poder intermedio que ignora y hace irrelevante a la ciudadanía.

Además de nuestro pasado corporativista y del hecho tangible de un sistema político donde los derechos ciudadanos no fueron más que un componente marginal en casi doscientos años de historia, el vuelco hacia la democracia, al menos en un plano retórico, en los últimos dos o tres lustros, no ha venido acompañado del fortalecimiento de los mecanismos y derechos de la ciudadanía. La modificación de la legislación electoral abrió cauces para la expresión de la ciudadanía a través del voto, pero prácticamente nada se ha hecho para afianzar sus derechos en términos de acceso al poder judicial (que sigue mediatizado por el poder ejecutivo tanto a nivel federal como estatal y municipal), para hacer valer el derecho a la libre expresión o para que los partidos sirvan a los ciudadanos y no al revés. En la práctica, hemos ido en sentido contrario: aunque en la retórica se le conceden beneficios a la democracia, en la práctica se ha ido afianzando el yugo de los partidos y de los poderes ejecutivos, sobre todo a nivel estatal y municipal. Para ilustrar, basta ver los conflictos de interés entre las autoridades del poder ejecutivo de Morelos en el caso de sus policías o del Distrito Federal y el ministerio público que comanda, a raíz de los escándalos por los videos. El autoritarismo del gobierno federal de antaño es ahora moneda corriente en los gobiernos locales, todo en detrimento de la ciudadanía.

En suma, la democracia que tanto cacareamos está coja y con riesgo de fracasar. En su camino se han conjuntado todos nuestros vicios: las contradictorias mezcolanzas que caracterizan a nuestro sistema legal (comenzando por la propia Constitución), legislaciones que le siguen confiriendo facultades arbitrarias al gobierno, un régimen partidista que construye entidades impenetrables totalmente impunes e inmunes a la ciudadanía y un sistema corporativista que sigue vivito y coleando, como ilustran diversos sindicatos que siguen haciendo de las suyas con sus propios agremiados y con el régimen electoral.

Pero no menos importante en el panorama de nuestro déficit democrático es que la ciudadanía misma, por más que se rehúsa a ser tratada como rebaño y que reclama sus derechos con inusitada combatividad (como ilustran, en extremo y exceso, los linchamientos de asaltantes en diversas partes del país), sigue sin ser parte de una cultura democrática. Difícil sería esperar que de nuestra historia, del comportamiento de nuestros gobernantes, de los libros de texto y de los abusos y vejaciones que sufre la población de manera cotidiana, surgiera una cultura democrática. Pero eso no hace sino magnificar el tamaño del reto que tenemos frente a nosotros.

Desde hace años observo la manera en que se comporta el mexicano común y corriente en situaciones que son afines con valores democráticos. Dos componentes medulares de la democracia, la competencia limpia y el respeto a los derechos de otros, padecen un profundo déficit en el país. Comencé a darme cuenta de ello en una fiesta infantil hace muchos años. Entonces fui testigo de un juego típico de fiestas infantiles que consistía en que los niños colocaran sus manos atrás e intentaran comerse una jícama atada en un mecate y colocada frente a ellos; como es obvio, el primero en terminar ganaba. El movimiento de las jícamas hacía el concurso aún más divertido. Aunque el juego podría ser idéntico en Inglaterra, en México o en Francia, lo que llamó mi atención fue el comportamiento de los padres, quienes en lugar de dejar que los niños compitieran en igualdad de circunstancias, hicieron hasta lo imposible por favorecer a sus vástagos. Procuraron, primero, colocarlos frente a la jícama que quedaba más baja pero, después, no faltó el padre que incluso dio un golpe al mecate cuando vio en peligro el triunfo de su hijo. Lo peor es que ninguna de estas tácticas pareció impropia al resto de los padres. Se trataba de algo natural.

Nuestra democracia está en problemas porque no estamos haciendo nada para afianzarla, avanzarla y consolidarla. Hay intentos de reversión en todas partes; ni siquiera en el terreno electoral, donde presumiblemente existe un consenso social, se están dejando las cosas bien. Los partidos controlan todos los procesos y cierran la puerta al desarrollo de la ciudadanía, mientras el gobierno duerme el sueño de los justos, suponiendo que todo mejorará por sí mismo.

Es por todo lo anterior que la candidatura ?ciudadana? que ha lanzado Jorge Castañeda tiene una enorme trascendencia. El tiempo, y los votos, dirán si llegará a la presidencia; pero en el plazo inmediato, la existencia de una candidatura por fuera de los canales partidistas y cuyo punto de partida es precisamente el desafío del statu quo imperante, constituye una espléndida oportunidad para que se discutan los temas y contradicciones que plagan y hacen disfuncional y, a la larga, inviable nuestro sistema político.

El planteamiento de Castañeda es simple y directo: la democracia consiste en la competencia abierta entre ciudadanos, pero en nuestro país la ciudadanía no tiene derechos efectivos porque éstos han sido secuestrados por los partidos políticos. A menos de que cambiemos las reglas del juego, dice Castañeda, la democracia mexicana va a fenecer y, con ella, toda la expectativa de que el país avance hacia el desarrollo.

El desafío, como bien ejemplifica el caso de las jícamas, difícilmente podría ser mayor. Pero de lo que no hay duda es que sin un liderazgo efectivo dispuesto a construir un auténtico régimen democrático, éste nunca llegará. Nuestra inacabada modernización económica es la mejor prueba de que todo aquello emprendido a la mitad es fuente de problemas posteriores. Los partidos políticos cuentan con una situación tan privilegiada, producto del financiamiento gubernamental, que no tienen ni el menor incentivo por encabezar la transformación política que el país requiere. No es casualidad que un candidato ciudadano sea quien enarbole esta causa. Se trata de una situación urgente y necesaria. Bienvenida sea la candidatura y ojalá se transforme en una andanada que estremezca al establishment partidista, que bien se lo merece.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.